Escuelas cerradas, mujeres reprimidas, periodistas
condenados a latigazos, alcohol proscrito... Los tuaregs y Al Qaeda convierten
el norte de Malí en la nueva patria del islam más rigorista
Sacaron a rastras del cortejo a una de las mujeres que más vociferaban.
Estaba tendida en el suelo y la golpearon con una fusta de camello. Las demás
mujeres les tiraron piedras, y los barbudos les respondieron cargando,
pero al cabo de un rato se marcharon”. Afalawas, un targui, muestra una rabia
contenida cuando narra desde Kidal,
en el norte de Malí, el desarrollo de la manifestación para protestar contra la
imposición en la ciudad de la sharia
(ley islámica).
“Al día siguiente, las mujeres se echaron de nuevo a la calle, acompañadas
por algunos jóvenes, y eran incluso más numerosas, unas 150”, recuerda al
teléfono Afalawas, que hace años conducía a los turistas con un todoterreno por
el desierto del Azawad.
“Hemos echado a los turistas y ahora no hay trabajo”, se lamenta. “Vegetamos”.
Aunque en Kidal las mujeres eran mayoría, no es la única ciudad de la
franja septentrional de Malí en la que se rechaza en la calle la sharia. En
Gao, por ejemplo, fueron jóvenes varones los que osaron protestar hace semanas
contra la prohibición de escuchar música y de fumar en la calle. No se
atrevieron a levantar la voz contra los mayores tabúes, el consumo de alcohol o
los paseos callejeros de personas de sexo opuesto sin relación familiar entre
ellas.
Pese a estos valientes brotes de resistencia, el manto del islam más
rigorista cubre poco a poco el Azawad, un territorio desértico y semidesértico
de 830.000 kilómetros cuadrados —más grande que España— en el que residían
hasta marzo 1,3 millones de habitantes, en su mayoría tuaregs, pero también
árabes y subsaharianos.
Los tuareg se rebelaron por enésima vez el 17 de enero, pero en esta
ocasión estaban mejor equipados, gracias a las armas adquiridas o robadas
durante la guerra en Libia, y contaban además con el apoyo de la rama magrebí
de Al Qaeda (AQMI). Un golpe de Estado militar en Bamako en marzo
espoleó su progresión en el norte. El 1 de abril tomaron Gao y la mítica
Tombuctú, las dos principales ciudades junto con Kidal, que cayó una semana
antes. Disponen de tres aeropuertos.
La conquista fue protagonizada por el Movimiento
Nacional de Liberación del Azawad (MNLA), que preconiza la
independencia y está poco impregnado de religión, y Ansar Dine (Defensores de
la Fe), encabezado por Iyad Ag Ghaly,
un líder histórico de los tuareg que se ha islamizado y luchó codo con codo con
Al Qaeda, a la que está agradecido.
La organización terrorista no se esconde en Gao ni en Tombuctú, y un puñado
de jóvenes islamistas magrebíes han llegado hasta allí para alistarse en sus
filas. A ese refuerzo inesperado se han añadido yihadistas paquistaníes y
afganos que entrenan a los nuevos reclutas, según denunció el jueves Mahamadú Issufu,
presidente de Níger.
Juntos, tuaregs radicalizados y terroristas de Al Qaeda han ido poco a poco
arrinconando a los moderados del MNLA pese a las concesiones que estos hicieron
para apalabrar un acuerdo con Ansar Dine en el que proclamaban un Estado
islámico y reconocían que “la legislación islámica se aplicará en todos los
ámbitos”.
“Ya casi no se les ve en la ciudad a los del MNLA, sus banderas han sido
arrancadas y quemadas”, constata entristecido al teléfono Amako, animador de
una radio local de Gao, que prefiere que no se publique su apellido ni se dé el
nombre de su emisora.
Él también está en paro porque “cuando hay luz eléctrica, nuestra
programación consiste en la lectura del Corán”. “Nos permitían también dar
noticias locales, pero renunciamos a ello cuando vimos que un colega de otra
radio, Adar Koima, fue condenado a 80 latigazos por dar una información que
incomodó a Ansar Dine”, explica. La sentencia no se ejecutó porque los imanes
de la ciudad pidieron clemencia.
Acaso sea en la mítica Tombuctú, declarada patrimonio de la humanidad por la
Unesco, donde mayor es el peso del puritanismo islámico por el que
vela una policía recién creada instalada en la sucursal del Banco Maliense de Solidaridad, no lejos del
antiguo hotel con encanto La Maison,
donde tiene ahora su sede el tribunal islámico.
“Desde que se han adueñado de la ciudad se pueden hacer dos cosas: quedarse
en casa o ir a la mezquita, porque todo lo demás es haram
(pecado)”, comenta resignado Mustafá, un funcionario árabe maliense. Es pecado,
por ejemplo, orar a los santones musulmanes —solo se debe rezar a Alá—, y por
eso los barbudos quemaron el mausoleo de Sidi
Ben Amar, el principal morabito de Tombuctú. También ametrallaron el
monumento a los mártires del levantamiento contra la dictadura militar de
Moussa Traoré, en 1991, o la estatua del jinete Alfaruk, protector de la
ciudad.
Mustafá es uno de los pocos funcionarios que, aunque no trabaja, permanece
en Tombuctú por motivos familiares. Muchos huyeron al sur, porque en el norte
el Estado ya no les puede hacer llegar sus pagas y sus casas, si eran
acomodadas, han sido incautadas.
“Se fueron los maestros y dejó de haber escuela”, señala Afalawas desde
Kidal. “Ahora solo hay madrazas (escuelas coránicas) a las que acuden varones
para aprender el Corán”, añade consternado. “Las niñas se quedan en casa”.
La agencia de la ONU que coordina los asuntos humanitarios (OCHA)
calcula que hay 167.257 desplazados dentro del propio Malí (la mayoría se
alojan con familiares en el sur) y 200.489 refugiados en otros países del Sahel
y Argelia. Es decir, que un 30% de la población ha huido.
En Ayorou, en Níger, se ha erigido un primer campamento para 13.000
refugiados. “En vez de acoger a los rebeldes como libertadores, los nómadas han
preferido sedentarizarse en campamentos”, escribe Adam Thiam en el diario Le
Républicain de Bamako. “En Tombuctú, más de la mitad de la población se
escapó”, recalca Fatuma Traoré.
El Estado, con su policía, sus maestros, sus funcionarios
municipales..., se ha replegado hasta la provincia de Mopti, de la que ha
abandonado incluso su franja más oriental colindante con el Azawad. Los
rebeldes no la han ocupado. “Somos un territorio sin ley”, afirma Ighlaf desde
Douentza, una localidad de 13.000 habitantes. “Pero, por ahora, convivimos
pacíficamente”, comenta aliviado este targui que fue camionero.
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