La italiana Dacia Maraini reaviva la memoria del
Holocausto en su novela 'El tren de la última noche'
De niña, la autora pasó dos años encerrada en un campo de
concentración en Japón
Solo 18 dijeron que no. El régimen japonés, aliado de Mussolini y Hitler,
exigió a todos los italianos que allí residían que se adhirieran a la recién
forjada Republica de Saló, el Gobierno fascista que los alemanes habían
instaurado en el Norte de Italia bajo el mando del dictador transalpino. Era
1943 y casi todos contestaron que sí. Salvo esa veintena escasa. Entre ellos,
estaba la familia Maraini. El precio del rechazo fue el campo de concentración
en el que acabaron tanto Fosco Maraini y Topazia Alliata como su hija Dacia.
“Tenía siete años. Recuerdo el hambre. Solo nos daban lo imprescindible
para sobrevivir. Y yo me comía las hormigas, la tierra”, rememora hoy, a sus 75
años, Dacia Maraini. La
escritora italiana -una de las más
conocidas de su país- se pasó dos años internada en el campo,
jugando con las piedras y soñando con que fueran pedazo de pan para comérselos.
Una experiencia inolvidable, que aun ahora, al narrarla de visita en Madrid,
parece afectarle. Y que fue “importante” para escribir El tren de la última
noche, la novela que Galaxia Gutenberg acaba de publicar en España y que Maraini presentó
el lunes en la Feria del Libro.
“Es el viaje de una periodista más allá del telón de acero que se
transforma en un viaje por el Mal del siglo XX”, resume su creación Maraini. En
busca de entrevistas para su reportaje, la joven Amara emprende en 1956 una
ruta en tren por el Este de Europa, de Austria a Hungría -donde coincide con la
revuelta contra el régimen comunista- pasando por Auschwitz. A la caza
profesional Amara suma la búsqueda del gran amor de su adolescencia, aquel
Emanuele del que tuvo que separarse cuando aún eran niños pero que jamás dejó
de enviarle cartas.
Precisamente los escritos del chico se alternan con la trama a lo largo de
461 páginas que, entre documentación y viajes, le costaron a Maraini cinco años
de trabajo; es decir, algo más que su límite habitual: “Suelo tardar tres.
Normalmente acabo una novela y la reempiezo varias veces de cero. Poco a poco,
voy mejorando los personajes y el lenguaje. Llega un momento en el que sé que
tengo que dejarla, aunque ninguno de mis libros ha salido jamás cómo habría
querido”.
Sea como fuere, de sus repetidos intentos esta vez ha salido una suerte de
Biblia de la memoria. Inspirada por el capitán Marlow de El corazón de las
tinieblas de Joseph Conrad, Maraini ha construido un personaje inocente
que, de repente, se encuentra con el mal. De una pueblerina que le cuenta a
Amara cómo Alemania se dejó embriagar por el nazismo “como ese vino malo que al
día siguiente te provoca la peor de las resacas”, a la descripción puntillosa
del campo de concentración de Auschwitz y de las cámaras de gas, la escritora
italiana lanza desde sus páginas una llamada para no olvidar el horror.
“Como dice [el filósofo francés] Henri Bergson, la memoria es como la
conciencia. Nos permite entender el presente y preparar el futuro. Un ser
humano sin raíces es un mineral, lo más alejado de la vida”, asegura Maraini.
Aun así, la autora de La larga vida de Marianna Ucría asume que, al
fallecer los últimos testigos del Holocausto, el recuerdo de aquella tragedia
corre el riesgo de hacerse borroso: “Si pierde vitalidad, la memoria se
convierte en un hecho casi literario. Por eso es importante que Auschwitz siga
igual que entonces, que se puedan ver fotos y maletas de gente que llegaba allí
sin saber que iba a morir”.
Sin embargo, a 60 años de aquella tragedia, hay partidos que la niegan,
lucen los mismos símbolos de aquellos carniceros y se cuelan en los
Parlamentos. Tras los penetrantes ojos azules de Maraini, se intuye cierta
melancolía: “Los neonazis no saben qué fue aquello. No tienen memoria ni
conciencia. Han reprimido su imaginación, que ha sido sobrecogida por su
ideología”. Para la autora cada banderita que la derecha extrema clava en el
mapa de Europa es otro disparo contra aquellos que fallecieron. “Es como si
millones de personas hubiesen muerto en vano”, remata Maraini.
En otra guerra fallecieron, hace justo 20 años, los jueces Giovanni Falcone
y Paolo Borsellino. Se enfrentaron a la mafia y se encontraron con una bomba
por la carretera. Dos décadas después, el Estado
italiano aún no ha encontrado las respuestas definitivas sobre
aquellos atentados, aunque para muchos le bastaría con mirarse en el espejo.
“Los autores han sido encarcelados. De hecho, Giovanni Brusca [el que activó el
mando de la bomba que asesinó a Falcone, su mujer y tres agentes de la escolta]
contó que se pasaron meses construyendo un túnel en la autopista. ¿Cómo puede
ser que nadie los viera?”, se interroga la escritora.
Cosas que ocurren en un país que, como señala la autora, tiene “60
diputados investigados por relaciones con la mafia”. Y que se ha pasado los
últimos 20 años bajo el Gobierno de un empresario que lavaba el cerebro de los
italianos a través de sus televisiones. Aunque, según Maraini, el reino de
Berlusconi ha tenido un efecto adverso positivo: “Ha compactado a los
intelectuales. Y la literatura ha vuelto al compromiso social, que había
abandonado en los setenta. Hay autores que
escriben de desempleo, inmigración, muertes por accidentes laborales”.
De un autor símbolo de la literatura italiana Maraini fue pareja durante 16
años: “Alberto Moravia
fue un hombre extraordinario, capaz de contar en modo maravilloso y atento la
realidad de Italia. Y tenía un extremo respeto de la autonomía femenina”. Algo
obvio, en muchos países, pero no en el que ocupa el puesto número 74 en el
Global Gender Gap 2011 del World Economic Forum que clasifica los Estados según
la igualdad de condiciones entre hombres y mujeres. “Sigue existiendo una
cultura que diferencia entre los dos sexos. Y el peso de la crisis lo están pagando
más las mujeres”, sostiene Maraini.
De pagar por la catástrofe económica están hartos en
general en toda Italia: “La crisis se percibe mucho y hay una protesta desde
abajo contra el derroche y el malgobierno, una reacción de indignación
auténtica”. Hay, en definitiva, italianos que dicen que no. Y, para desgracia
de quien manda, no son 18.
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