Peter Longerich sostiene en una nueva biografía que el
jerarca nazi padecía un trastorno narcisista y no fue en realidad una figura
tan relevante del régimen
JACINTO ANTÓN
Barcelona 16 JUN 2012 - 19:00 CET
Goebbels e Leni Riefenstahl, 1937 |
Es uno de los nazis menos apreciados, y valga el sarcasmo, que era una de
sus figuras retóricas favoritas. A Joseph Goebbels, uno de los más famosos
dirigentes del III Reich, se le ha calificado de Mefistófeles del partido,
demagogo vil y disoluto, y, menos finamente, de cojo satánico y enano iracundo.
Victor Klemperer lo define en sus diarios como “el más venenoso y mendaz de
todos los nazis”. Goebbels (Rheydt, 1897-Berlín, 1945, suicidado y chamuscado
—no consiguieron quemar del todo su cuerpo— en el Führerbunker) ha sido
probablemente el propagandista más famoso de la historia. Medía poco más de
metro y medio y padecía desde niño de atrofia y parálisis crónica del pie
derecho, lo que provocó comentarios irónicos sobre sus peroratas acerca de la
superioridad de la raza aria, en la que generosamente se incluía. Sus defectos
físicos (y no digamos morales) no le impidieron disfrutar de numerosas
aventuras sexuales, que consignaba puntualmente en su diario, y ganarse
merecida fama de rijoso. Vocero de Hitler, antisemita radical despiadado, gauleiter
de Berlín, ministro de Propaganda del régimen más atroz de la historia de la
humanidad, Goebbels, el Savonarola pardo, fue un fanático predicador de la
violencia nazi y su humeante rastro puede seguirse desde las luchas callejeras
hasta la declaración de guerra total.
A tan edificante individuo ha dedicado una nueva biografía, monumental como
suele (1.052 páginas), el gran especialista en el III Reich y el Holocausto
Peter Longerich, autor ya de otra colosal y reveladora obra sobre Heirich
Himmler (RBA, 2009). Longerich (Krefeld, Alemania, 1955), profesor de historia
contemporánea en la universidad de Londres, sigue en Goebbels (RBA,
2012) el discurrir vital y político del personaje, desde su crisis de
intelectual fracasado necesitado de un propósito en 1923 hasta su decisión de
morir con su familia junto a Hitler en abril de 1945, ofreciendo una visión
completa del mismo y en buena medida muy novedosa. ¿Cree que era el nazi más desagradable?,
le pregunto. “No sabría decirle, me parece una competición muy extraña”.
El historiador sostiene que Goebbels sufría de “un trastorno narcisista de
personalidad” que le hacía buscar adictivamente el reconocimiento y el elogio,
y que fue lo que cimentó su dependencia de Hitler, al que convirtió en el ídolo
al que subordinarse para recibir legitimación y gratificación. Ese narcisismo
patológico, basado probablemente en una falta de atención materna en la
infancia y en el que no influyó su minusvalía física, señala Longerich,
“explica la casi absoluta devoción a Hitler, su obsesión con su propia imagen y
el hecho de que pasara una considerable parte de tiempo enzarzado en largas
batallas contra sus competidores en el entorno de Hitler”.
Sorprendentemente, Longerich retrata a un Goebbels mucho menos importante
en el seno del régimen de lo que se creía. ¿Ha sido Goebbels pues
históricamente sobredimensionado? “Así es. Y de alguna manera seguimos siendo
víctimas de su propaganda y sobrevalorándolo. Como muestro en el libro, muy a
menudo no estuvo involucrado en el proceso de toma de decisiones. Esa situación
no cambió durante la guerra, pero Hitler se encontraba con él cada cuatro o
seis semanas para conversaciones privadas y eso le proporcionaba la sensación
al ministro de ser el más cercano asesor del líder. Gobbels nunca se dio cuenta
de cómo era manipulado y usado por Hitler”. En su libro, Longerich muestra cómo
una y otra vez Goebbels se encuentra ante decisiones de gran calado de las que
no ha sido informado previamente y que incluso le cogen con el pie cambiado,
valga la expresión.
Eso no quiere decir, por supuesto, que Goebbels fuera inocente de los
crímenes nazis. “Tuvo un papel activo en la radicalización de la persecución de
los judíos, en particular en su doble papel de líder del partido en la capital
y como ministro de propaganda y jefe del aparato de propaganda del partido”.
En la visión de Longerich, Goebbels no es tampoco el gran propagandista que
se nos ha hecho creer. “El problema es que una de las fuentes principales para
estudiar a Goebbels es su propia propaganda, y hemos estado bajo el influjo de
ella. Goebbels fue por encima de todo un propagandista de sí mismo, tratando de
convencer al mundo de que era un genio de la propaganda capaz de unir a toda
Alemania detrás de Hitler. La historia del éxito de su sistema de propaganda es
parte esencial de esa misma propaganda. Tenemos que tener presente que las
fotografías, metraje y otras fuentes que normalmente usamos como evidencia de
su éxito para manipular al pueblo alemán fueron producidos en el ministerio de
Propaganda, con un propósito principal: crear ese mito”.
Dicho esto, Longerich reconoce que Goebbels fue un innovador al utilizar en
la propaganda política el modelo de los anuncios comerciales que estaban
entonces bajo el influjo de la publicidad llegada desde EE UU y que se basaban
en que se podía inducir el comportamiento de los clientes con estímulos
relativamente simples, en parte subconscientes. En cierta manera, pues,
Goebbels fue el Donald Draper de los nazis.
Otra característica inesperada que destaca Longerich es la falta de ideas
políticas claras de Goebbels. “Me sorprendió la ausencia de conceptos o
visiones políticos en su obra. Tras leer miles de páginas en sus escritos no
queda claro qué tipo de sociedad o sistema político prefería o cuáles eran sus
ideas básicas acerca de la política exterior o la Europa dominada por los
nazis. Para él, la cuestión central fue siempre su propia posición en el
régimen, o mejor dicho, cómo él y su obra eran percibidos por Hitler. Podría
decirse que en política estaba más interesado en el envoltorio que en el
contenido”.
Le pregunto a Longerich qué opina de la parte de seductor de Goebbels que
incluye dobletes dignos del Jardín prohibido de Sandro Giacobbe y
apreciaciones de su propio atractivo que no desentonarían en Torrente (“No
tengo tiempo para entregarme del todo a las mujeres”, escribió en su diario,
“misiones mayores esperan por mí”). ”Creo que ante todo ha de ser vista como
parte de su carácter narcisista. Su éxito con las mujeres —en muchos casos actrices
cuyas carreras dependían de él— le servía de estímulo para autosatisfacer su
propia personalidad”.
Pese a ser un libro profundamente centrado en lo político, la biografía de
Longerich dedica especial atención a la extravagante relación que mantuvieron
Goebbels, su esposa Magda (la Medea nazi) y Hitler. “La he descrito como un
triángulo, sin especular sobre el elemento sexual. Me parece fascinante hasta
qué punto Goebbels permitió a Hitler convertirse en parte de su familia y cómo
le dejó tomar decisiones básicas que concernían a su vida privada”. Longerich
señala que hubo flirteo entre Magda y Hitler, lo que provocaba celos torturante
en Goebbels, que debía reprimirlos porque, demonios, el Führer era el Führer.
¿Se podría hablar de amistad entre Hitler y Goebbels? “No creo que Hitler
tuviera ningún amigo personal. Y en el caso de Goebbels, admiraba a Hitler y
era extremadamente dependiente de él. No llamaría a eso amistad”. ¿Qué pena
habría recibido Goebbels de no haberse suicidado en el búnker de la cancillería
y haber comparecido ante el tribunal de Nurenberg? “Sin duda, ejecución”.
Longerich explica que su próximo libro, que ya ha
empezado, será otra biografía de un jerarca nazi —le ha cogido el gusto al
género—, aunque no quiere revelar aún el nombre. Lo que es seguro es que no
será el este año tan de moda Heydrich. “Personalmente no lo encuentro un
candidato adecuado para otra biografía”.
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