Hay tantos exilios como exiliados y no hay una manera
única de entender el inmenso éxodo que se produjo al terminar la Guerra Civil.
Salieron cientos de miles de españoles con sus hijos. Nuevos libros siguen
recuperando la memoria de los desterrados
Moscú. “Lo más extraño es el invierno
ruso. Caminar por la calle y ver en los árboles los encajes que ha hecho la
nieve. Ese país tan grande, hecho de paisajes que permanecen inalterables
durante kilómetros y kilómetros, tiene un invierno muy duro, pero su belleza es
incomparable”. Katya, hija del militante comunista Francisco Abad, nació en
Kolomna, a 100 kilómetros de Moscú, un año después de terminar la Guerra Civil
que llevó a sus padres a ese remoto exilio. Lleva ya años viviendo en Gijón,
donde ha escrito sus memorias, pendientes de publicación. Cuenta allí su
historia, la de una moscovita que nunca dejó de ser española, o si se prefiere:
la de una española que fue rusa de la cabeza a los pies. “Y que creyó
profundamente en la revolución, y que luchó por cambiar el mundo. Seguramente
uno de los momentos más duros de mi vida fue cuando murió Stalin. Yo crecí
creyendo que era un dios intocable, un hombre que luchaba por los más
desamparados, y me tocó comprender entonces que había sido un perfecto
canalla”.
Prats de Mollo. “Mi madre era una mujer muy
tímida, así que sus padres decidieron acompañarla para que saliera de una vez
de España, del infierno de la guerra. Iba pendiente de sus dos hijos pequeños
cuando el tren se detuvo. Los padres de mi madre pensaron que la aventura había
acabado y le sugirieron entonces que se armara de valor antes de que llegaran
los franquistas para obligarlos a regresar: que dejara el tren y que siguiera
sola con sus retoños. Así que fue hacia la puerta, la abrió, pero no fue capaz
de dar el salto: nevaba, el frío era insoportable, no se veía nada en la
oscuridad de la noche. Decidió quedarse. Al día siguiente partieron hacia Prats
de Mollo, al otro lado de la frontera. Llegaron: ¡lo habían conseguido! Podían
empezar de nuevo. Si mi madre hubiera saltado por aquella puerta la noche
anterior, todo hubiera terminado: el tren se había detenido al lado de un
precipicio”. María Luisa Capella nació unos años después, ya en México. Ahora
recuerda la salida de su madre de España —su padre estaba en el frente— como un
lejano episodio que salió bien. Las cosas, sin embargo, pudieron haber
terminado de otra manera.
México. Mari Carmen, hija de Tomás Bilbao,
uno de los fundadores de Acción Nacionalista Vasca y ministro sin cartera en el
último Gobierno de Juan Negrín, el que luchó por la República hasta el golpe de
Casado, sigue viviendo en México, donde se casó con uno de los nietos del
escultor Mariano Benlliure. “En cuanto terminaba el colegio nos reuníamos en el
Centro Vasco”, cuenta de sus primeros años en el exilio. “Éramos un grupo de
amigos y allí aprendíamos los bailes y las canciones tradicionales. Incluso probamos
con el euskera, pero era endemoniadamente difícil y terminamos abandonando.
Nunca supimos nada de política, mi padre jamás nos habló de sus ideas. Pero a
los mayores les gustaba escucharnos cantar y bailar las cosas de su tierra y lo
hacíamos por ellos. Para tenerlos contentos”.
México. “Ramón Gaya decía que hay tantos
exilios como exiliados”, explica María Luisa Capella. Su marido, que falleció
en noviembre pasado, fue el poeta Tomás Segovia. En uno de sus textos, recogido
en Digo yo, se ocupa de lo que significa el exilio y empieza por reconocer que
cada experiencia es única, que no se puede generalizar. Segovia cuenta ahí que
él perteneció a una clase muy particular, la de los niños: “Para empezar, yo no
fui al exilio, a mí me llevaron. Y por supuesto, no dejaba nada atrás; toda mi
vida estaba por delante”, escribe. Y reconoce que tuvieron suerte: “Escapábamos
a las persecuciones o exclusiones que sufrían los derrotados en España, pero
también al oscurantismo, al aislamiento y al embotamiento de la moral y la
sensibilidad de los vencedores”. “El exilio era para mí una condición, pero no
una identidad”, apunta Tomás Segovia. “Era algo que me caracterizaba, pero no
me definía. Yo no podía hacer de un mundo perdido el centro de mi vida”.
María Luisa Capella lleva un tiempo trabajando en el Centro de Estudios de
Migraciones y Exilios (CEME), que depende de la UNED. Si cada exilio es único y
diferente, lo que quiere esta institución es reunir la máxima documentación
posible sobre todos aquellos que no tuvieron otra alternativa que la de ir
errando por el mundo o la de tener que reinventarse de nuevo en un sitio
diferente al que los vio nacer. No una única historia, contar todas las
historias. Difundirlas e investigarlas.
Orleans. “Poco antes de que entraran los
alemanes, tuvimos que salir de París en aquella evacuación famosa que tantas
veces se ha contado”, recuerda Mari Carmen Bilbao. “El coche era muy grande,
íbamos en él mis padres, los siete hermanos y el chófer. Antes de llegar a
Orleans, se estropeó y los hombres se quedaron para apartarlo a la cuneta y
para ver si lo arreglaban. Seguimos con mi madre rumbo a Burdeos, padeciendo
los ataques de los aviones alemanes. Fueron veinte días de suplicio, caminando,
avanzando de tanto en tanto en un tren o en un camión de soldados. Siempre bajo
las bombas. Al fin nos reunimos todos y todavía hubo tiempo para que muriera mi
hermano: tuvo una peritonitis y no se pudo conseguir penicilina para salvarlo.
Salimos al fin de Marsella hacia Casablanca. Allí nos alojaron en un cuartel
vigilado por senegaleses y pillé la sarna. Me la curé en el Nyassa, el barco
que nos trajo a México”.
La historia de Tomás Bilbao, y de su familia, la han contado Marina Pino y
Jon Juaristi en A cambio del olvido. “Hace muy poco, el 14 de abril,
hubo un acto en el Ateneo de México con una exposición de acuarelas de desnudos
que fue pintando mi marido, que murió hace unos años”, dice Mari Carmen Bilbao.
“Aproveché para volver a gritar ‘¡Arriba la República!’. Ya es hora de que se
vayan los reyes, ¿no le parece?”.
Bogotá. “Cuando estalla la catástrofe de
la guerra, mi padre decide no regresar y prefiere empezar una nueva vida”,
cuenta don Julián, el señor de los mosquitos, hijo de Luis de
Zulueta y sobrino de Julián Besteiro, el político socialista. “Mi padre,
durante el tiempo que fue ministro de Estado en el Gobierno de Azaña, participó
en las negociaciones de paz entre Colombia y Perú tras la guerra que se
desencadenó en 1932 cuando tropas de este último país ocuparon Leticia, una
ciudad del Amazonas. Las conversaciones fueron un éxito y mi padre tuvo muy
buena sintonía con el representante colombiano, Eduardo Santos, director de El
Tiempo y político liberal que fue presidente entre 1938 y 1942. Fue quien
lo invitó a instalarse en Bogotá y le dio trabajo. Así que estudié medicina
allí”. Unos años más tarde, convertido en epidemiólogo, Julián de Zulueta entró
en la Organización Mundial de la Salud, y se embarcó en distintos proyectos
—sobre todo de lucha contra la malaria— que lo llevaron a tantos sitios que su
enumeración no entraría en esta página: India, Malasia, Suiza, Grecia, Panamá,
Uganda, Líbano, Siria, Irán, Irak, Afganistán, Jordania… Regresó a España
después de la muerte de Franco, y fue alcalde de Ronda entre 1983 y 1987.
Buenos Aires. En De mis pasos en la
tierra, Francisco Ayala recogió sus impresiones tras llegar a Argentina al
finalizar la Guerra Civil: “Súbitamente, todo el laborioso proyecto de mi vida
se me mostraba ahora impracticable, inválido, nulo. De repente me había quedado
sin expectativas claras, sin puntos de apoyo conocidos, sin un suelo firme en
el que apoyar los pies ni caminos trazados por donde adelantar mis pasos. Para
mí —como para cuantos a lo largo de la historia lo han sufrido— el exilio
implicaba nada menos que la manera de improvisar una manera por completo nueva
de hallarme instalado en el mundo”.
Moscú. Los españoles que vivían en Moscú
se reunían cada vez que podían para recordar viejos tiempos, comer y beber
juntos, cantar canciones, ver películas. “Siempre me llamó la atención”, cuenta
Katya Abad, “observar cómo aquellos ojos tristes de los amigos de mis padres de
pronto rejuvenecían cada vez que veían a Sara Montiel lucir una de sus
seductoras miradas. O cuando cantaban canciones republicanas o bailaban pasodobles.
Era como si cada uno estuviera en su lugar de origen. Mis padres eran de
Almería, y regresaron en cuanto pudieron. Lo mismo hicieron muchos niños de la
guerra. Pero algunos no consiguieron adaptarse bien, y volvieron a Rusia.
España no tenía nada que ver con ellos, pero tampoco eran felices en su país de
adopción”.
Katya Abad estudió periodismo, trabajó 11 años en Radio Moscú y luego fue
enviada a La Habana para trabajar en la revista Cuba que se editaba en
español y ruso. Fue solo el inicio de una larga carrera que la llevó a la
Argentina de Perón o a Chile, donde asistió a la caída de Allende. “En las
fiestas que se organizaban entre los exilados para recibir el nuevo año, desde
siempre, desde que tuve uso de razón, escuchabas en el momento de los brindis
la misma frase una y otra vez: ‘El año que viene será en España’. Solo dejé de
oírla cuando salí de la Unión Soviética, y se quedaron ellos, que seguirían
repitiendo aquello sin perder nunca la esperanza”.
Sarawak. “Cuando me propusieron en la OMS
que me trasladara para combatir la malaria a Sarawak, en la isla de Borneo,
tuve que acudir a la Enciclopedia Británica para saber dónde estaba”, explica
Julián de Zulueta, que le contó las historias de su vida a María García Alonso
en Tuan Nyamok. El título es el nombre que le dieron allí los dayak, y
significa “el señor de los mosquitos”. “Quería que mensualmente un enfermero
tomara muestras de sangre entre los habitantes del lugar para saber si los
mosquitos seguían transmitiendo la enfermedad, pero se negaron. Así que tuve
que amenazarlos con irme. Y entonces transigieron. Había sido el primer médico
que los visitó en sus viviendas, las casas largas, y me cogieron mucho
cariño”.
Nueva York. “Hay varios tipos de
exilio”, explica Nicolás Sánchez Albornoz, y los suyos, que han sido varios,
fueron todos un poco raros. “En el primero no tomé la decisión, fue mi padre el
que tuvo que salir al principio de la guerra y nos llevó a todos a Burdeos. No
fue una experiencia tan terrible como la que vivieron otros después, fui un
niño privilegiado: estuve con mi familia, y no abandonado como tantos niños de
la guerra. Cuando la Gestapo le pisaba los pies a mi padre tras la ocupación de
Burdeos por el Ejército alemán, tuvo que irse a Argentina y nos tocó volver a España
con mis abuelos. La siguiente vez que salí al exilio ya fue cosa mía. Tenía la
opción de quedarme en la cárcel de Cuelgamuros y cumplir condena, o huir.
Preferí arriesgarme: de las 44 fugas de aquel penal que hubo entre 1943 y 1948,
solo salió bien la que protagonizamos Manolo Lamana y yo. Nos instalamos en
Buenos Aires, donde gobernaba Perón. Cuando en 1968 se produjo allí un golpe
militar, el del general Onganía, hice las maletas. Fue mi exilio argentino,
una especie de doble exilio: al que me alejaba de España sumé el que me llevaba
de Buenos Aires a Nueva York”.
Saint Cloud, París. Francisco
Fernández-Santos se instaló en París a principios de los sesenta. Tenía siete
años cuando los militares dieron el golpe contra la República, así que fue uno
más de los niños de la guerra. Pero de los que se quedaron. Su padre, un
maestro que militaba en las filas socialistas, no murió “de milagro”. “Vinieron
al pueblo justo cuando había salido a hacer alguna gestión, y se libró.
Fusilaron a tres de sus amigos más próximos y los enterraron en una cuneta. No
sé si sería capaz ahora de reconocer dónde los tiraron exactamente, pero sí lo
sabía por entonces”.
En Azulejo. Un niño en la gran tormenta, vuelve sobre su
adolescencia y establece un diálogo con el muchacho que fue entonces, en los
años duros de la posguerra. Fernández-Santos estudió derecho y filosofía en
Madrid y se fue incorporando a la lucha antifranquista con los socialistas. “A
mi mujer le salió un trabajo en París, y fue mi oportunidad para escapar de la represión
ideológica del franquismo, de sus hostilidades. Trabajé intensamente en los
círculos intelectuales del exilio: estuve muy cerca de Ruedo Ibérico, y tuve
grandes amigos con los que combatí contra la dictadura. Dionisio Ridruejo fue
uno de ellos. No hay que olvidar que París era el lugar donde los españoles y
latinoamericanos acudían para respirar libremente el aire de Europa, y cuantos
luchábamos contra Franco siempre creíamos que el régimen terminaría por caer.
Por eso, seguramente, lo más duro del exilio fue ver cómo iban muriéndose, uno
detrás de otro, los republicanos que se instalaron aquí al terminar la guerra.
Y sin lograr ver la caída de Franco y el regreso de la democracia”.
París. “Estuviera donde estuviera, nunca
olvidé a los que se quedaron dentro y, en la medida de mis posibilidades,
intenté luchar contra el franquismo”. Nicolás Sánchez Albornoz ha contado sus
peripecias en Cárceles y exilios, publicado hace poco. “Lo que quiero
decir es que no siempre es incompatible integrarse en el país de adopción, como
me pasó a mí en Argentina, y seguir en la batalla contra la dictadura. A
principio de los sesenta pasé una temporada en París, y volví con renovados
bríos a luchar contra Franco. El régimen se estaba abriendo, pero conservaba
intacta su impronta autoritaria, y hacía falta hacer una oposición distinta de
la que se había hecho hasta entonces. Fue cuando nació Ruedo Ibérico: el
desafío en el que se embarcó el exilio para desmontar con las armas de la
inteligencia la infamia de la dictadura”.
Veracruz. Ahora se ha reunido en un
único volumen, La guerra perdida, la trilogía de novelas donde Jordi
Soler reconstruye la historia de una familia de catalanes exiliados en una
selva de México. “Aunque creciera en una atmósfera insalubre y llena de mosquitos,
mi infancia fue magnífica. Pensaba que el resto del mundo era exactamente igual
que yo, que todos eran niños catalanes que vivían en una selva cafetalera. Solo
más tarde empecé a darme cuenta de que aquello era excepcional. Ocurrió cuando
trabajaba como diplomático en Dublín. Fue cuando descubrí que formaba parte de
una familia que siempre hablaba de conquistar el futuro y seguía anclada en el
pasado. Vivíamos en Veracruz, pero andaban pendientes de Serrat, de Marsé, de
los resultados del Barcelona”.
El exilio toca también a los nietos. Se fueron los abuelos, arrastraron con
ellos a los hijos, luego llegaron los hijos de los hijos. “Soy un híbrido”,
dice Soler. “Técnicamente soy español, pero me siento mexicano. Hasta que
vuelvo a México, y entonces soy de nuevo rabiosamente español. El exilio
produce situaciones extrañas. Mi abuelo logró salvarse de los nazis en
Montauban gracias a Luis Rodríguez, un mexicano al que mandó el presidente
Lázaro Cárdenas a rescatar republicanos. Solo muchos años después pudo conocer
a su hija, que nació después de que él saliera a Francia. ‘Tú no eres mi
padre’, le dijo la niña, ‘mi padre es este’. Y le señaló entonces una vieja
fotografía en la que aparecía retratado un poco antes de salir al frente a
defender a la República”.
Páginas sin tierra
Biografía, memorias y narrativa
La guerra perdida (incluye:
Los rojos de ultramar, La última hora del último día y La fiesta del
oso). Jordi Soler. Mondadori. Barcelona, 2012. 544 páginas. 21,90 euros.
Azulejo. Un niño en la gran tormenta. Francisco Fernández-Santos.
Huerga y Fierro. Madrid, 2012. 225 páginas. 16 euros.
Tuan Nyamok [El Señor de los Mos-quitos].
Relatos de la vida de Julián de Zulueta contados a María García Alonso.
Residencia de Estudiantes. Madrid, 2011. 412 páginas. 25 euros.
A cambio del olvido. Marina
Pino y Jon Juaristi. Tusquets. Barcelona, 2011. 472 páginas. 24 euros.
Destinada al crematorio. De Argelès a Ravensbrück.
Mercedes Núñez Targa. Traducción de Pablo Iglesias Núñez y Ana Bonet Solé.
Renacimiento. Sevilla, 2011. 216 páginas. 16 euros.
Obras completas I. Narrativa
(incluye, entre otros, Los usurpadores y La cabeza del cordero).
Francisco Ayala. Edición de Carolyn Richmond. Galaxia Gutenberg-Círculo de
Lectores. Barcelona, 2012. 1.534 páginas. 66 euros. / Francisco Ayala en ‘La
Nación’ de Buenos Aires. Irma Emiliozzi (editora). Pre-Textos. Valencia,
2012. 498 páginas. 30 euros. / Francisco Ayala y la Universidad Nacional del
Litoral. Luis A. Escobar. Fundación Francisco Ayala. Granada, 2011. 210
páginas. 15 euros.
Historia y ensayo
Obras completas III (incluye,
entre otros, El hombre y lo divino, España, sueño y verdad y La tumba
de Antígona). María Zambrano. Edición de Jesús Moreno. Galaxia
Gutenberg-Círculo de Lectores. Madrid, 2011. 1.536 páginas. 35 euros.
El exilio republicano de 1939 y la segunda generación.
Manuel Aznar Soler y José Ramón López García (editores). Biblioteca del Exilio
/ Editorial Renacimiento. Sevilla, 2012. 1.184 páginas. 50 euros.
Diccionario biográfico del exilio español de 1939: los
periodistas. Juan Carlos Sánchez Illán (director). Fondo de
Cultura Económica. Madrid, 2011. 594 páginas. 25 euros.
Páginas web
Centro de Estudios de Migraciones y Exilios: http://www.cemeuned.org/
Asociación para el Estudio de los Exilios y Migraciones
Ibéricos Contemporáneos: http://www.aemic.org/
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