domingo, 31 de marzo de 2013

Tras las huellas del genocidio tamil


EL PAÍS recorre el escenario de la ofensiva final de la guerra civil de Sri Lanka
Los testimonios hablan de una masacre que la ONU insta a que se investigue
Balasubramaniam Annaludchumy con fotografías de vítimas.
 / ZIGOR ALDAMA
Balasubramanian Annaludchumy recuerda: “En las últimas semanas de la guerra mi familia había estado dispersa, pero el 14 de mayo [de 2009] nos encontramos en la ‘zona segura’ que el Ejército había habilitado en Mullivaikal para proteger a los civiles, y encontramos cobijo en una casa. Estábamos felices. Pero esa misma noche cayeron varios obuses sobre el edificio. Cuando recuperé el sentido y se posó el polvo, vi a todos en el suelo. Mi marido estaba boca abajo, y al darle la vuelta descubrí que le había estallado el pecho, que estaba muerto”.
La mujer rompe a llorar, pero no detiene su relato. “Al lado estaba mi hija mayor. Se sujetaba los intestinos con las manos, y sabía que iba a morir. Por eso me pidió que salvase a sus dos hijos”. Esta tamil, originaria de la ciudad de Kilinochchi, en el norte de Sri Lanka, se las arregló para coger a los pequeños y llevarlos a un hospital del Ejército, pero allí fueron rechazados. “Había tantos cadáveres en la carretera que casi no se podía andar”.
Los dos niños perecieron pocas horas después del ataque, del que el Gobierno niega ser el autor a pesar de que los proyectiles utilizados fueron los que usaba habitualmente el Ejército, y no los de la guerrilla de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE). Los combates se habían reanudado, así que Annaludchumy tuvo que abandonar los cadáveres de su familia y esconderse en una zanja. Tres días después, el presidente ceilanés, Mahinda Rajapaksa, anunció la muerte del líder rebelde, Velupillai Prabhakaran, y declaró el fin de 26 años de una guerra civil que ha enfrentado a la etnia mayoritaria cingalesa —budista— y a la minoría étnica tamil —hinduista—.
Según el mandatario, la ofensiva final fue un éxito porque no se cobró la vida de ningún civil. Annaludchumy explica que ese discurso triunfalista es la razón de que en el certificado de defunción de sus cinco familiares aparezca como fecha de la muerte el 15 de marzo y no el 15 de mayo. “El Gobierno miente”, sostiene la mujer. Como ella, todos los supervivientes entrevistados para este reportaje aseguran que los soldados atacaron deliberadamente las “zonas seguras” en las que se refugiaban.
Esa sospecha ha empujado a la ONU esta semana a aprobar una resolución con la que presionar al Gobierno de Sri Lanka para que investigue la masacre —que la organización considera que podría alcanzar las 40.000 víctimas— entre octubre de 2008 y mayo de 2009. Van aún más lejos trabajadores de diferentes agencias de Naciones Unidas que critican la tibieza del informe sobre los hechos presentado en noviembre por su secretario general, Ban Ki-moon. Desde el anonimato, uno expone su molestia: “El texto incluye acusaciones contra el Ejército por atacar la zona designada como ‘libre de combate’ con bombas, misiles, artillería, bazucas y armas ligeras. Allí se habían refugiado 330.000 personas, pero Ban se ha limitado a lamentar que la ONU haya fallado de nuevo en su misión. Las presiones, que llegan no solo de Sri Lanka sino también de China e India, han impedido que se diga con claridad que lo sucedido fue un genocidio”.
Basta con echar un vistazo a los arcenes de la carretera de Mullivaikal para confirmar que el Ejército en sus embestidas contra los tamiles no solo atacó objetivos militares. Autobuses, camiones, coches y triciclos motorizados aparecen reducidos a un amasijo de hierros. Componen un escaparate del horror que está protegido de las cámaras por soldados apostados cada 50 metros con un AK-47. Los vehículos no pueden detenerse, y los militares exigen revisar el material gráfico de todo sospechoso de haber retratado esa metálica montaña de vergüenza.
El obispo de Mannar, Rayapu Joseph, vivió en primera persona el fin de la guerra y ha recogido decenas de testimonios. Sostiene que los militares han quemado miles de cadáveres para destruir pruebas, y describe la operación como “una masacre que se inscribe dentro de un proceso de limpieza étnica que continúa en todos los frentes”. Un buen ejemplo de ello es el “poblado modelo” de Keppapillavu, que pretende ser un ejemplo de reconstrucción y se queda en espejo del apartheid.
Aquí han sido reubicadas 115 familias tamiles que lo perdieron todo en la ofensiva final. Pero, en contra de lo que asegura el Gobierno, Tharmaragini, una mujer que reside en una de las chabolas sin agua corriente ni electricidad con los cinco familiares que han sobrevivido a la guerra, explica que no ha tenido que abandonar su casa porque haya sido reducida a escombros. “Se la ha quedado el Ejército”, afirma. Y no es la única. M. Mathusamy, un agricultor que construye su propia vivienda unos metros más allá, cuenta algo parecido: “Nos han arrebatado la tierra para construir asentamientos de cingaleses, y ahora nosotros no tenemos de qué vivir”.
Esta estrategia, que incluye la reordenación administrativa de municipios y provincias para evitar que la población tamil tenga mayoría, busca diluir la fuerza social y política que permitió al LTTE gobernar, de facto, el tercio norte de la isla. Pero también es la principal razón por la que el fin de la guerra no ha supuesto el fin del conflicto. Organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos, como Human Rights Watch, advierten de que el resentimiento tamil hacia el Gobierno ha aumentado con la represión.
“Hay buenas razones para la lucha, porque el Gobierno nos priva de derechos básicos”, afirma Elango, un activista tamil. “Antes de la colonización existían diferentes reinos que respondían a una compleja realidad que los británicos trataron de homogeneizar sin éxito”, analiza. “Ahora, la Constitución unitaria y el carácter dictatorial de Rakapaksa son escollos insalvables para buscar una solución dialogada al conflicto, y no podemos olvidar que la guerra se cerró con una masacre a la que ha seguido la desaparición de miles de personas”.
El hijo de Thava Malar es uno de ellos. “Durante la última batalla, el LTTE estaba desesperado y obligó a todos los hombres del pueblo a luchar con ellos. Se llevaron a nuestro hijo, de 16 años, que, afortunadamente, sobrevivió a los combates”. El adolescente regresó a casa terminada la guerra, pero una noche, 20 días después, desapareció. Su madre está convencida de que el Ejército se lo llevó. “Aquella noche hubo patrullas, y luego hemos recibido noticias de dos personas que aseguran haberlo visto en instalaciones militares”.
La impotencia de miles de personas como Malar y la impunidad del Gobierno pueden prender de nuevo la lucha armada, asegura Elango. Él considera que los miembros del LTTE son “héroes que murieron por la libertad de los tamiles”, pero es consciente de que la organización —considerada terrorista por multitud de países— cometió graves errores que no debe repetir, como el asesinato del primer ministro indio Rajiv Gandhi. “Además, durante la batalla final, el LTTE exigía a cada familia tamil que aportase hombres a la lucha. En los últimos días incluso usó a la población civil como escudos humanos, algo que muchos nunca olvidarán. Si queremos tener éxito necesitamos promulgar un sistema que sea justo y humano”.
Este activista cree que no volverá a surgir un ejército como el que tenía el LTTE, sino que se optará por una táctica de guerrilla. “Creímos que Obama detendría la masacre, pero hemos confirmado que la comunidad internacional se pliega ante los intereses económicos”. Elango apunta a la emergencia de China e India: “Esos países ayudaron al Gobierno con la ofensiva final para hacerse con todo tipo de contratos, y por eso ahora sus grandes empresas están liderando el lucrativo proceso de reconstrucción”.

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