sábado, 29 de decembro de 2012

El guardián del cine libre cumple 90 años


La Serpentine Gallery de Londres le dedica una restrospectiva que celebra su trayectoria
El Centro Pompidou de París proyecta sus 'Correspondencias' con José Luis Guerín
Y por fin se edita en España parte de su obra y su película fundamental, 'Reminiscencias de un viaje a Lituania'
Desde las páginas de su hoy mítica revista Film culture, Jonas Mekas proclamaba en 1962 las consignas del “nuevo cineasta”. “Como el nuevo poeta, el nuevo cineasta no está interesado en la aceptación pública. El nuevo artista sabe que la mayor parte de lo que hoy se publica está corrupto y distorsionado. Sabe que la verdad está en algún otro lugar, no en The New York Times ni en el Pravda… Le importa más el destino del hombre que el destino del arte, que las provisorias confusiones del arte. Criticáis nuestro trabajo desde un punto de vista purista, formalista y clasicista. Pero os decimos: ¿Para qué sirve el cine si se pudre el alma del hombre?”
 Mekas, el hombre que rompió barreras en el lenguaje cinematográfico, que asaltó primero las calles con su cámara Bolex y después con una de vídeo, que borró las fronteras entre documento, ficción y retrato íntimo, que convirtió paisajes reales en oníricos, que filmó un puzle infinito de experiencias personales, y sobre todo, que nos enseñó que se puede hacer cine, gran cine, de una forma profundamente libre, cumple hoy 90 años. Una retrospectiva en la Serpentine Gallery de Londres, la llegada de sus Correspondencias con José Luis Guerín al Centro Pompidou de París y la edición por fin en España de parte de su filmografía (Jonas Mekas: diarios) a cargo de Intermedio, celebran la importancia de un hombre sin el que es imposible entender los derroteros del cine actual. Uno de los padres fundadores de esa “nación independiente” que emergió en los años sesenta en Nueva York y San Francisco para contagiar después el espítritu de hombres y mujeres del mundo entero.
El gran referente del cine underground norteamericano nació en Lituania en 1922. Llegó a Estados Unidos en 1949 después de un doloroso viaje del que, pese a su vital carácter, jamás se ha recuperado. Reminiscencias de un viaje a Lituania (1972) abre la edición en España de su cine. Es, para muchos, su obra fundamental. Una conmovedora película sobre raíces, caminos, aceras y bosques perdidos. Paisajes milagrosamente revividos y recuperados por el cine. Mekas reconstruye sus recuerdos con el poder de un chamán, de un poeta. La búsqueda de una identidad desfigurada por la historia y reconstruida gracias a una simple máquina: la cámara. El amor por el cine se presenta como algo que jamás podrá ser accidental o accesorio. ¿Acaso existe algún otro artilugio capaz de devolvernos un tiempo ya perdido?
Reminiscencias de un viaje a Lituania recoge sus primeros pasos en el barrio de Williamsburg, en Brooklyn, su regreso al campo de trabajo alemán donde fue internado junto a su hermano Adolfas por los nazis y la vuelta a su pueblo natal, Seminiskiai, después de 27 años sin poder acercarse ni a su tierra ni a su madre. Ambos habían abandonado a la fuerza Lituania durante la II Guerra Mundial para ingresar en un campo de trabajo del que huyeron rumbo a Dinamarca, primero, y EE UU, después. “Aún somos personas desplazadas, y el mundo está lleno de personas como nosotros”, narra en el filme. “Aún sigo mi viaje rumbo a casa”.
Ese hogar perdido, que para Jonas Mekas es el territorio de la infancia, es el asunto medular de su cine. Él suele rememorar cómo de niño le gustaba cantarle a su padre las cosas que le habían ocurrido durante el día. “Y durante mi vida no he hecho otra cosa que intentar capturar la intensidad de aquellos momentos”. Otro recuerdo recurrente de su infancia justifica su rechazo a cualquier forma de poder: “Con toda mi inocencia salí a la carretera a fotografiar los tanques rusos. Pero un militar destruyó con sus botas mi cámara. Era mi primera cámara. El principio de todo. Y ahí sigue, destrozada en el suelo”.
Mekas es demasiado viejo y sabio para alimentar el estéril debate que contrapone el cine experimental con el comercial. “De igual manera que la prosa jamás es contraria a la poesía, entre otras cosas porque muchas veces los límites no están tan claros, no se puede contraponer el cine de ficción, el de Hollywood, el comercial, con el de vanguardia y experimental. Son formas diferentes pero nunca contrarias”.
Guardián de la memoria cinematográfica desde el Anthology Film Archives (institución única en el mundo que cataloga, preserva y exhibe películas de todo tipo) Mekas lleva décadas intentando construir, fotograma a fotograma, su propia memoria. Sobrecogedora burla al tiempo de un hombre que hoy celebrará, (¿acaso alguien lo duda?) cámara en mano, sus 90 años.

venres, 28 de decembro de 2012

Nuestro hombre en Waterloo


Ildefonso Arenas revive la decisiva batalla en una novela monumental centrada en el general español Miguel de Álava, ayuda de campo de Wellington
Piso en este día gris el embarrado campo de batalla de Waterloo y la tierra parece rezumar sangre bajo mi bota. Hasta donde alcanza la vista estamos solos a excepción de una bandada de cuervos que aparecen en nuestro flanco izquierdo como un remedo de los negros jinetes de Blücher, los húsares de la muerte, llegando a tiempo aquel 18 de junio de 1815 para el festín de la victoria al grito de “¡keine gefangenen!”, (¡sin prisioneros!). Impasible entre la ventisca, con las espesas cejas que le dan un aire de mariscal ruso casi heladas, Ildefonso Arenas revive el combate, la carga devastadora de Ney contra los cuadros ingleses, el ataque final de la Vieille Garde, y el aire se llena del ensordecedor tronar de los cañones, el chasquido de los fusiles y el retumbar de la caballería. Le pediría al escritor que nos refugiáramos bajo el célebre olmo de Wellington, pero él árbol ya hace mucho que no está.
Desde ayer recorro esforzadamente con Arenas, autor de una novela monumental sobre Waterloo, los escenarios, algo dejados de la mano de Dios, de la batalla que desbarató a Napoleón y cambió el destino de Europa. Hemos visitado, en una galopada digna de Si hoy es martes esto es Bélgica tantos parajes, pueblos y monumentos (a veces camuflados cerca de un Media Markt o discutibles como el de la caballería holandesa en Quatre-Bras) que hasta durante una parada piadosa en el Museo Hergé de Louvain- la-Neuve, que nos pillaba de paso, me ha parecido escuchar entre las viñetas de Tintin el temible fragor de los coraceros. En el museo Wellington de Charleroi (antiguo cuartel general del duque), agotado, he estado a punto de echar una cabezadita en una cama, pero Arenas me ha advertido de que en ella expiró el coronel sir Alexander Gordon tras parar con la pierna en Waterloo un proyectil francés de ocho libras y quedarle el fémur saliéndole por el calzón...
Ildefonso Arenas (Madrid, 1947), una figura prácticamente desconocida hasta ahora de nuestras letras pero que cuenta ya con Carmen Balcells como agente, ha alumbrado una novela extraordinaria: por el tamaño (1.214 páginas: imaginen lo que es llevarla en Ryanair y arrastrarla por media Bélgica, lloviendo), el asunto (la última campaña de Napoleón y el antes y el después de la misma) y la calidad literaria. Es Álava en Waterloo (Edhasa) una novela histórica de las importantes, grandísimo fresco de toda una época, en la que caben sutilezas políticas, escenas de cama (o bañera: ¡Talleyrand y su sobrina!) y bailes, junto a grandes maniobras, sanguinarias acciones bélicas y salvajes amputaciones. Pese a todas las atrocidades que, al cabo relato de una guerra, no puede evitar, el libro está atravesado por una fina ironía y un gran sentido del humor.
Además, se centra en un personaje sensacional de nuestra historia al que resucita y reivindica: el militar y diplomático español “injustamente olvidado” Miguel de Álava (Vitoria, 1772-Barèges, 1843), que no sólo fue la única persona que estuvo, agárrense, en Trafalgar (como capitán de corbeta en el Príncipe de Asturias) y en Waterloo, sino que en la segunda batalla, agregado al Estado Mayor británico, lo hizo (ataviado con uniforme de general inglés) en calidad de ayuda de campo y amigo del gran vencecedor de la jornada, Wellington, al que ya había asistido en la campaña de la Península. Si Álava fue como lo pinta Arenas —él asegura que sí—, valiente, leal, efectivo (“decisivo en Waterloo, Wellington le debe parte de su gloria”) y simpático, vive Dios que habría valido la pena conocerlo. “Era como Gutiérrez Mellado, esa clase de hombre”, afirma el escritor, que considera a Álava “el militar más internacional que hemos tenido”. Liberal, ilustrado y sospechoso de masón, Fernando VII lo hizo encerrar aunque luego se lo cedió a Wellington, al que no podía negarle nada.
El itinerario con Arenas, tras encontrarnos en el aeropùerto de Charleroi, comienza de manera bastante poco prometedora en Fleurus, donde nos perdemos en busca del molino Naveau desde el que Napoleón oteó a los prusianos el 16 de junio, antes de pegarles una paliza en Ligny (“en realidad Waterloo son cuatro días y seis batallas”). Al final damos con el dichoso molino. “Ahí arriba, en una plataforma que le montaron, se situó el Emperador con el catalejo mientras las pasaba putas a causa de un cólico nefrítico. Ligny podría haber sido una batalla decisiva, pero Napoleón dejó escapar luego a los prusianos. Ahí empezó a perder la batalla de Waterloo”. Arenas, que manifiesta una curiosa predilección por los prusianos (“fueron los verdaderos vencedores de Napoleón, pero Wellington era un genio del marketing”) quiere que sigamos la ruta de retirada de éstos. Lo hacemos, en coche, al pass de charge de los grenadiers-à-pied, mientras el escritor va brindando informaciones. “Napoleón tenía el ejército lleno de prima donnas, hasta 25 mariscales en 1815; piensa que los prusianos, gente seria, tenían solo dos”. “Aquella fue una campaña de locos, todos cometieron errores, los franceses y la Séptima Coalición de los Aliados, aunque al final pasó lo que era lógico: el ejército de 220.000 hombres derrotó al de solo 125.000”. En Ligny —lugar de la derniere victoire de Bonaparte—, el museo dedicado a la atroz batalla está cerrado, pero paramos en una curva para retratar un cañón de 12 libras (“Napoleón los llamaba belles filles, este se le conoce como Le Formidable) en la cuneta. Le pregunto a Arenas, para calentarme, por ese mundo de la alta sociedad que retrata en su libro, lleno de aristócratas rijosos y duquesas y princesas casquivanas. “Si no fuera inmoral no sería interesante, en todo aquello había intereses y política, pero también mucho vicio”.
Más tarde, precisamente mientras comemos unas boulettes à la liégeoise en Lasne, Arenas explica lo de la herida de Álava. “En la campaña de España, recibió un tiro en un mal sitio, malo de verdad, y quedó averiado para procrear”. Cambio de tercio y le pregunto por la aportación de su libro a la infinidad de relatos sobre Waterloo. “He explicado la campaña en tramos horarios, algo que es original y la hace muy comprensiva, aparte de devolver a Álava su importancia en los acontecimientos”, dice. De vuelta a la batalla, admiramos en el Museo Wellington la prótesis de Lord Uxbridge, sables hallados en el campo de batalla, y el uniforme de un Royal Scot Grey, entre otras maravillas.
Al día siguiente, tras dormir entre pesadillas de dragones y lanceros, ascendemos la vertiginosa escalera del monte artificial de la Butte du Lion para ver el campo de batalla, entramos en el tan grandioso como hoy naíf panorama y nos pateamos todos los monumentos conmemorativos vecinos: a la legión alemana, a Gordon, a los belgas muertos aquel 18 de junio, al último cuadro de la Garde Impériale —dit de l'Aigle Blessé—... Pero es frente a la Haye Sainte, la granja ensangrentada clave de la posición de Wellington y que vivió uno de los combates más feroces, donde la historia, pese a los automóviles que discurren velozmente ante el edificio, parece materializarse con mayor fuerza. A los pies de los muros el ladrillo desencalado presenta un siniestro tono rojo oscuro. Es fácil evocar los “miles y miles de cuerpos, de hombres y de caballos, retorcidos en posturas imposibles” de los que habla Arenas. En la iglesia de Saint Joseph, en el pueblo de Waterloo, leemos con emoción las estelas conmemorativas de los caídos, como Alexander Hay, de 18 años, corneta del 16º de Light Dragoons.
Mientras cae la tarde visitamos el monumento a los prusianos en Plancenoit, que es el lugar favorito de Arenas, y el cementerio de la iglesia del pueblo donde la Jeune Garde masacró a un centenar de prisioneros (“Hago la guerra”, decía Napoleón, “no sin horror”). Con el ánimo ya muy sombrío llegamos a Genappe y en el pequeño puente sobre el río Dyle, hoy junto a una mercería, el escritor revive magistralmente el terrible embotellamiento de los franceses en fuga, incluida la comitiva imperial —Napoleón abandonó aquí sus carruajes para montar uno de los caballos de sus lanceros rojos y huir— perseguidos por los prusianos tras Waterloo. Fue una debacle. “Aquí desaparece la Gran Armée. Aquí acaba en realidad Waterloo”. Las vecinas Galeries du Meuble ponen una nota premeditadamente escalofriante con su letrero de Liquidation totale. Y se hace de noche.

Un libro con retratos de esclavos conmemora los 150 años de la emancipación en EE UU


"Previendo la emancipación" descubre fotos de algunos de los cuatro millones de esclavos cuando se aprobó la Proclamación de Emancipación de 1863.
El ensayo histórico demuestra, al contrario de lo que se da por sentado, que los negros esclavos pelearon por su libertad.
Los retratos revelan la fuerza, aspiraciones y orgullo de los seres condenados al sometimiento e intercambiados como mercancia.
ÁNXEL GROVE. 24.12.2012 - 08:00h
Fotogalería
Daguerrotipo de 1854, Augustus Washington
Fotogalería
En 2013 se cumplen 150 años de la Proclamación de Emancipación, los dos decretos ejecutivos dictados en 1863 por el entonces presidente de los EE UU Abraham Lincoln que anunciaban la liberación de los esclavos negros que residían en el país —unos cuatro millones según el censo de 1860—. Aunque el marco legal sólo pudo ser aplicado tras el final, en 1865, de una sangrienta guerra civil, se suele considerar que la proclamación es el inicio del fin de la ignominia de la esclavitud, admitida en quince estados de la nación, cuyos potentados aprovechaban la mano de obra negra para medrar.
El libro Envisioning Emancipation. Black Americans and the End of Slavery (Previendo la Emancipación. Los negros estadounidenses y el final de la esclavitud) es el primer volumen que se asoma al 150º aniversario. Lo firman Deborah Willis y Barbara Krauthamer. La primera es una de las fotohistoriadoras más reconocidas de los EE UU y la segunda es profesora universitaria de Historia especializada en la esclavitud.
La obra, que era esperada con ansia por los aficionados a la historia de la fotografía y está recién editada por Temple University Press, revela 150 imágenes, casi todas inéditas, que pertenecieron a esclavos. La mayoría son retratos que muestran la fuerza, aspiraciones, orgullo y compromiso de raza de la población sometida, intercambiada como mercancía y violentada por la mayoría blanca, sobre todo en los quince estados esclavistas.
Desde 1850 a 1930
Los retratos, que van desde 1850 a 1930, establecen una línea de tiempo que permite comprobar la lacerante realidad de la vida de los esclavos y el avance progresivo de la conciencia en sus comunidades. Desde los primarios daguerrotipos que servían como símbolo de autoafirmación, hasta las imágenes de las pavorosas condiciones de vida y trabajo en las plantaciones, las autoras entienden que la lectura de la colección permite afirmar, al contrario de lo que se da por sentado, que los negros esclavos pelearon por su libertad tanto como Lincoln y los políticos abolicionistas.
Las fotos muestran lo que "los negros esclavos entienden que debía ser la libertad". Ante la cámara, casi siempre manejada por anónimos fotógrafos ambulantes también negros, pero libres, posan con desenvoltura y miradas esperanzadas. Las imágenes "desafían las percepciones de la esclavitud", porque "muestran no sólo lo que los sujetos enfatizaban sobre sí mismos, sino también las formas en que los estadounidenses de todas las razas y géneros se oponían a la esclavitud".
"Una mirada luminosa"
La directora del Studio Museum de Harlem, Thelma Golden, añade que el libro "ofrece una mirada luminosa y estimulante a los hombres y mujeres que se vieron afectados por el acontecimiento histórico de la emancipación". El comisario jefe del International Center of Photography, Brian Wallis,  añade que esta es la primera obra "exhaustiva" que indaga en la imagen de los negros esclavos, sometidos a la "invisibilidad".
La historiadora Kate Masur se quejó recientemente en un artículo en The New York Times de la actitud con que el cineasta Steven Spielberg presenta a los esclavos en su última película, Lincoln (2012). Según la académica, el director se equivoca al presentar a los negros como "pasivos" y atribuir excesivo protagonismo al político, cuando existieron y están documentadas acciones de protesta y rebelión de los esclavos previas a la emancipación.
La editorial de Envisioning Emancipation permite bajar el primer capítulo del libro en formato PDF (9,3 megas) desde este vínculo.

Cando o Danubio azul foi tinguido de vermello


A obra coñecida como “Zapatos no paseo do Danubio” conmemora as vítimas do holocausto xudeu en Budapest. É un monumento emotivo que esquecen os turistas e que agocha unha triste historia de morte e desesperanza.
Por Marcos Gándara Costa | Budapest | 23/12/2012
Paseando pola turística cidade de Budapest, na beira do río que corresponde ó distrito de Pest, xusto fronte ó parlamento e moi preto da chamada Ponte das Cadeas, o camiñante atópase cunha longa ringleira de zapatos de ferro fundido dispostos en pares e sen ningún tipo de significado aparente. De feito, esta peculiar obra artística non aparece reflexada na maioría das guías de viaxe da capital húngara, polo que o visitante a miúdo abandona a cidade sen contemplala. Porén, se de algo está chea esta creación escultórica é de significado, xa que con ela, os seus creadores Gyula Pauer e Can Togay renderon tributo en 2005 ós milleiros de vítimas xudías durante a II Guerra Mundial, moi especialmente ás do Gueto de Budapest, que se atopaba arredor da zona que ocupa a Gran Sinagoga, e que foron asasinadas polo partido fascista húngaro da “Cruz Frechada”, liderado por Ferenc Szálasi quen gobernou o país entre outubro de 1944 e xaneiro de 1945, e que foi condenado a morte por un xurado popular.
O realismo da obra é tal, que dende a distancia parecen tratarse de verdadeiros zapatos, semellando que en calquera momento os seus donos poden voltar a recuperalos, pero estes non regresarán nunca máis. Para a creación destas representacións en ferro  tomáronse 60 modelos orixinais de calzado da época, e entre a infinita ringleira destacan algúns pares de reducido tamaño, pertencentes a nenos, que correron a mesma sorte que os seus maiores, por motivos que nin uns nin outros alcanzaban a entender con exactitude.
Neste sentido, e a pesar de non ser unha obra tan grande e espectacular á vista como pode ser o coñecido Monumento ó Holocausto que o famoso Peter Einsenman, creador tamén da menos alagada Cidade da Cultura, edificou en Berlín, este sinxelo homenaxe está cargado dunha fonda emotividade.
Crueldade sen límites
Aínda que o número de asasinatos de xudeus en Budapest, non é comparable ó doutros lugares, sobrepasou a nada desprezable cifra do medio millón. Ademais, é preciso sinalar que o “modus operandi” utilizado para levar a cabo o exterminio semita neste lugar está dotado dun matiz especialmente cruel, que a súa vez explica o simbolismo deste monumento. 
Así, e como aparece perfectamente relatado na película “Music Box” do xenial director francés Costa-Gavras, a situación de escaseza de balas que vivían os nazis húngaros levounos a usar habitualmente un macabro método de exterminación; atar cun arame moi apertado a parellas ou grupos de xudeus, evitando que se puidesen soltar, para a continuación disparar na cabeza a un deles, e posteriormente arroxalos ás xeadas augas do Danubio, polo que ou ben falecían afogados, por hipotermia ou no hipotético caso de que algún conseguise liberarse, a tiros. 
Macabro ritual
A pesares destas atrocidades, existen algúns superviventes, grazas ós cales hoxe temos testemuños de primeira man desta barbarie. Este macabro ritual levouse a cabo con arbitrariedade ó longo de toda a beira de río, non só no lugar específico onde se empraza o monumento conmemorativo.
E por que un monumento con zapatos?. O seu valor simbólico é moi importante polo gran valor económico que estes tiñan nese momento, xa que antes de que as vítimas fosen guindadas ó río, eran obrigadas a descalzárense, có obxectivo de conseguir sacar un beneficio económico do seu calzado. Por iso, en máis dunha ocasión, a beira do Danubio luciu, tal e como hoxe, cunha longa ringleira de zapatos, só que por aquel entón, non eran de frío ferro, sendo posible que o coiro do que estaban feitos mantivese aínda a calor corporal dos pes que ata había ben pouco gardaban no seu interior.
Os "Xustos entre as nacións"
Durante eses negros anos dúas figuras, pouco coñecidas, conseguiron salvar deste funesto destino a máis de 5000 xudeus e que os fixo merecedores a ambos, entre outras condecoracións, da de “Xustos entre as nacións”. Eran o diplomático español Ángel Sanz Briz, tamén coñecido como “O anxo de Budapest” , quen  durante o tempo no que foi cónsul do Estado español nesta cidade, por conta propia, e sen atender as posibles represalias do goberno franquista para o cal traballaba, proporcionou pasaportes españois a xudeus húngaros. Estes alegaban ter unha orixe sefardí polo que en función dun vello Real Decreto de época de Primo de Rivera, aducían ser descendentes directos dos xudeus expulsados polos Reis Católicos. 
Do mesmo xeito, e debido ó coñecemento de primeira man que tiña da situación, Sanz Briz relataría ó goberno franquista as inhumanas condicións ás que se vían sometidos os xudeus no país maxiar, aínda qu o directorio de Franco ignoraría as informacións. Tal foi a adicación deste diplomático que no seu empeño por salvar vidas, mesmo chegaría a poñer diñeiro do seu propio peto, para poder subornar as autoridades húngaras, quen por aquel entón eran uns títeres en mans dos ocupantes nazis.
Así, e a pesar da súa dedicación á causa, ante a inminente caída da capital en mans do exército vermello, a finais de novembro de 1944 o goberno español obrigou a Sanz Briz a trasladarse a Suíza. Porén, a actividade non cesaría, xurdindo a outra figura destacada á que debemos facer referencia, Giorgio Perlasca. Este italiano, veterano da guerra civil española, ocuparía o lugar do cónsul español, tendo que recorrer a enganos e a suplantar incluso a súa identidade en certas ocasións, xa que el nunca chegou a ser diplomático. Deste xeito, mantivo esta actividade ata a chegada do exército bolxevique en xaneiro de 1945, desaparecendo posteriormente e mantendo a súa historia en segredo durante mais de 30 anos. 
É unha pena cando o turista desinformado se fotografía sorrinte a carón deste sentida obra conmemorativa, introducindo incluso os seus propios pes nuns zapatos cuxa función é homenaxear a memoria de inocentes, e sen reparar nas tres sinxelas placas que en inglés, hebreo e húngaro rezan: 
 “Á memoria das vítimas
arroxadas ó Danubio
polos milicianos da cruz frechada
en 1944-45”