martes, 18 de marzo de 2014

Y Stalin convirtió al comunismo a los países de la Europa del Este


La historiadora Anne Appelbaum arroja luz sobre la sovietización tras la II Guerra Mundial

Nacida en Washington en 1964, vive desde hace 25 años a caballo de Polonia, Reino Unido y Estados Unidos. Periodista e historiadora, lleva Europa del Este y el anti totalitarismo en sus venas, dos temas siempre presentes en sus columnas de prensa y, sobre todo, en sus libros. Desde el relato de viajes que escribió en los primeros años 90, cuando acababa de caer el muro de Berlín y se desintegraba la Unión Soviética y ella viajó desde el Báltico al Mar Negro. Y por supuesto en la obra que le llevó a la fama y al Pulitzer, Gulag: Una historia (2003). Ahora se publica la versión castellana de El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956 (Debate), en el que detalla cómo los soviéticos unificaron en tiempo record países tan distintos como Alemania del Este, Hungría y Polonia.
Directora del Foro de las Transiciones del muy conservador Legatum Institute, se incomoda cuando se le pregunta si no sabemos ya qué ocurrió en Europa del Este al acabar la II Guerra Mundial. “¿Lo sabíamos de verdad? Siempre hemos utilizado grandes palabras como toma de poder, represión, pero creo que no sabemos realmente cuáles son los mecanismos” con los que los soviéticos introdujeron el totalitarismo. “Eso no se ha explicado bien. No era una cuestión meramente económica ni meramente política. De hecho, al principio no hacen nada económico o político: ponen en marcha la policía secreta, empiezan a identificar potenciales opositores futuros, utilizan la radio como instrumento para llegar a las masas y desde el primer momento intentan destruir lo que ahora llamamos sociedad civil: grupos de jóvenes, grupos eclesiásticos, clubes deportivos, todo tipo de instituciones sociales”.
“Buscaban líderes, antiguos policías, antiguos hombres de negocios, sacerdotes… Y lo irónico es que, sobre todo en Polonia, lo primero que hace el Ejército Rojo es buscar a la gente que lideró la resistencia contra los alemanes; son los primeros que detienen porque creen que si fueron capaces de organizar un ejército contra los nazis también lo podrían organizar contra ellos”, añade. “Eso nos dice mucho sobre cómo pensaban, sobre cómo funcionaba realmente su sistema de control social”, remacha.
Su rabioso anticomunismo le ha valido la etiqueta de derechista. “Diría que ha habido un cambio desde que empecé a trabajar en estos asuntos. Incluso cuando escribí mi primer libro sobre el tema, Gulag, algunos me acusaron de escribir un libro anticomunista, de escribir un libro de derechas. Con este libro ha habido muy pocos comentarios en ese sentido. Escribir sobre los crímenes del estalinismo ya no es ni de derechas ni de izquierdas. Y creo que eso es debe a la distancia y a que esas cosas ya no forman parte de nuestra política. Cuando estaba en la universidad en los 80, si escribías del Gulag eras de derechas y pro Reagan. Eso se ha acabado. Puedes escribir del Gulag y votar por Obama”.
Applebaum se casó en 1992 con el que ahora es ministro de Exteriores polaco, Radoslaw Sikorski, al que conoció en los años en que cubría la caída del muro. ¿Cree que el muro cayó porque la economía no funcionaba o porque la gente quería libertad? “Es una combinación de las dos cosas. Pero la razón por la que cae el muro y la razón por la que la gente toma la calle en 1989 fue fundamentalmente ideológica: ya no creían en el sistema. Y no lo creían por razones económicas, por razones políticas, por razones de lógica. Simplemente, ya no le veían sentido. Y, sobre todo, lo más importante es que la gente que dirigía el sistema ya no creía en él. La gente que dijo que se podía cruzar el muro y abrió la barrera simplemente ya no creía en el sistema. Y eso pasaba en toda la región”.
En el libro, Applebaum evoca las vidas paralelas de dos personajes en el fondo muy similares, el cardenal polaco Stefan Wyszynski y el cardenal húngaro József Mindszenty. Los dos estaban contra el régimen, pero mientras el primero eludió la confrontación, el segundo buscó el choque de trenes. Mindszenty fue un héroe, pero la Iglesia polaca salió mejor parada que la húngara. “Lo que he intentado es mostrar cómo la gente intentaba vivir en el sistema, cooperando o no cooperando. Es un sistema en el que tú puedes ir a desfilar en el Maidán por la mañana con la bandera comunista y por la tarde ir a casa a escuchar Radio Europa Libre. Mucha gente lo hacía. En realidad las cosas no eran blancas o negras. La gente intentaba arreglárselas. Hay que tener en cuenta que en aquella época, en los años 40, la gente no sabía que llegaría Solidaridad 30 años después, no sabían que vendría Gorbachov, ese era el sistema en el que vivían y pensaban que sería para siempre y que tenían que vivir su vida como pudieran. A medida que hacía el libro sentía más simpatía hacia ellos y los últimos capítulos intentan mostrar lo que llamo ‘colaboradores reacios’, cómo y por qué la gente se las arreglaba con ellos aunque no creía en ellos”.
Los soviéticos cayeron, pero la Rusia actual parece soviética en crisis como la de Ucrania. “Han dejado de ser soviéticos pero no han dejado de ser rusos imperialistas”, clarifica. “Es muy difícil para los rusos aceptar que Ucrania es un país soberano. No aceptan que es otro país. Además, si Ucrania es verdaderamente democrática y afiliada con Europa es una amenaza personal para Putin. Los rusos podrían pensar que ellos también lo quieren, que por qué han de vivir bajo una oligarquía corrupta y esa otra nación tan similar culturalmente ha conseguido de alguna manera vivir en democracia y bajo el imperio de la ley. Y creo que entonces la gente de volvería contra Putin. Para él personalmente, una Ucrania independiente es una amenaza. Y a eso se le añade la resaca imperial”.

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