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venres, 13 de setembro de 2013

Huelva quiere rentabilizar los cementerios ingleses


FALI DURÁN / Huelva / 6 Sep 2013 publico.es

La herencia colonial británica se respira en la franja pirítica. Está tan presente como el olor a azufre y el intenso color rojo de la tierra. Es tan cotidiana que se olvida que está allí. Recordarlo es la pelea de Consuelo Domínguez, profesora de la Universidad de Huelva, doctora en Historia y natural de El Campillo, una pequeña localidad de la Cuenca Minera de Riotinto que esconde en sus calles el secreto de un trazado perfecto como el del Eixample barcelonés. Su intento más reciente se ha materializado en In Loving Memory. Una mirada a nuestro pasado minero: Los cementerios británicos en Huelva (Ediciones Consulcom, 2013).
“Los cementerios británicos no tienen nada que ver con los nuestros, con los católicos. Son un remanso de paz con sus cuidados jardines y sus monumentos. No son tristes”, justifica Consuelo Domínguez su elección de estos lugares como punto de partida para “poner en valor el papel protagonista de Huelva en la historia mundial con las explotaciones mineras. “Siempre hablamos del descubrimiento de América y Colón, pero Huelva estuvo a la cabeza del desarrollo industrial europeo y fue muy importante para los mercados internacionales de la pirita”, añade. Pirita y cobre junto a otros metales que vuelven a cobrar importancia para la economía de estos pueblos de interior con la reapertura de las explotaciones mineras.
El estudio de los cementerios británicos no ha sido fácil. Son desconocidos, están olvidados e incluso el de Valverde del Camino es sólo un recuerdo en los archivos municipales y, ahora también, en el libro de Domínguez. “He querido dar la voz de alarma, porque ciudades con importantes colonias británicas como Cádiz o Cartagena han perdido los suyos. Los nuestros están llenos de maleza, abandonados, han sufrido actos vandálicos pero aún es posible recuperarlos y organizar visitas culturales, cursos de botánica, etc, como hacen en el de Málaga. Convertirlos en espacios de vida y no de muerte”, explica esta enamorada de la herencia industrial de las zonas mineras que sueña con superar los escollos de la crisis para crear una asociación de amigos de los cementerios e, incluso, poner en pie una ruta andaluza. “Podríamos hacerlo fácilmente, porque en Andalucía están los mejores: Málaga, Linares, Almería o el de Sevilla, que ni saben lo que tienen allí; además de los tres de Huelva”. Así lo recoge su libro, junto a un inventario de los cementerios de estas características que hay en España.
Ese es su proyecto, aunque a corto plazo se conforma con darle vida a los tres camposantos protestantes de Huelva. Su reivindicación ya ha tenido sus primeros frutos. “Estoy contenta, porque unas semanas después de sacar el libro fui al cementerio de Huelva -comparte pared con el Cementerio de la Soledad- y me encontré con el obispo anglicano y un operario con una desbrozadora. Estaban limpiando y pensé: ¿Si fuera un obispo católico se habría puesto a quitar hierba?”, anuncia satisfecha Consuelo Domínguez. Su denuncia de abandono sirvió para que el Ayuntamiento de Huelva se pusiera en contacto con Carlos López Lozano, responsable de la Iglesia Anglicana en Huelva, propietaria del cementerio desde que en 1999 el gobierno municipal le cediera su titularidad a cambio del mantenimiento, y le arrancara un compromiso inmediato. “Ahora dice el Ayuntamiento que va a incluir la visita en la Ruta Británica”, que comprende los Muelles del Tinto y Tharsis, la Barriada Reina Victoria (Barrio Obrero), la Casa Colón (antiguo Hotel Colón), la Estación de Sevilla y el Estadio Nuevo Colombino, como testimonio de la fundación del primer club de fútbol español en 1889. Un filón turístico para una ciudad con pocos edificios monumentales. Mientras tanto, sólo los historiadores y algunos curiosos saben que en la conserjería del Cementerio de la Soledad está la llave que da acceso al lugar de reposo de algunas de las familias más importantes de la sociedad onubense del siglo XX.
“Cada tumba tiene su historia, como la tiene la vida de cada uno de nosotros. A mí me gusta especialmente la de Mackay, un doctor que luchó contra el paludismo, y que perdió a su mujer y a sus dos hijos. Las tumbas tienen tres cruces celtas, una grande y dos pequeñas. Siempre me hace pensar qué pasó en la vida de ese hombre”, desgrana la historiadora.
El camposanto está plagado de historias pequeñas y grandes de todas las nacionalidades, “porque aunque se llame cementerio británico hay alemanes, noruegos, suecos, franceses y hasta epitafios escritos en griego o afrikaans (lengua hablada en Sudáfrica y Namibia). No podemos ignorar que aunque los dueños de las explotaciones mineras eran británicos, los ingenieros, los técnicos de la época eran alemanes. Al margen de que a principios del siglo XX se estableció en Huelva una importante colonia alemana”, de ahí la importante presencia de apellidos alemanes tanto en el cementerio onubense como en la sociedad onubense. Llaman la atención las tumbas de dos pilotos de la Segunda Guerra Mundial, un australiano de 27 años y otro inglés de 21, que perdieron la vida en Gibraleón mientras sobrevolaban el espacio aéreo español. Mineros, marineros, ingenieros, comerciantes, médicos, todos aquellos que practicaban una religión distinta a la católica siembran de historias el Cementerio Británico de Huelva.
En el pequeño campo de tumbas blancas que se divisa desde la carretera que une Alosno y Tharsis reposa Tracey Grey, la última habitante de este poblado minero en tomar sepultura en él. “Tenía unas manos blancas como la nieve”, recuerdan sus vecinos, acostumbrados a la piel tostada por el intenso sol y el trabajo al aire libre.  Sólo tiene 50 tumbas, pero es el mejor conservado de los tres cementerios británicos de la provincia de Huelva. En 2009 el Ayuntamiento decidió restaurarlo y desde entonces es propiedad municipal. “Puede visitarse si pides la llave en el Ayuntamiento, pero no tiene un horario definido, así que la gente suele verlo desde la carretera”, explica Consuelo Domínguez. En Tharsis se ve con claridad una de las características comunes de estos tres espacios. “No son cementerios victorianos. Lo que destaca es el contacto con la naturaleza, la importancia de la botánica para esta cultura. Transmiten calma, sosiego y una evidente diferencia filosófica que tiene que ver con el suave tránsito entre la vida y la muerte”, describe Domínguez, que ya planea recuperar otro trozo de la historia a través de la herencia que dejaron los “ingleses” con la alfabetización y la disciplina de los colegios. “Los índices de analfabetización de estos pueblos eran muy alto” y las compañías mineras financiaron escuelas, así como la sanidad.
El recorrido de In Loves Mermory termina o empieza en la Cuenca Minera de Riotinto, en la explotación minera a cielo abierto más importante de España. El cementerio de Bellavista pasa desapercibido, camuflado por el actual tanatorio de Minas de Riotinto y cerrado por una verja con un candado “que rompen una y otra vez”. “Es el más novelesco de todos, el más romántico” confiesa Consuelo Domínguez, que vivió su infancia y juventud entre los vestigios de esta arquitectura industrial. Poco queda de ese “…cementerio protestante, bien cuidado, cubierto de sepulcros por la santa placidez del mármol y en nada parecido a la miseria de la necrópolis católica” que describía Concha Espina en su novela El metal de los muertos (1920).
En su camposanto pueden leerse los nombres de los fallecidos en el incendio del Pozo Alicia el 3 de noviembre de 1913 junto a dos trabajadores españoles -Rewett, Wilson, Gilbert, Sach y Wilson-, el del último presidente de la Riotinto Company Limited, Charles Robert Julian -fundador del Riotinto Balompié que ahora celebra su centenario y olímpico en Amberes 1920-, o el de uno de esos doctores galeses que trajeron importantes avances en materia de sanidad como Robert Russel Rouss. El de Riotinto era hasta hace unos días propiedad de la compañía, ya que el Ayuntamiento lo ha comprado por un euro a la comisión liquidadora de la SAL (Sociedad Anónima Limitada). “Hay muy buena sintonía con el Ayuntamiento para restaurarlo” y convertirlo en otro de los atractivos turísticos del Parque Minero, que permite visitar la Peña del Hierro (explotación a cielo abierto de titularidad alemana en el término municipal de Nerva), el museo, una casa victoriana del barrio de Bellavista e incluso un recorrido en un tren minero. El cementerio inglés de Riotinto está reconocido por la Junta de Andalucía como Bien de Interés Cultural (BIC) y fue inaugurado en 1877.
Es precisamente en uno de los vestigios del paso de los ingleses por la zona, en la Capilla Presbiteriana de Bellavista donde la Universidad de Huelva ha programado un curso de verano entre el 19 y el 21 septiembre sobre la Historia y Legado Cultural en la Cuenca Minera de Riotinto en el que Consuelo Domínguez hablará de los cementerios británicos.
LA TUMBA AL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ
La tumba británica más famosa de Huelva, sin embargo, está en un cementerio municipal, antes católico. Allí reposan los restos de William Martin, el hombre que nunca existió y el protagonista de la Operación Mincemeat -carne picada- que dio un vuelco a la Segunda Guerra Mundial.
El libro publicado en 2010 por el periodista Ben Macintyre trajo la historia a la actualidad y resolvió la duda para muchos visitantes que no conocían el papel heroico de Glyndwr Michael, un mendigo galés que había fallecido en el hospital londinense de San Pancras tras ingerir una dosis de matarratas.
La Operación Carne Picada consistió en dejar el cadáver del mayor Martin con instrucciones falsas sobre el desembarco de las tropas aliadas en las costas europeas para el mando de Argel. El cuerpo fue encontrado por un marinero en 1943 en la playa de Punta Umbría y custodiado por las autoridades españolas, en teoría neutrales pero que colaboraban con un nutrido grupo de espías alemanes que residían en la colonia alemana de Huelva. Para asegurarse de que el cuerpo llegara a su destino, entre las pertenencias de Martin estaban unas placas en las que se especificaba su religión católica, de ahí que sus restos fueran enterrados en La Soledad. La información llegó a su destino y, en mayo de 1943, Hitler dio orden de reforzar las defensas de Córcega y de Cerdeña, y desvió seis divisiones acorazadas de Sicilia, con lo que las fuerzas aliadas pudieron desembarcar en Sicilia, dando un golpe de mando a la II Guerra Mundial.
En la lápida aparece desde hace años la doble nomenclatura del héroe muerto, junto al epitafio: “Dulce y honroso es morir por la patria”.

martes, 10 de setembro de 2013

Aquí nació el turismo


Se cumplen 150 años del primer 'tour' organizado de la historia a los Alpes
El número de viajeros superó los mil millones por primera vez en 2012
Podría recurrirse al tópico, pero sería faltar a la verdad. Y la verdad es que el discreto grupo que una grisácea mañana del fin de semana pasado se apeó del pintoresco trenecito de cremallera que trepa al monte Rigi desde Vitznau, a orillas del lago de Lucerna, no dio como para comenzar el reportaje con “las hordas de turistas invadieron la cumbre alpina”. Y eso que aquí fue donde empezó todo. Un verano de hace 150 años, los siete participantes del que se considera el primer viaje organizado de la historia contemplaron el legendario amanecer de este lugar de Suiza a 1.797 metros de altitud, destino final de su aventura. Aquella inspiración (de aire puro) se considera el nacimiento del turismo moderno. Desplazarse sin mayor intención que la de matar el tiempo libre resultaba todo un exotismo en 1863. La actividad se considera hoy en los países desarrollados poco menos que un derecho fundamental que ejercieron en 2012 por primera vez en la historia más de mil millones de personas, según datos de la Organización Mundial de Turismo (OMT).
Aquellos pioneros, cuatro mujeres y tres hombres, viajaron de la mano del visionario operador turístico Thomas Cook. Hablamos de la persona, no de la célebre compañía multinacional homónima en que se convertiría la empresita de excursiones fundada por Cook en 1841. Un mastodonte que en 2013 cotiza en la Bolsa londinense, posee 97 aviones y emplea a casi 33.000 trabajadores. Los siete partieron de Londres el 26 de junio de 1863 junto a otros 123 viajeros. En tren, barco, diligencia, mula o a pie atravesaron Francia, vadearon lagos y sortearon cordilleras suizas hasta llegar el 8 de julio al monte Rigi. Por el camino (París, el Mont Blanc o Ginebra) cayeron del cartel la mayoría de sus compañeros, incluido Cook, que debió regresar a atender sus negocios en Londres.
Conquistaron a pie la última cumbre desde la cercana y encantadora localidad de Weggis, donde a orillas del lago una placa recuerda que Mark Twain pasó por aquí. En 1863 aún faltaban ocho años para la inauguración de la línea Vitznau-Rigi Kulm, cubierta por el primer tren de montaña de Europa, patente del suizo Niklaus Riggenbach. En la mañana que sucedió a su llegada, el grupo madrugó para contemplar rodeado, ellos sí, por “un ejército de turistas”, el ascenso del sol, que para eso habían venido atraídos por unas vistas que ya glosaron Felix Mendelssohn o Victor Hugo. “La vastedad del panorama era poderosa y sublime”, anotó Jemima Morrell. “En silencio contemplamos el cinturón dentado de las cumbres mientras despertaba el día sobre las 300 millas de montes, valles, lagos y pueblos que abarcaba nuestra vista”. La joven Morrell levantó acta de aquel viaje en las páginas de un diario que permanecería inédito hasta que fue rescatado de entre las ruinas de una casa víctima de las bombas durante el asedio de la aviación alemana a Londres en la IIGuerra Mundial.
El descubrimiento del texto, publicado por primera vez en 1963 para conmemorar el centenario de la aventura, dio a Diccon Bewes, periodista inglés especializado en viajes y en las idiosincrasias suizas, la idea de escribir Slow train to Switzerland, libro en el que el autor reproduce día por día el pionero periplo. “La diferencia es que por suerte yo no vestía uno de aquellos engorrosos trajes de mujer de la época”, explica Bewes en conversación telefónica desde Berna, donde reside desde hace ocho años. El resultado de sus pesquisas se editará en octubre en inglés empujado por la inercia de la efeméride.
Bewes da por buena la teoría que sitúa en aquel verano de hace 150 años el origen de asuntos tan contemporáneos como la dictadura de apariencia democrática de las aerolíneas de bajo coste, esas pulseritas todo incluido que causan furor en la península del Yucatán o el turismo hooligan, indeseada exportación de su país natal que al calor del estío arrasa con sus modales etílicos las localidades costeras del Mediterráneo. “Lo cual no deja de ser paradójico”, añade el reportero. “Cook, fundamentalista abstemio y viejo predicador baptista, creó su compañía para brindar a sus compatriotas una opción de tiempo libre alternativa a la de la borrachera”.
La particular revolución de Cook, que fracasó en su empeño de cambiar las costumbres de una nación de bebedores, consistió en ofrecer a cambio de un chelín viajes en tren con comida incluida entre las localidades inglesas de Leicester y Loughborough, visitas a la Exposición Mundial de Londres de 1851 o tempranas incursiones en el continente. Lo explica Paul Smith, guardián desde hace 17 años del archivo histórico de la compañía, custodiado en el cuartel general de la firma en Peterborough.
Con el hito del Rigi, Cook encapsuló en un formato asequible en tiempo y dinero la experiencia del Grand Tour, aquellos viajes iniciáticos en los que desde mediados del siglo XVII unos cuantos elegidos podían demorarse durante meses o años. En otras palabras: hizo posible que los profesionales surgidos con la Revolución Industrial fueran, vieran y regresaran a casa antes del final de las vacaciones laborales. La ecuación (clases medias con tiempo limitado y sed de aventuras) se ha mantenido invariable desde entonces. Al menos, en lo fundamental. Establecida su definición en los años veinte por la Sociedad de Naciones (“Turista es quien viaja al extranjero por más de 24 horas”) y matizada por la ONU en 1945 (“siempre que la estancia no supere los seis meses”) llegaron los adjetivos. Y así, a medida que el siglo XX se aproximaba a su fin, el turismo pudo ser de masas o sostenible. Médico, ecológico, sexual y hasta creativo.
Olvidadas las glorias del pasado que dan sentido a la labor del archivero Smith, Thomas Cook se enfrenta hoy al mismo entorno cambiante que el resto de la industria tradicional: la posibilidad de que cualquiera con una conexión a Internet sea su propio agente de viajes, el descarnado escrutinio de las opiniones vertidas en portales como Trip Advisor o la pujanza de servicios de hostelería de último cuño como esos que ponen en contacto a aventureros de presupuesto limitado con propietarios deseosos de sacar partido a aquella habitación de la casa que languidecía en desuso.
Rafael Gallego Nadal, presidente de la Confederación Española de Agencias de Viajes, explica que en los últimos cuatro años han cerrado 2.000 puntos de venta en España, “pero aún resisten más del doble de las que había cuando se generalizó Internet, por lo que la Red no acabó con el negocio, como vaticinaban muchos”. “Yo suelo decir que este es un enfermo que goza de buena salud. Y la tendrá mejor si tendemos a la especialización, si nos convertimos en sastres de los viajes y somos capaces de dar al cliente lo que necesita”.
Tampoco la Suiza de entonces se parecía a la de ahora. Cuando la señorita Morrell y los suyos la escogieron como destino, la Confederación Helvética era un país pobre, eminentemente campesino, donde los extranjeros padecían el asedio de la limosna. Resultaba, eso también, el colmo del exotismo. Un poderoso imán para pintores y escritores románticos como Mary Shelley, que empezó a escribir Frankenstein en 1817 en casa de Lord Byron a orillas del lago Leman, en la parte francesa. Pero ni los trenes funcionaban aún con milimétrica precisión, ni existía la poderosa industria de relojes, ni mucho menos la evasión fiscal. “La generalización del turismo ayudó a forjar la moderna Suiza”, sentencia Bewes.
En datos de 2011, la turística es la cuarta industria del país, por detrás de la farmacéutica, la pesada y la manufactura de relojes, aunque la fortaleza de su divisa y la debilidad macroeconómica generalizada no ayuden mucho a su progreso últimamente. No hay demasiado de lo que preocuparse: la dependencia de las cuentas suizas de las decisiones vacacionales ajenas es menor que la de España, por ejemplo, donde los datos sobre llegadas de extranjeros en julio han supuesto este verano lo más parecido a una buena noticia económica, sobre todo en las comunidades costeras, que han experimentado incrementos de visitantes de hasta el 8,5% con respecto al mismo periodo de 2012.
La España que se equivocó al apostar todo a las falsas promesas del ladrillo es aún la cuarta potencia mundial en recepción de viajeros, por detrás de Francia, EE UU y China. Suiza, pese a que sigue siendo el único país cuyo souvenir estrella es una navaja multiuso capaz de sacarte de un apuro, ocupa el puesto 19, según la OMT. Su presidente, Taleb Rifai, ha declarado que 2013, tan convulso para destinos rivales como Egipto y Turquía, podría ser el año en que España recobre el tercer puesto de la lista, que el gigante asiático le arrebató en 2010. El organismo que dirige ha vaticinado también que en 2030 habrá 1.800 millones de turistas corriendo por el mundo. Suena plausible: los incrementos en las estadísticas manejadas por la OMT son exponenciales desde mediados de los noventa, gracias a la generalización de la aviación low cost, y pese al paréntesis de pánico que impusieron los atentados del 11-S.
Ajeno a las tendencias y la contabilidad, se erige en lo alto de la montaña Rigi el hotel del mismo nombre como otra prueba de cuánto han cambiado las costumbres viajeras en estos 150 años. Hubo un tiempo en que el negocio de los peregrinos a este paraíso de quietud daba para mantener tres establecimientos, que sumaban casi un millar de camas. Christina Käppeli, hija y nieta de hoteleros en la cumbre, propietaria del único alojamiento que superó el examen del progreso, explica que la plena ocupación de sus treinta y tantas habitaciones solo se roza en temporada alta.
Lejos quedan, pues, los tiempos en los que este lugar era tan célebre como para que Julio Camba, escéptico maestro pontevedrés de periodistas, escribiera en su libro de 1916 Playas, ciudades y montañas (Reino de Cordelia) que “en los hoteles suizos casi no le roban a uno, y si por casualidad le roban, no le roban más que lo justo”. “Así, por ejemplo, en el del Rigi Kulm le ponen a uno en cuenta el crepúsculo matutino, que, según parece, es allí muy hermoso”.
Como es imposible saber qué tendría que decir Camba de esta época vertiginosa en la que un clic es la medida de todas las cosas viajeras, formularemos una pregunta a modo de conclusión: ¿cuántos de los que hoy encontrarían sentido a emplear una mañana entera en tomar un barco desde la cercana Lucerna y luego un tren de vértigo para llegar aquí consideraría pasar la noche esperando al amanecer algo más que una obscena pérdida de tiempo?