xoves, 26 de xaneiro de 2012

Budapest, 1944

Blogs ELPAIS.com 18/01/2012 Por JULIÁN CASANOVA
Xudeus agardando a seren deportados no norte de Hungría
El 19 de marzo de 1944 Hungría fue ocupada por los nazis. El país llevaba treinta años de trauma, crisis e insoportables dificultades. Había comenzado la Primera Guerra Mundial en el verano de 1914 formando parte dominante del gran imperio de la monarquía de los Habsburgo y la acabó derrotada, con una paz impuesta por los poderes vencedores en el tratado firmado en el edificio Trianon de Versalles, por el que perdió dos tercios de su territorio y la mitad de su población.
Ese trauma, que tuvo un impacto profundo entre las elites políticas, intelectuales y militares, no quedó ahí. Desarmada, aislada políticamente, con una economía deshecha, y odiada por sus vecinos, Hungría vivió una posguerra turbulenta, con una revolución comunista, dirigida por Béla Kun, que puso en marcha durante unos meses de 1919 una República soviética, echada abajo por los terratenientes y el ejército rumano, y que dio paso a la dictadura del almirante Miklós Horthy, la primera de corte derechista que se estableció en Europa.
El largo período de gobierno autoritario y ultranacionalista de Horthy, mantenido sin demasiados problemas durante sus primeros veinte años, dio un cambio radical con su decisión de meter a Hungría en la Segunda Guerra Mundial al lado de la Alemania nazi en abril de 1941. Horthy, ferviente anticomunista, llevaba ya un tiempo inclinado ante Hitler, esperando recuperar algunos territorios perdidos en Trianon y anexionados a Checoslovaquia y Rumania. Y así fue, aunque la guerra a cambio fue desastrosa. Si la primera de esas guerras mundiales había resultado traumática para Hungría, la segunda la superó. Decenas de miles de soldados húngaros murieron en el frente ruso y los bombardeos aliados causaban estragos en las ciudades. Tres años después de entrar en ella, el descontento crecía y Horthy inició conversaciones secretas para rendirse a los aliados. La respuesta de Adolf Hitler fue la “Operación Margarita”, la invasión de Hungría, para asegurar el absoluto control del país.
Horthy permaneció en su puesto como regente, con un gobierno títere presidido por Döme Sztójay, y con el poder real en manos del plenipotenciario nazi Edmund Veesenmayer. A partir de ese momento, “la regulación de la cuestión judía” dio un giro radical, con la cooperación activa de las autoridades húngaras. Horthy, mediante sucesivas “Leyes Judias”, en 1938, 1939 y 1941, había ido recortando los derechos de los súbditos húngaros de religión judía y hubo matanzas de judíos en el frente ruso protagonizadas por las SS, asistidas por tropas húngaras. Pero con la invasión nazi, de las restricciones se pasó a la persecución abierta y se metió a Hungría de lleno en la solución final.
El 15 de mayo de 1944 iniciaron su marcha los primeros trenes de deportación. En los dos meses siguientes, cerca de medio millón de judíos de todo el país (437.402, según las cifras oficiales dadas por Veesenmayer) fueron trasladados a campos de exterminio. La solución final la dirigió en Hungría Adolf Eichmann y contó con la entusiasta colaboración del Ministro de Interior, Andor Jaros y sus secretarios de Estado László Endre y László Baky. Se decretó que los judíos tenían que llevar una estrella amarilla pegada en la ropa y el 15 de junio Jaross dispuso la concentración de los 200.000 judíos de Budapest (15% de la población) en unas dos mil casas dispersas por la capital, señaladas con una gran estrella amarilla.
Horthy, que escribió en sus memorias que no supo hasta agosto “la horrible verdad de los campos de exterminio”, aunque hay historiadores que lo ponen en duda, echó el 29 de ese mes del gobierno a Sztójay y lo sustituyó por un hombre de confianza, Géza Lakatos, quien logró parar las deportaciones y preparó la firma de un armisticio con la Unión Soviética.
El 15 de octubre Horthy anunció a la nación por radio que había solicitado “un armisticio con nuestros anteriores enemigos y el cese de hostilidades contra ellos”. Hitler mandó al teniente coronel de las Waffen-SS Otto Skorzeny, en la “Operación Panzerfaust”, quitar a Horthy la autoridad, ponerlo bajo “custodia protectiva” y favorecer la toma del poder del partido fascista húngaro la Cruz Flechada, con su líder Ferenç Szálasi a la cabeza.
Szálasi, de 47 años, que había abandonado el ejército húngaro en 1935, para hacer carrera política, anunció al país que para defenderlo, “crear prosperidad y seguridad (…) y obtener un lugar apropiado en la Europa nacionalsocialista”, había decidido “la movilización total de sus recursos, la liquidación radical del viejo régimen y el establecimiento del orden nacionalsocialista húngaro”. Su gobierno, de “unidad nacional”, comenzó una orgía de sangre antijudía y frente a todos los ciudadanos considerados peligrosos para el nuevo orden y la continuidad de la guerra.
 Pese a las “cartas de protección” de diplomáticos de Suiza, Suecia, España y Portugal, en asunto en el que destacaron el sueco Raoul Wallenberg, el italiano Giorgio Perlasca, el portugués Sampaio Garrido y el español Ángel Sanz-Briz, que lograron salvar a varias decenas de miles de judíos, el terror reinó en los 163 días en que la Cruz Flechada estuvo en el poder. Los diplomáticos portugueses instalados en el hotel Ritz veían el fuego de las ametralladoras de las patrullas fascistas que asesinaron a miles de hombres en el río Danubio, maniatados de dos en dos, mientras que las mujeres podían regresar a sus casas tras presenciar la masacre. Cientos de personas fueron torturadas en los sótanos del número 60 de la elegante avenida Andrássy, el cuartel general de la Cruz Flechada, un precioso edificio neo-renacentista construido en 1880, hoy sede del Terror Háza (Museo del Terror).
En diciembre de 1944, Pest estaba ya bajo sitio de las fuerzas soviéticas. Los alemanes, con los miembros más radicales de la Cruz Flechada, se refugiaron en las colinas de Buda y antes de rendirse, el 13 de febrero de 1945, en la retirada volaron los puentes sobre el Danubio y los principales edificios públicos. La capital era una ruina. Alrededor de treinta mil edificios residenciales quedaron destruidos e inhabitables. Budapest, que tenía más de un millón doscientos mil habitantes en 1944, perdió unos 400.000 hasta el final de la guerra, cien mil de ellos judíos, aunque salvaron la vida unos 69.000 en el ghetto, 25.000 en las casas protegidas y unos 20.000 volvieron de los destacamentos de trabajo o tras sobrevivir a los campos de exterminio.
De esos meses de orgía de sangre, de víctimas y verdugos, del derecho a la verdad y a la justicia y de cómo afectan los pasados traumáticos de los padres a los hijos trata la película de Costa Gavras Music box (La caja de música, 1989). Y de lo mismo, y de lo que vino inmediatamente después, de la “liberación” (así lo sintieron los judíos) por los soviéticos y sobre todo, de las nuevas formas de violencia que implantaron, dejó un testimonio íntimo y desgarrador el escritor Sándor Márai en Föld, föld (¡Tierra, tierra!). A su regreso a Budapest, tras la derrota de los nazis, encontró su casa reducida a escombros y los miles de volúmenes de su biblioteca desaparecidos. “Quienes llevaban los uniformes eran iguales porque hacían lo mismo: ejecutar el terror con eficacia”.
Pero esa es otra historia. Los principales protagonistas de la que he contado aquí, tras incendiar Hungría con sus decisiones criminales, encontraron diferentes destinos. Miklós Horthy, de 76 años cuando fue depuesto, a quien venera la derecha húngara actual de Viktor Orbán, vivió los últimos meses de la guerra encerrado en una mansión de Baviera, hasta que sus guardianes de las SS huyeron el 29 de abril de 1945 y pasó a manos de soldados norteamericanos. Las nuevas autoridades comunistas húngaras no consiguieron su extradición y tras testificar contra Veesenmayer en el último de los doce juicios de Nuremberg, en marzo de 1948, pudo refugiarse en Portugal, gracias a los contactos familiares con diplomáticos portugueses y murió en Estoril en 1957.
Edmund Veesenmayer fue sentenciado a veinte años de prisión en Nuremberg, pero sólo estuvo diez. Jaross, Endre y Baky, conocidos como “el trío de la deportación”, fueron entregados a las autoridades húngaras, juzgados en diciembre de 1945 y ejecutados en marzo y abril del año siguiente. La misma suerte corrió Sztójay, encontrado culpable de crímenes de guerra y crímenes contra el pueblo húngaro, fusilado en agosto de 1946. Unos meses antes, en marzo, habían colgado a Ferenç Szálasi, principal instigador del paraíso nacionalsocialista, convertido en pesadilla de cientos de miles de húngaros. Su foto a orillas del Danubio, con el Szénchenyi hundido, cuando la guerra tocaba su fin, pensativo, elegante y con el sombrero en la mano, contrasta con la última de su vida, con la soga ya casi en el cuello, rodeado de policías y con los fotógrafos como testigos. Recuerdos de un pasado de destrucción de Europa.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. Su último libro es Europa contra Europa (Crítica).

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