luns, 20 de xaneiro de 2014

Ariel Sharon, el fiero general que se convirtió en pragmático político


Fallece uno de los líderes militares que forjó israel en varias guerras contra los países árabes
Entró en coma en 2006, después de ordenar la retirada de Israel de la Franja de Gaza
      Muere Ariel Sharon

“Lo que usted ve desde ahí no es lo que yo veo desde aquí”. Como primer ministro de Israel, entre 2001 y 2006, Ariel Sharon repitió en numerosas ocasiones esa frase, con la que trataba de justificar unas acciones que aplacaban más a la izquierda que creció detestándole que a los halcones que quedaban desconcertados por las últimas decisiones políticas del fiero general conocido por su temeridad. Sharon el líder de la temida Unidad 101; Sharon el impecable estratega que hizo posible la toma del Sinaí; Sharon que cruzó el canal de Suez y aisló al Tercer Ejército egipcio en 1973; Sharon el general que miró hacia otro lado durante la masacre de Sabra y Chatila, acabó siendo Sharon el que evacuó a más de 9.000 colonos de la franja de Gaza y proclamó que lo que le quedaba por hacer en vida era alcanzar la paz con los palestinos.
Tras sufrir una hemorragia cerebral en 2006, Sharon quedó en un coma en el que falleció este sábado en el centro médico de Tel Hashomer de Tel Aviv. Aún en sus ocho años en coma, Sharon fue una figura detestada por buena parte de la izquierda israelí y por los palestinos, que no olvidan, entre muchas otras cosas, que como ministro aprobó más de 100 asentamientos de colonos en zona ocupada. Aún a día de hoy en Gaza y Cisjordania es una asunción común que fue él, como primer ministro, quien dio la orden de envenenar al presidente Yasir Arafat con polonio antes de su muerte en 2004. Varios informes sobre la muerte del líder palestino han ofrecido recientemente conclusiones contradictorias, entre ellas la de una muerte por causas naturales.
Sharon fue un experto en destruir lo que construyó. A pesar de sus denodados esfuerzos por ampliar las colonias en zona palestina, como Primer Ministro ordenó la retirada unilateral de Gaza. Su recuerdo no es honroso para los colonos, que habían visto en él a un posible defensor de sus intereses. Fue de hecho él quien en 1977, como ministro de Agricultura, introdujo y avanzó la idea de poblar de colonias judías las colinas de Cisjordania, para proteger Jerusalén y la llanura que se extiende a su oeste hasta el Mediterráneo. Había entonces 25 asentamientos, aprobados por el gobierno laborista. Hoy consideran los grupos observadores que son más de 120.
Según escribió en su autobiografía, de 1989, titulada Warrior (Guerrero): “Durante 10 años había buscado una forma de asentar a judíos en esos lugares. Comencé con campos militares, e hice grandes avances (aunque sin éxito) para que se mudaran allí mujeres e hijos de soldados. Conocía muy bien esas zonas, estaba comprometido con la idea de establecer una presencia judía allí”.
Décadas después, su decisión de abandonar Gaza rompió también al Likud, que él había ayudado a convertir en una formidable fuerza política, capaz de robarle la hegemonía política al laborismo que forjó el Estado de Israel. Como primer ministro, Sharon decidió romper con esa formación y formar su propio partido, Kadima, para presentarse a las elecciones de marzo 2006. El partido las ganó, pero ya sin él, que dos meses antes había sufrido el infarto cerebral que le dejó en estado vegetativo el resto de su vida. Su delfín, Ehud Olmert, se convirtió en primer ministro por un solo mandato. La marcha de Sharon del Likud le abrió el camino de nuevo a Benjamín Netanyahu al liderazgo del partido y, finalmente, del gobierno, hasta hoy.
Sharon nació de padres bielorrusos en Kfar Malal, en la Palestina bajo mandato británico. Se unió de joven, a los 14 años, a la Haganá, la milicia judía que se creó para proteger las comunidades judías y que fue decisiva en la consecución de la independencia de Israel. En los años 50 el recién formado Ejército israelí le encomendó el liderazgo de la Unidad 101, encargada de tomar represalias contra localidades árabes en Jordania, después de infiltraciones y ataques de guerrilleros palestinos.
Según él mismo la definió, era “un comando de élite con la misión de responder con fuerza a los grupos terroristas”. En aquellas misiones Sharon ejecutó algo que se convirtió en un credo sagrado para las Fuerzas de Defensa de Israel: las represalias a los ataques sufridos debían ser enormes y contundentes, para disuadir a los palestinos y sus aliados de atreverse a atacar de nuevo.
Sharon ascendió pronto entre los rangos del ejército, con fama de temerario y brillante, a pesar de una empedernida rebeldía que a veces se traducía en desobediencia. En las sucesivas guerras de Israel desde 1956 tomó parte y lideró operaciones en la península del Sinaí, que quedó bajo control de Israel desde 1967 y durante más de una década. Llamado a filas seis años después, en lo que los israelíes temían que iba a ser el desastre de la guerra del Yom Kipur, cuando Siria y Egipto atacaron por sorpresa, el general asumió la temeridad de cruzar el Canal de Suez, para aislar allí a 8.372 soldados egipcios. Según escribió el general en un informe de operaciones, “ese cruce fue el punto de no retorno de la guerra… fue el cruce lo que nos dio la victoria”.
Lo que parecía una carrera de grandes gestas bélicas quedó en entredicho por la invasión de Líbano en 1982, ejecutada de forma militarmente implacable pero terriblemente concebida, dejando a los israelíes sin un objetivo claro a largo plazo. Sharon era ya entonces un político derechista, ministro de Defensa en el gobierno de Menájem Begin. A él se le atribuye el haberse lavado las manos mientras una milicia falangista, cristiana y libanesa entraba en los campos de refugiados de Sabra y Chatila a ejecutar civiles palestinos. Según concluyó en 1983 la Comisión Kahan, encargada de investigar la masacre, “al señor Sharon se le considera responsable de ignorar el peligro del derrame de sangre y la venganza cuando aprobó la entrada de los falangistas en los campos”.
Según han revelado varios documentos gubernamentales desclasificados décadas después, Sharon temía las posibles consecuencias de semejante informe. En su autobiografía se describió como un cabeza de turco y culpó a “un confuso estruendo en el que cuentos salvajes, ultrajes morales y una cínica explotación política de la tragedia por los laboristas competían entre ellos”.
Abandonó la cartera de Defensa, pero no la política. Fue él quien en 2000, como candidato a primer ministro, visitó la explanada de las Mezquitas en Jerusalén prendiendo la mecha de la segunda intifada, que trajo a Israel una oleada de ataques suicidas con explosivos. Murieron en una década 1.000 israelíes y 6.300 palestinos. Y Sharon ganó, con una de las mayores victorias de la historia política israelí, para decidir que quería hacer paz. En su discurso inaugural empleó esa palabra 22 veces. “Le extendemos la mano a la paz. Nuestro pueblo está comprometido con la paz. Sabemos que la paz implica dolorosas concesiones de ambas partes”, dijo.
 A su cuenta y riesgo ordenó pues la retirada de Gaza. Era un experimento, que debía sentar las bases para la paz. En la Franja ganó poder el grupo islamista Hamás, que ya ha librado dos guerras contra Israel y otra, civil, contra las fuerzas de Al Fatá, el partido que gobierna Cisjordania y negocia en solitario con Israel.
La de Ariel Sharon es una historia intrínsecamente israelí, la de un halcón que al asumir el poder completo se dio cuenta de que sólo le quedaba la opción del pragmatismo. Así le sucedió a Begin, que firmó la paz con Egipto en 1979 devolviendo el Sinaí, y así le ocurre a Netanyahu, que ahora negocia a contracorriente de la derecha la formación de un Estado palestino. Lo escribió Sharon en su biografía, a modo de justificación de sus más graves decisiones y como testamento político: “Era lo que resultaba práctico, era el camino pragmático a recorrer en ese momento”.

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