martes, 28 de xaneiro de 2014

La ciudad donde murió Europa


Sarajevo simboliza el siglo de las guerras en Europa
Aquí murió Europa, dos veces. En Sarajevo. Esta es una tierra roja de tanta sangre. El 28 de junio de 1914 bastaron dos disparos de pistola, casi nada: y hace 20 años, fueron mil días en los que los bárbaros derramaron sangre como si fuese agua. Sí, el veneno de Sarajevo ha llegado hasta nosotros. Este es el corazón de las tinieblas, en el que, desde entonces, agoniza la conciencia europea bajo las ruinas de su universo. Hay que venir aquí, a los Balcanes, para comprender los obtusos egoísmos que asesinaron a Europa, en este campo de batalla atravesado por el choque no solo entre ejércitos, sino entre pueblos hostiles. La guerra, que hace mejor a los buenos, disuade a los débiles y animaliza a los malvados. Y realza todas las realidades humanas.
Sin embargo, esta ciudad, anunciadora desmesurada de la degradación universal, es plácida, gris y amarilla, tendida en abanico sobre montañas escarpadas, marañas de casitas, grupos de techos minúsculos, una red demasiado intrincada para poderla distinguir, en la que solo destacan las cúpulas de cebolla de la catedral ortodoxa y los minaretes como lanzas en alto.
Los muecines ya no hacen oír su vibrante llamada. Pero no lejos de aquí, en Gornia Maucia, están los wahhabíes, los barbudos fudamentalistas, que viven con arreglo a la sharia. En la neblina gris, suspendida en serpentinas entre los montes que lo rodean, el bosque parece recoger el calor de todo el día, conservar la bondad de la naturaleza para estos hombres que tanto la necesitan. Sí, la montaña extiende los brazos y envuelve las casas. Pero es en la periferia gris, lúgubre, que poco a poco se enciende, empieza a palpitar y, tras algún gesto inesperado, cobra vida, donde todavía cuentan, al cabo de los años, las heridas de Sarajevo, en los edificios inmensos de cemento desgastado, sobre los que apetece pasar la mano para acariciar, una a una, las cicatrices de las bombas y la metralla, sobre las costuras hechas a toda prisa, a lo pobre, con ladrillos distintos, que desde lejos parecen costras. En la calle principal los niños mendigos nos siguen sin descanso, delante del monumento a los caídos situado en la calle del mariscal Tito, golfillos atrevidos que se calientan mientras ríen al fuego de los héroes. En el mercado de los mártires, en Markale, todo está escondido, incluso la lápida con los nombres de las víctimas, por las cajas de naranjas y verduras. Frente a esta serenidad que cubre las tragedias, algo en nuestro interior protesta, como si el olvido no fuese una ley natural que nos permite vivir, sino una injusticia voluntaria de los hombres.
Era una ciudad que no tenía una nación pero abarcaba todas, como ocurre a veces milagrosamente en la historia, cada una con su raza, sus costumbres y su lengua. Hoy ya no existe, y fueron aquellos disparos de hace 100 años los que la mataron.
Escojo dos lugares para recordar, ambos a lo largo del curso del Miljiacka, que emite desde el agua débiles resplandores como de metal antiguo. En esta esquina, en el desgraciado verano de hace 100 años, el destino depositó la suerte del mundo, durante un vertiginoso instante, en las manos nada fiables de un menudo estudiante serbio, tuberculoso y enloquecido, que mató al heredero de un imperio milenario. Una fecha que a partir de entonces dejó de ser un día en el calendario para convertirse en una señal imperiosa del fin y el inicio de periodos opuestos.
Hay un pequeño museo en la esquina fatídica, uno de los pocos abiertos en la ciudad: en los demás la lluvia cae dentro, han recortado los fondos en este afán de corrupción, de deseo de recuperar el tiempo perdido con el socialismo y la guerra insensata. Escasos objetos, mínimos letreros que no reproducen nada de la inmensidad trágica de aquel gesto y sus consecuencias. Y aun así... La fuga de ideas es imposible, porque estas se convierten aquí en representaciones, y el veloz mecanismo es misterioso: las columnas de jóvenes masacrados por el mazo ensangrentado de la Muerte convertida en industria, una generación entera, la flor y la nata de Europa aniquilada por la guerra que se detuvo en las trincheras durante años y se pudrió como las aguas, el grito de los nacionalismos y el odio étnico.
Aquí, en este rincón, comenzó el siglo infeliz, murió asesinada la idea de que, el mal está arraigado en el mundo, por supuesto, y es imposible eliminarlo del todo, pero es un hermoso consuelo luchar en nombre del bien; de que el progreso es inevitable y el egoísmo, al final, tendrá que plegarse a la generosidad. Aquí surgieron el sibaritismo de la venganza y las acusaciones imperdonables.
Será por eso por lo que el aniversario sigue causando divisiones. Del 19 al 21 de junio se celebrará un gran congreso, pero hay algunos países, como Serbia, que han organizado otro con Francia (la vieja alianza de los tiempos de Sarajevo se renueva...) En Belgrado, todo se vive con gran fervor nacionalista, no quieren que al héroe Gavrilo, sobre el que florecen libros y espectáculos, se le describa como un terrorista culpable de la Gran Matanza. Husnija Kamberovic, director del Instituto de Historia que organiza el congreso, y un hombre apacible, que habla de manera cordial y razonable, pero llena de doctrina, uno de esos profesores que gustan a los estudiantes, sigue avanzando sin descorazonarse por el laberinto de estas interpretaciones opuestas: “Alguno se ha retirado, es verdad. ¡No importa! Contamos ya con 140 ensayos históricos de 27 países, no está mal para una institución local como la nuestra. Gavrilo Princip será siempre un héroe para los serbios y un terrorista para los demás, pero ese no es un enfoque histórico. El autor del atentado fue manipulado por los círculos militares serbios. Y los círculos militares austriacos también deseaban la guerra. El problema, sobre todo para nosotros aquí, es la memoria. No podemos cambiar la historia e inventarnos un pasado mejor, pero tampoco podemos ignorarlo, porque no estaremos informados. Una alumna mía ha escrito una tesis en la que quería contar los crímenes cometidos por los serbios contra Sarajevo, y yo le sugerí que contara también los que se cometieron aquí, dentro de la ciudad”.
De la otra guerra, la que terminó hace nada, se habla con una especie de lúgubre orgullo, como se habla en Europa de la peste negra.
Los días de la sanguinaria epopeya se han marchitado de tanta decepción. En el café Boris Smoje, donde se reúnen los chicos de la Academia de Bellas Artes, la elocuencia insistente y expresiva de la lengua serbia llega como un chorro de agua fresca. La calle lleva el nombre de Stepan Radic, un diputado croata asesinado en los años veinte por un serbio. Más crímenes... “El problema es que, en Sarajevo, todos piensan en el pasado, y nadie mira hacia delante”. Marin Bersic es un joven periodista que trabaja para Al Jazeera-Balcanes. “Para ustedes, la crisis es un momento histórico, aquí es un estado de ánimo. Todos se consideran víctimas, los bosnios, los serbios, los croatas. Como en la Primera Guerra Mundial: todos habían sido agredidos. Pero tarde o temprano habrá que encontrar algún culpable...”
Hace dos meses encontraron en Tomascica una fosa común, y siguen excavando.

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