martes, 11 de febreiro de 2014

Charlot, cien años del vagabundo más entrañable


En febrero de 1914 compareció en las pantallas el más famoso vagabundo profesional de la historia del cine de la mente de Charles Chaplin, quien se hizo Charlot

En febrero de 1914 compareció en las pantallas el más famoso vagabundo profesional de la historia del cine. Nació entre el hollín de Londres en 1889, el año en que el hijo de Sisí y Francisco José de Habsburgo se suicidó, mientras en España se publicaba la reconfortante La hermana San Sulpicio. La esquina de dos siglos turbulentos, cuando las crisis europeas empujaban la emigración a América. Charles Chaplin nos mostraría su azaroso ritual en El inmigrante (1917). Cómico judío fugitivo de los bajos fondos londinenses, del asilo, de las penalidades familiares, de la locura materna, recala en Hollywood en 1914 y, en sus tres primeros cortos, compone ya su iconografía de tramp, de vagabundo, con ecos del Dickens de Oliver Twist, de la picaresca de Henry Fielding y del teatro de pantomima. Su composición es una verdadera parodia: adopta el sombrero hongo y el bastón propios de la burguesía, el bigotito de los galanes seductores, pero sus zapatones destartalados y sus pantalones andrajosos evidencian su contradicción. Es el año en que Freud publica Introducción al narcisismo. Antihéroe grotesco, inventa un lenguaje corporal que hace innecesaria la palabra y se permite a veces la herejía dramática de mirar a la cámara, es decir, al público, para activar su empatía. Pronto inaugura su famoso viraje sobre un pie al doblar una esquina, generalmente huyendo de un policía o de un matón: para él son lo mismo. En Estados Unidos pronto será el familiar Charlie, Carlitos en América Latina y Charlot en Francia, de dónde se adoptará su apodo en España, después de un intento para bautizarle Carlitos.
La poética de la marginación suburbana, que nos conducirá hasta Tortilla Flat (1935), de John Steinbeck, nace en el año de la Gran Guerra por obra de Charlot, el antihéroe barriobajero y marginalizado que nos hace reír, porque ejecuta las irreverencias y destrozos que todos hemos querido alguna vez llevar a cabo. Pero también nos conmueve, ejerciendo de padre al que arrebatan su hijo adoptivo en El chico (1921). O buscando el amor en los ojos de Mabel Normand, su compañera habitual. El mundo intelectual se rinde ante él: Gómez de la Serna acuña “Charlotismo” y Francisco Ayala le define como “el hombre sobrante” de las calles y los muelles. Y, pese a muchas mutaciones, su bigotito permanecerá inalterable hasta que se confunda con el de Hitler en la tragicomedia de El gran dictador (1941).

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