martes, 11 de febreiro de 2014

Las exploradoras del Nuevo Mundo


Por: Tereixa Constenla | 06 de febrero de 2014

En el segundo viaje de Colón figuraban mujeres, un hecho casi desconocido fuera del ámbito académico. Fue el inicio de un flujo creciente e incesante de españolas hacia América. Algunas protagonizaron aventuras asombrosas y otras actuaron con crueldad.  Sin embargo, ni figuran en la Historia ni conocemos sus nombres. Solo algunos empeños pugnan por arrancar a estas mujeres, con sus luces y sombras, de las tinieblas. El más reciente es el de Eloísa Gómez-Lucena, que ha publicado Españolas del Nuevo Mundo (Cátedra), donde recompone 38 biografías femeninas. Contra el runrún popular, ni todas fueron monjas o prostitutas. Los investigadores han constatado que se trató de un fenómeno significativo y transversal. Su perfil fue tan diverso como la sociedad de la que partían: desde humildes costureras hasta hidalgas con vocación pedagógica. Al llegar allí, un mundo fascinante y peligroso que solapaba la destrucción de lo existente con la construcción de lo nuevo, se convirtieron en capitanas, guerreras, maestras, exploradoras… “Engrosaron las filas de los expedicionarios y, como ellos, desbrozaron selvas, atravesaron cordilleras y desiertos y navegaron por los grandes ríos. Hazañas y penalidades femeninas en raras ocasiones reconocidas por la Corona española o comentadas por los historiadores de la época”, escribe Gómez-Lucena en el ensayo introductorio. A cada una de las vidas reseñada le sobran argumentos para un guion cinematográfico. Hollywood no las habría desaprovechado. Acaso alguien se anime si lee la obra. De momento, ahora que la ficción histórica está de moda en televisión, se ha estrenado El corazón del océano, la serie que narra la odisea de Mencía Calderón, la extremeña que sobrevivió junto a una veintena de mujeres a una expedición de 17.000 kilómetros y seis años hasta llegar a Asunción (Paraguay). Estas son cuatro historias recogidas por Eloísa Gómez-Lucena.
María de Estrada. Combatiente a las órdenes de Cortés. Cofundadora de Puebla de los Ángeles y Tetela del Volcán. (¿Sevilla, 1480?-Puebla de los Ángeles (México), 1535). La biógrafa avisa de que “nada se sabe de los años españoles y poco de los americanos” de esta mujer que participó en la expedición de Hernán Cortés a Nueva España (México). Aparece citada con tacañería por el cronista Bernal Díaz del Castillo, que reparó más en los caballos. “Describe hasta los 16 équidos que los acompañaban, pero se olvidó de anotar el nombre de las mujeres embarcadas o, al menos, mencionar el número”, se queja la autora del libro. De las hazañas de María dan fe otros cronistas, como el historiador mestizo Diego Muñoz Camargo que, en 1591, concluyó una obra donde se recogían los sucesos tras la Noche Triste, cuando los españoles huían de Tenochtitlan el 1 de julio de 1520: “Se mostró valerosamente una señora llamada María de Estrada, haciendo maravillosos y hazañeros hechos con una espada y una rodela en las manos, peleando valerosamente con tanta furia y ánimo que excedía al esfuerzo de cualquier varón”. Gómez-Lucena también da por cierto que la conquistadora es la figura femenina que cabalga junto a un capitán saliendo de Tenochtitlan, en un grupo comandado por Pedro de Alvarado, que figura en el Lienzo de Tlaxcala, un códice realizado en 1552 por encargo del Cabildo para narrar la conquista del imperio mexica. María de Estrada volvería a guerrear contra los indios tetelecas cerca de Puebla de los Ángeles, en cuya fundación participó junto a su primer marido, Pedro Sánchez Farfán.
Catalina Bustamante. Primera maestra de América. (Llerena, c.1490-Texcoco (México), ¿1546?). De probable origen hidalgo y con formación humanista, partió el 5 de mayo de 1514 de Sanlúcar de Barrameda junto a su marido, sus hijas y sus cuñadas hacia Santo Domingo, la primera ciudad europea del Nuevo Mundo. Durante 15 años se pierde su rastro “hasta que resurge en México a través de una protesta que la dignifica”. Escribe una carta a Carlos I en 1529 “exigiendo justicia por el atropello del que habían sido víctimas dos alumnas indígenas y, por extensión, el colegio de Texcoco que ella dirigía”. Para entonces Catalina Bustamente había enviudado y se ocupaba de la educación de las hijas de los capitanes de Hernán Cortés. Era terciaria, lo que la obligaba a una existencia decorosa y pía, una condición que la favoreció para ser nombrada directora del colegio de niñas indígenas de Texcoco. Aprendían a leer y escribir, cantaban oraciones, aprendían cuestiones domésticas y, las mayores, se iniciaban en algún oficio. “Catalina Bustamente fue inculcando en las adolescentes indígenas el derecho a formar una familia monógama e indisoluble, lejos del arbitrio paterno donde, hasta ese momento, las hijas eran mercancía para sellar alianzas con caciques o capitanes españoles. Animó a estas jóvenes a formarse una nueva conciencia regida por el derecho a elegir esposo y a vivir en sintonía con la moral cristiana”. Una noche de 1529 un grupo de indios asaltó el colegio para raptar a Inesica, hija de un cacique, y su criada por orden de un alcalde español encaprichado con la joven. La directora del colegio denunció al secuestro ante el obispo, que exigió la devolución de Inesica y su criada. “No conforme con eso, Catalina Bustamante denunció al alcalde por el atropello a la honra de las doncellas y el allanamiento del colegio para que sirviera de escarmiento ante los desmanes de otros altos cargos del virreinato”. No prosperó la vía judicial porque el presidente de la Audiencia de México era el hermano del regidor que había ordenado el secuestro. Fue entonces cuando Bustamente escribió a Carlos I, enredado por entonces en los detalles de su coronación como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. La misiva acabaría en manos de su esposa, Isabel de Portugal, que se indignó ante la ofensa y ordenó reclutar “mujeres letradas de conducta ejemplar” para instruir a las niñas de Nueva España. A las elegidas les pagó el pasaje, la manutención y un ajuar. Catalina Bustamente regresó una vez a España, con 45 años, para denunciar ante la Corona la falta de apoyos a su labor pedagógica. Isabel de Portugal volvió a respaldarla con fondos y con el reclutamiento de tres terciarias maestras. La instrucción de niñas indígenas se expandió –también a las hijas de familias pobres- por México hasta que la peste de 1545 la truncó abruptamente. Entre los 800.000 fallecidos se incluyeron las alumnas y sus maestras, incluida Catalina Bustamante. Un monumento en Texcoco la honra como la “primera educadora de América”.
Ana de Ayala. Exploradora del Amazonas. (Trujillo, 1525-Panamá, finales XVI). Contra esa versión que la identifica como una prostituta, Gómez-Lucena afirma que Ana de Ayala, de origen humilde, se casó a los 19 años en Sevilla con Francisco de Orellana, mientras él preparaba la expedición para remontar el Amazonas desde el delta. La Corona le autorizó a llevar 100 hombres a caballo, 200 a pie, algunas esposas e hijos y solteras, ocho esclavos y otros tantos religiosos. En la práctica, cuando zarpó de Sanlúcar el 11 de mayo de 1545, “tuvo que incluir en la tripulación algunos individuos de malos antecedentes, prófugos de diversa condición: ladrones, bellacos, quizá algún homicida, pero también maridos que huían de sus mujeres, a quienes las Leyes de Indias prohibían pasar a América sin ellas”. Partieron entre 300 y 500 personas en cuatro naves. Cuando llegaron a Brasil para iniciar propiamente la aventura solo habían sobrevivido 150 y dos naves. Los infortunios siguieron acumulándose: faltaban alimentos, un nuevo naufragio, enfrentamientos con los indios… Finalmente, Orellana decidió continuar solo con el bergantín junto a Ana de Ayala, Juan de Peñalosa, el piloto Juan Griego y apenas medio centenar de tripulantes. “Vagaron en el bergantín durante 27 días, perdidos por afluentes o brazos muertos del Amazonas”. Regresaron a buscar a la isla donde habían dejado otros compañeros. No estaban. “Durante unos meses los buscaron río abajo. Ya todos iban enfermos o heridos y, con tan solo un puñado de maíz para cada pasajero, echaron el ancla en un recodo del río al distinguir un poblado en un claro del bosque. Revolvían las chozas y las empalizadas en busca de alimentos y animales cuando los emboscados indígenas, avisados de su llegada, flecharon a 17 hombres y a Orellana le atravesaron el corazón. Desconocemos el lugar y la fecha de su muerte. Sin embargo, por las declaraciones de su mujer Ana de Ayala y de los otros supervivientes, sucedió en los primeros días de noviembre de 1546, tal vez en Macapá, a unos 200 kilómetros del mar abierto. Lo enterraron al pie de un soberbio castaño de Brasil, tan pródigo en la Amazonía”. Dos semanas después, solo 26 personas de entre los centenares que zarparon de Sanlúcar arribaron a la isla Margarita. Ana era la única mujer superviviente. Tras la recuperación se fue a Panamá con el capitán Juan de Peñalosa aunque no volvió a casarse. Según Gómez-Lucena, lo desaconsejó una razón práctica: “Ana de Ayala habría interpuesto querella al Consejo de Indias con el propósito de reclamar los derechos de explotación de los territorios descubiertos por su marido, o bien, habría solicitado a la Corona española que le asignara encomiendas de indios con las que mantenerse, en consideración a los servicios de su marido y a los suyos propios”. El único rastro documental que dejó Ana de Ayala ocurrió en marzo de 1572 ante un tribunal de Panamá que debía valorar los servicios prestados por Peñalosa en la expedición de Orellana. Ella declaró como testigo. En el libro se recoge un extracto de sus respuestas que certifican las calamidades que afrontaron todos los expedicionarios: “Llegó a tanto la dicha hambre que se comieron los caballos que llevaban y los perros en 11 meses que anduvieron perdidos en el dicho río; en el cual dicho tiempo murió la mayor parte de la gente y, juntamente con ella, el dicho su marido; y sabe este testigo que solamente escaparon 44 hombres, uno de los cuales fue el dicho capitán Juan de Peñalosa”.
Isabel Barreto (Pontevedra, 1565-Castrovirreyna, Perú, 1612). Adelantada de los Mares del Sur (Melanesia). La familia Barreto Castro, acomodada y erasmista (lo que propició una esmerada instrucción a sus hijas), se instaló en 1585 en la Ciudad de los Reyes (actual Lima) en el séquito del virrey. Un año después Isabel se casó con el almirante Álvaro de Mendaña, descubridor de la islas Salomón, y contribuyó a buscar financiación para una nueva travesía a los mares del Sur. Zarparon en 1595 con una dotación formada en buena parte por soldados conflictivos. La expedición al completo estaba integrada por cuatro naves, con 280 hombres y 98 mujeres y niños. Durante los 35 días de navegación hasta las islas Marquesas, cuenta la biógrafa que se celebraron 15 bodas. Pero la travesía fue más pródiga en dificultades: enfrentamientos con indígenas, escasez de víveres y agua, desesperanza para encontrar las islas ansiadas. El retrato de Isabel Barreto que legó a la posteridad el cronista Pedro Fernández de Quirós (el piloto portugués) es el de una mujer manipuladora y dura. Este relató que, para resolver el enfrentamiento entre su marido, el adelantado Mendaña, y su maestre, ordenó su ejecución: “Señor, matadlo, o hacedlo matar: ¿qué más queréis, pues os ha venido a las manos?, y si no, yo le mataré con este machete”. Poco después se sucedería una sangría entre partidarios de uno y otro. El propio Mendaña fallecería poco después dejando como heredera a su esposa, que se convertiría en la gobernadora de los Mares del Sur. La almiranta decidió entonces enfilar hacia Manila en condiciones precarias y ambiente tenso. “Isabel Barreto prohibió desembarcar bajo pena de muerte. En la noche, un soldado casado y con un bebé fue en una barca hasta el poblado en busca de leche para su hijo. Al regresar, Isabel Barreto mandó ahorcarlo por no ser obedecida”.  El 11 de febrero de 1596 arribaron a Manila. La adelantada rehízo su fortuna con el comercio de telas de China y se casó de nuevo con Fernando de Castro, que defendió sin éxito ante el rey Felipe III los derechos de su esposa como gobernadora de las islas Salomón. La Corona otorgó, por el contrario, el beneplácito a Fernández de Quirós para organizar una nueva expedición a los mares del Sur.

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