xoves, 13 de febreiro de 2014

El porfolio secreto de la Stasi


El temido espionaje de la RDA acumuló dos millones de fotografías de sus misiones
El artista alemán, Simon Menner, ha buceado en su archivo para documentar su forma de actuar
De los casi dos millones de fotografías que duermen en el archivo de la Stasi, la temida policía política del régimen comunista alemán, las polaroids son las más inquietantes. Tanto las cámaras como la película que utilizaban provenían del fisgoneo y del pillaje que los agentes practicaban en la frontera en los paquetes de regalo que llegaban del Oeste. Pertrechados de estas cámaras decomisadas, los espías de la República Democrática Alemana (RDA) irrumpían en los domicilios sospechosos y sacaban fotos del lugar tal y como se lo encontraban. Una cama con dos edredones revueltos y un animal de peluche junto la almohada, por ejemplo.
Una estampa banal de la intimidad de quien deja la casa con apremio —para ir al trabajo quizá, o al médico— y no espera visitas. Al mismo tiempo es el testimonio de esa confianza violada. Las polaroids servirían para que la Stasi reconstruyera el paisaje doméstico previo a su paso inquisidor por el hogar investigado: las dobleces de la colcha, la postura del osito o la caída de las cortinas estarían igual que antes del registro. El atropello solo fue visible décadas después, gracias a la manía totalitaria de documentar cada actuación represiva.
La sede berlinesa del Ministerio para la Seguridad del Estado, conocido por su acrónimo Stasi, es un museo desde poco después del colapso de la RDA y la caída del Muro en 1989. También es el archivo de la voracidad documental de la policía política, al que acudió durante más de dos años el artista alemán Simon Menner en busca de “las fotos que nadie pide ver”.
El lugar era un fortín solapado. Cuando era el cuartel general de uno de los servicios de espionaje más potentes del mundo, la torre central con los despachos de los jefes quedaba protegida tras un gran perímetro oblongo de edificios dispares, la mayoría más bajos y con pocas entradas. La Stasi se fue anexionando a las casas circundantes, que mantuvieron su aspecto de viviendas vecinales. Había que fijarse para ver que sus puertas estaban tapiadas. La Stasi, como los estrambóticos espías disfrazados del nuevo libro de Menner, Top Secret (alto secreto), disimulaba pero no siempre se ocultaba del todo.
Tomando café en un chiringuito del patio central del antiguo ministerio, Menner reflexiona hojeando las fotos de agentes disfrazados con pelucas, postizos, uniformes, gafas de sol o cascos de trabajo que recoge su libro: “Aun cuando aspiraban a pasar por un cualquiera, los espías se dejaban algún detalle levemente reconocible”. Nada obvio, cree, “pero debía saberse que había agentes vigilando y que, tal vez, podías tener uno delante”.
Entre los 90.000 empleados de la Stasi, sus agentes —reconocibles o no— eran la punta de un iceberg de casi 200.000 informantes y colaboradores cuya salida a flote, en 1989, conmocionó a muchos de los 17 millones de alemanes orientales. Menner habla del componente “cómico” de su colección de fotografías, que se disipa “cuando recuerdas la represión y las vidas dañadas” y también que “nadie pensó que un día sería del dominio público”.
El ojo del Gran Hermano también se dirigía hacia sí mismo. Su afán de documentarlo todo no dispensaba a sus bromas ni sus fiestas de disfraces, en las que los agentes podían vestirse como los “adversarios del pueblo” que vigilaban. Haciendo un gesto hacia la torre de la Stasi, Menner se detenía ante las fotos más estrafalarias del libro, que “se tomaron allí dentro”.
Un grupo de agentes y funcionarios celebran el cumpleaños de uno de los jefes —al que solo se ve de espaldas— disfrazados de sus potenciales objetivos. Un espía va de disidente pacifista, adornado con insignias mal vistas por el régimen comunista como la que en su sombrero pide forjar “arados con las espadas”. Sostiene una copita de blanco espumoso oriental y posa con gesto guasón: considera su atavío un disparate, pero es él quien decide cuándo vestirse de esa manera es una infracción punible. En otra imagen, un colega disfrazado de obispo oficia una ceremonia chusca entre las risas del pacifista, el futbolista, el atleta y el catedrático. El espía disfrazado de bailarina muestra las rodillas entre el tutú y la caña de las botas del uniforme de la Stasi.
La producción de imágenes podía documentar las presuntas filiaciones hostiles para el régimen. La foto de una cafetera alemana federal Siemens en el expediente de un sospechoso podía ser la evidencia de sus contactos en Occidente. Un modelo de caza de la Segunda Guerra Mundial oculto en un cajón podía delatar simpatías nazis, ser un simple juguete o indicar interés por la aviación histórica. Una vez violada la intimidad del sospechoso, sería cosa de los agentes decidir qué contiene la foto, con consecuencias drásticas para la vida de su objetivo: perder el trabajo, ser purgado del partido único o disfrutar de un ascenso.
El libro reúne estas imágenes bajo el epígrafe de Asuntos Internos. Las primeras del libro son “Instrucciones” —cómo disfrazarse, cómo detener, cómo perseguir o cómo defenderse—. El otro bloque, llamado “Operaciones”, ordena las escalofriantes polaroids previas a los registros, las fotos de la vigilancia rutinaria a personas o lugares, y un capítulo asombroso donde “Los espías fotografían a otros espías”. En la Segunda Guerra Mundial, los aliados acordaron que pequeñas misiones militares podrían moverse libremente por todos los sectores ocupados. Las misiones rusas podían adentrarse en la Alemania occidental, mientas la Stasi perseguía a los soldados británicos, estadounidenses o franceses, que usaban coches veloces para espiar a gusto en la RDA.
Queda una serie de imágenes de espías militares occidentales en el acto de fotografiar a sus vigilantes orientales, que no podían detenerlos. Los archivos militares británicos le negaron a Menner el permiso para buscar los retratos de los agentes de la Stasi que resultarían de aquellos encuentros. Algunas fotos, cuenta Menner, se separaron de sus expedientes. Quedan cartulinas rubricadas como “pornografía occidental” de las que alguien arrancó el contenido, seguramente para llevárselo a casa. También quedan fotos sin sentido, como una desconcertante serie que muestra la tumba de un cisne señalada con banderines de la RDA.
Todo acababa en el archivo, que era tan insaciable como las actuales las redes de espionaje digital reveladas en 2013 por el exempleado de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) estadounidense Edward Snowden. Si pudiera, dice el editor de Top Secret, cambiaría la posibilidad de bucear en los cuarenta años de la Stasi por la de observar, solo dos semanas, “cómo nos están espiando ahora”.

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