El mapa de potencias está en plena revisión. El centro de
gravedad del poder se está desplazando ante la pérdida de pujanza de Occidente.
¿Cómo será el mundo en dos décadas?
A mediados de julio, cuando François Hollande expresó
su voluntad de salvar al grupo automovilístico francés Peugeot-Citroën, un
comentarista llamado Ulf Poschardt brincó indignado en el diario derechista
alemán Die Welt. El deseo de Hollande de rescatar a una industria que, según
Poschardt, produjo su último buen producto, el Citroën DS, en 1955, constituía
un regreso a “la economía planificada” y, peor todavía, una “provocación” para
Alemania. Esta era la conclusión que sacaba Poschardt: Francia ya no es un buen
socio para Alemania, por lo que Merkel
debería buscarse otros. Él sugería “los polacos, los británicos, los
escandinavos, los bálticos y los holandeses”.
¿Terminará deshaciéndose de facto la Unión Europea? Hoy, esa
hipótesis ya no es descartable. Reino Unido bien podría largarse en ese
referéndum con el que sueña David Cameron,
y Alemania, una vez España, Italia, Grecia y Portugal devueltos a su condición
anterior a la construcción europea, bien podría seguir el camino que citan con
creciente desparpajo sus políticos y periodistas conservadores: constituir, con
algunos vecinos de la Europa central, oriental y septentrional, un club basado
en un euro fuerte y una disciplina presupuestaria de acero. París quedaría así
en el limbo y Berlín sería la capital de una nueva potencia germana, esta vez,
financiera y económica.
Puede que ocurra esto o puede que no. La futurología geopolítica es tan
poco fiable como los augurios de las agencias de calificación norteamericanas.
Recuérdese que en 1980 estaba de moda vaticinar que el PIB de Japón superaría
al de Estados Unidos en 2010, y no ha sido así, la economía nipona se estancó.
Ahora Goldman Sachs dice que, de aquí a 2050, China será la primera potencia
económica mundial relegando a Estados Unidos a la segunda posición. India
ocuparía el tercer lugar, Brasil, el cuarto y México, el quinto. No habría un
solo país europeo entre los cinco primeros.
Tal vez lo vean nuestros hijos, tal vez no. Lo certificable ahora es que el
“nuevo orden mundial” surgido de la caída del muro de Berlín, el hundimiento
del imperio soviético y el final de la guerra fría, ha sido de breve duración,
apenas los años noventa del pasado siglo. En contra de lo que entonces se
profetizó, el siglo XXI no será indiscutiblemente americano, con Estados Unidos
como única potencia de un mundo unipolar. Apenas tiene una docena de años de
vida y el siglo XXI ya es multipolar. Con un Estados Unidos que empieza a
aceptar sus limitaciones y una Unión Europea en desbandada, el Occidente
capitalista, democrático y atlántico, el heredero de esa “carga del hombre
blanco” de la que hablaba Ruyard Kipling,
va perdiendo autoridad a diario, mientras el centro de gravedad planetaria se
desplaza a Asia y surgen sorpresas en América Latina, Oriente Próximo y hasta
África.
Así que estamos en pleno desorden mundial y lo que puede predecirse
razonablemente para los próximos tiempos se asemeja más bien a una nueva Edad
Media, a una especie de Guerra de Tronos con múltiples reinos, señoríos y
ciudades de fuerzas más o menos semejantes, compitiendo implacablemente unos
con otros sin que ninguno pueda imponerse con rotundidad.
La última foto triunfalista del periodo anterior fue la de la cumbre del
G-8 celebrada en Alemania en junio de 2007. A orillas del Báltico se reunieron
los líderes de Estados Unidos,
Japón, Alemania, Francia, Reino Unido,
Italia, Canadá y Rusia para prometer ayuda paternalista a la pobre África.
Aquel fue el retrato de despedida de la breve época nacida con la caída del
muro de Berlín. En el otoño de 2008, la quiebra de Lehman Brothers
desencadenaba una brutal crisis financiera mundial, y, con ella, se aceleraba
una tendencia que ya estaba ahí: el declive de Occidente y el ascenso del resto
del mundo.
Ahora las reuniones del G-8
han dado paso a las de un grupo llamado
G-20, donde los occidentales ya no pueden dar lecciones a los demás
y donde chinos, brasileños, indios o sudafricanos abroncan a Estados Unidos por
su deuda descomunal, a Europa por su nulidad para cerrar la crisis del euro y a
ambos por sus barreras proteccionistas.
Con los imperios español, portugués, francés y británico, y luego con el
estadounidense, Occidente ha dominado el mundo durante cinco siglos. Los
occidentales llegaron a teorizar que esto era una ley natural, un estatuto
fruto, en el peor de sus argumentarios, de una superioridad racial, o, en el
mejor, de una superioridad democrática. Pero el sol de la Historia no se
detiene: la hegemonía ya ha recorrido su camino por el Oeste y vuelve a alzarse
en el Este.
Los hechos hablan por sí solos. Los chinos invierten en África y América Latina y prestan
dinero a los estadounidenses y europeos. El perfil urbano de Shanghái
representa hoy la modernidad y convierte al de Nueva York en un entrañable
monumento del pasado siglo. Los mayores rascacielos están en los emiratos
árabes del golfo, y la mayor industria cinematográfica, en India. Las
informaciones y opiniones de las cadenas televisivas Al Yazira (árabe), NDTV (india) y CCTV
(china) llegan a más gente que las norteamericanas CNN y
Fox y la británica BBC. El hombre más rico del planeta es el
mexicano Carlos Slim. La cultura
pop japonesa es casi tan pujante como la estadounidense. Turquía vuelve a tener más peso en los
asuntos de Oriente Próximo que Europa...
¿Qué saldrá de todo esto? ¿Cuál será el mapamundi económico y geopolítico
de las próximas décadas? Puestos a aventurar, es razonable imaginar que, de
mantenerse las actuales tendencias, Estados Unidos, China e India serán los
principales señoríos de la Guerra de Tronos,
los que competirán en el que será su principal escenario: el asiático. Y
tampoco es descabellado predecir que, liderando sus respectivas regiones y con
su cuota de influencia global, Brasil,
Sudáfrica, Turquía, los
países árabes del golfo y Rusia serán relevantes en el gran juego.
En cuanto a Europa, Reino Unido parece destinada a culminar su tendencia a
convertirse en una pintoresca provincia de Estados Unidos, y Alemania, a
convertirse en la cabeza de un pequeño club continental fuerte en lo financiero
y económico, pero no tanto en lo político y militar. Para los hispanos, el
premio de consolación es que serán un gran actor humano, lingüístico y cultural
en todas las Américas. A mediados de este siglo, constituirán un cuarto o hasta
un tercio de la población del territorio comprendido entre el Río Bravo y
Canadá, convirtiendo a Estados Unidos en un país bilingüe. De modo que la
latinidad estará presente en tres de las primeras economías del planeta
(Estados Unidos, Brasil y México).
Estados Unidos comenzó a angustiarse por su posible decadencia a finales de
los años setenta y comienzos de los ochenta, con Vietnam, Watergate, la
estanflación, la crisis de los rehenes de Teherán y la pujanza económica
japonesa. En 1984 Ronald Reagan le devolvió un optimismo que fue confirmado por
su triunfo en la guerra fría. Sin embargo, como escribió en 2008 el politólogo
Parag Khanna en The New York Times Magazine, “la era unipolar bajo hegemonía
norteamericana solo duró en realidad la década de los noventa”, los tiempos de
Bill Clinton. En el arranque del siglo XXI, con Georges W. Bush en la Casa
Blanca, el coloso dilapidó buena parte de su capital al arruinar sus finanzas
federales, lanzarse a la desastrosa aventura de Irak y convertirse en el
epicentro de la gran crisis financiera mundial.
Hacia 2005-2006, con Estados Unidos empantanado en Irak, ya empezó a
hablarse en todas partes del mundo multipolar que surgía tras el breve
intervalo de monólogo norteamericano. En 2008, el periodista de Newsweek Fareed Zakaria publicó un libro, The post-American
world (El mundo después de USA, en su edición española), donde lo daba por
hecho. La mundialización no iba a ser americanización.
Zakaria hizo esas predicciones antes de la catástrofe de Wall Street. Ahora
Barack Obama habita la Casa Blanca constatando con lucidez que la influencia de
su país recula en el escenario global. Tanto en lo político, cultural y moral
—el poder blando teorizado por Joseph Nye— como en lo económico —pérdida de
peso relativo en el PIB mundial y descomunales cifras de déficit comercial,
presupuestario y deuda pública—. De esa constatación y de su talante se deriva
una actitud menos arrogante y agresiva. Pero, atención, EE UU está muy lejos de
un colapso semejante al del imperio romano. Tiene activos poderosos: un sistema
financiero que, aunque desprestigiado, es la primera referencia mundial; una
gran producción industrial; marcas y empresas implantadas en todas partes; universidades
prestigiosas; una incesante oferta televisiva y cinematográfica; la genialidad
tecnológica de Silicon Valley; un mercado de trabajo atractivo para talentos
extranjeros y una incombustible capacidad para levantarse tras las caídas. Last
but not least, es una potencia militar sin parangón (casi la mitad de los
gastos militares planetarios son norteamericanos).
“Estados Unidos”, dice el historiador Paul Kennedy, “no es un
coloso impotente, lo que ocurre es que las cosas están volviendo a la
normalidad, está pasando de ser un imperio universal a un gran país, y eso es
bueno”. Su talón de Aquiles, en opinión de Kennedy, es que “cuente
peligrosamente con los otros Estados para financiar sus déficits. El poder
militar no puede reposar en estos pies de barro, no puede depender
indefinidamente de acreedores extranjeros”.
Global Trends 2030 es un gigantesco estudio sobre las tendencias mundiales
de aquí a 2030 que está siendo llevado a cabo por think-tanks
norteamericanos y que será difundido íntegramente tras las elecciones de
noviembre. En sus augurios económicos más optimistas, Estados Unidos, con un
crecimiento medio del 2,7% entre 2010 y 2030, confirmaría su pérdida de peso
económico relativo, pasando su participación en el PIB del G-20 de un tercio a
un cuarto. En los más pesimistas, un estallido de la zona euro provocaría al
otro lado del Atlántico otra crisis financiera y una nueva recesión de
consecuencias impredecibles.
Europa se ha convertido, pues, en un problema para sí misma, para Estados
Unidos y para el resto del mundo. Lo triste es que no hace tanto era vista como
la solución. En 2004 el economista norteamericano Jeremy Rifkin
publicó un libro titulado The european dream (El sueño
europeo en su edición española), en el que afirmaba que la visión europea
(asociación de Estados democráticos, combinación de libre mercado con
protección social, defensa del medio ambiente, acción internacional pacífica y
gusto por la calidad de vida) no iba a tardar en eclipsar en la escena global
al Sueño Americano. Y en 2008 el profesor indoamericano Parag Khanna predijo en el
artículo que publicó en The New York Times Magazine que Estados
Unidos tendría que compartir la hegemonía en el siglo XXI con China y con una
UE de la que se deshacía en elogios.
Ahora, incapaz de resolver una crisis del euro que ha revelado lo
disparatado que era crear una unión monetaria sin gobierno económico común, la
Unión Europea parece agonizar. Los viejos intereses nacionales la corroen en la
hora de la prueba suprema. Y ante el resto del mundo proyecta la imagen de una
fortaleza cerrada a las mercancías, las personas y las ideas del resto del
planeta, una gerontocracia que da muchas lecciones moralistas y siempre se
acobarda ante la acción, un club incapaz incluso de socorrer de modo
contundente a sus miembros más débiles y dirigido por una Angela Merkel cuya
única visión consiste en imponer al resto el dogma presupuestario alemán.
La crisis empobrece a las poblaciones europeas y la política de austeridad
a toda costa destruye la más importante aportación del Viejo Continente a la
humanidad tras la II Guerra Mundial: el capitalismo con protección social de
democristianos y socialdemócratas. ¿Por qué todo esto parece resbalarle a
Merkel? En mayo de 2010, el filósofo Jürgen Habermas ofreció una explicación en
Die Zeit. Alemania, dirigida por élites políticas que siguen “los titulares
groseros de Bild”, ha perdido la vocación europea a la par que el complejo de
culpa, y se ha encerrado en una “mentalidad egocéntrica”.
“Europa no se da cuenta de hasta qué punto ha perdido toda importancia a
los ojos del resto del mundo”. Esta frase provocadora, pronunciada por Kishore
Mahbubani, director de la Escuela de Administración Pública de Singapur, es hoy
muy citada para subrayar la creciente irrelevancia del Viejo Continente, algo
que no le viene nada bien a EE UU. Por lo evidente, porque la recesión europea
lastra su despegue económico, y porque Obama deseaba retirar a su país del
primer plano de todos los conflictos y descansar algo en hombros europeos.
China comenzó a cambiar en 1978 con la llegada al poder de Deng Xiaoping,
el autor de la célebre frase: “Qué más da que el gato sea blanco o negro, lo
importante es que cace ratones”. Comenzaron así las reformas económicas que
convertirían el gigante asiático en un país capitalista con un Gobierno
autoritario del Partido Comunista. Ahora China es la gran fábrica del mundo,
cuenta con una pujante clase media, es un gran cliente de las materias primas
de África y América Latina y un gran inversor y prestamista internacional,
dispone de una divisa prestigiosa, el yuan, y va controlando, como proveedor o
comprador, la producción mundial de los llamados metales raros como el litio,
claves en las nuevas industrias. También invierte mucho en investigación: sus
científicos hacen significativos progresos propios en áreas como la
informática, la industria aeroespacial, las energías verdes, la ingeniería
metalúrgica, la biología molecular. Se dice que China podría superar en 2020 a
Estados Unidos como la primera potencia científica del planeta.
En paralelo, el presupuesto de las Fuerzas Armadas chinas crece a un ritmo
de dos dígitos anuales y Pekín está cada vez más presente en la escena
internacional —en la económica, por supuesto, pero también en la política y
diplomática—. Ahora bien, avanza con cautela. China no quiere despertar el
fantasma de que aspira a la hegemonía mundial, no se propone como un líder
alternativo a EE UU. Al menos, todavía no. Hu Jintao, su presidente, proclama
urbi et orbi que su política exterior está basada en “la construcción común de
un mundo armonioso”.
El ascenso de China supone un desafío ideológico a Occidente. ¿Es su modelo
de prosperidad económica sin democracia y derechos una alternativa de
“modernidad” al occidental? Así lo sugiere China basándose en su crecimiento de
los últimos lustros y en su relativo buen aguante en la crisis actual, y así
empieza a ser visto en otras partes. El régimen chino es, sin duda,
autoritario, pero también más flexible de lo que podría pensarse: toma con
rapidez y eficacia decisiones importantes y complejas en materia económica,
mima a sus élites y a su incipiente clase media y no carece de olfato para
detectar los humores populares. ¿Es sostenible este modelo? ¿No terminarán
haciéndole pagar un precio elevado sus lastres evidentes: la carencia de
libertades y derechos, la corrupción casi institucionalizada, el aumento de las
desigualdades, la dependencia de las firmas extranjeras allí establecidas?
Asia, la gran reserva de capitales y de fuerza de trabajo barata y
preparada del planeta, será en el siglo XXI el equivalente a lo que fue Europa
en el XIX y la América del Norte en el XX. China, Japón e India ya son,
respectivamente, la segunda, la tercera y la sexta economía del mundo.
Singapur, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos suben en la clasificación
mundial de detentadores de divisas fuertes y van haciendo sus inversiones en
bancos y empresas energéticas occidentales. ¿Pero quién liderará el continente
asiático? Ninguno de los tres aspirantes obvios —China, Japón e India— tiene
una legitimidad indiscutible, y sus rivalidades mutuas son enormes.
Considerado hace seis o siete lustros el mayor competidor potencial de EE
UU, Japón está prácticamente desaparecido en esta crisis. Lleva más de una
década pagando el precio de la burbuja financiera y evidenciando sus carencias:
estancamiento económico, envejecimiento de la población e inestabilidad
política. Ahora busca ser menos dependiente de EE UU y dirige su mirada a Asia.
India añade a su propuesta de crecimiento económico (el 9%) unos valores,
democracia y pluralismo, que han llevado a Obama a decir que es “una potencia
mundial responsable” y “un líder en Asia”. Su despertar arrancó en 1991, cuando
el Gobierno abandonó el modelo estatalista, y está basado en la satisfacción de
las necesidades del inmenso mercado nacional. A sus firmas colosales, como la
automovilística Tata Motors y la telefónica Bharti Airtel, India añade una
miríada de pequeñas y medianas empresas que fabrican productos textiles,
mecánicos, informáticos y agroalimentarios que resultan útiles y baratos para
su población. Ensalzado en los filmes de Bollywood, el héroe nacional es hoy el
joven emprendedor.
India piensa en el futuro. Para blindarse geopolíticamente cuenta con el
arma nuclear, y para no volver a pasar hambre invierte masivamente en tierras
de cultivo latinoamericanas y africanas. Sus activos son una población joven y
anglófona, un mercado local sediento de todo, su habilidad para ser la base de
servicios externalizados y su sistema democrático. Sus rémoras, la persistencia
de una gran pobreza y analfabetismo, unas infraestructuras calamitosas, mucha
corrupción, una compleja burocracia y un sistema fiscal ineficaz.
Brasil ya juega en el escenario global. Su actitud es la de una creciente
seguridad que huye, no obstante, de la arrogancia y la confrontación. Se está
convirtiendo en un gran productor de hidrocarburos a la par que es líder
mundial en biocombustibles. Ya es miembro del G-20 y aspira a un sillón
permanente en el Consejo de
Seguridad de la ONU. Se va desmarcando de Estados Unidos sin
provocar serias crisis. Partidario de la cooperación transversal entre países
del Sur, va multiplicando su presencia en América Latina, Oriente Próximo y
África. Se ha aliado con India y Sudáfrica en las negociaciones comerciales
internacionales atacando a las barreras aduaneras norteamericanas sobre el
acero y a las subvenciones agrícolas europeas. Y tiene con China tiene una
alianza estratégica. Las economías china y brasileña son muy complementarias:
Brasil les vende minerales, madera, carne, leche y soja, mientras China
invierte en infraestructuras y empresas industriales brasileñas.
Brasil ya no es esa sempiterna “tierra del porvenir” de la que hablara
Stefan Zweig. El escaparate de esta emergencia, asociada con la presidencia de
Lula da Silva (2003- 2010) y hoy con la de su sucesora, Dilma Rouseff, serán la
Copa del Mundo de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 que allí se
celebrarán.
¿Se le sumará en algún momento México? No pocos lo predicen así. Al actual
grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), los futurólogos
le han añadido el de los llamados Next 11 (los 11 siguientes), en el que
figuran México, Corea del Sur y Turquía. Y México, según algunos análisis,
tendría incluso potencial para estar entre los cinco primeros del ranking
mundial a mediados de este siglo.
A imagen y semejanza de Internet, su gran instrumento de
comunicación, la globalización se estaba convirtiendo en una red de redes, en
una tela de araña de nueva factura, con diversos centros e inextricables
relaciones. O en una Guerra de Tronos.
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