Por: Ana Palacios | 07 de septiembre
de 2012
Se cree que la mujer negra que da a luz a un niño albino es porque ha
tenido relaciones con un hombre blanco. Repudiadas por sus maridos, no les
queda más remedio que huir y refugiarse en campos como este: Kabanga Center en
Tanzania.
Servidora: “A diet
Coke, please”. Lugareño negro azulado: “No, madam, no diet Coke here”.
Claro, a quién se le ocurre pedir una Coca-Cola Light en los confines de
África. Aquí nadie quiere guardar la línea. Lo que quieren es poder comer
mañana.
Tanzania.
Horizontes eternos. Elefantes corriendo a cámara lenta, hipopótamos chapoteando
en los lagos, jirafas paseando entre las enormes acacias africanas, leones
copulando… Qué va. Yo lo único que he visto es un par de grillos, un bicho
palo y una tortuga como un plato hondo.
Estoy al oeste, junto a la frontera de Burundi, en mitad de la nada. Esto
es Kabanga Center. Un poblado especial donde conviven en armonía albinos,
sordos, ciegos, niños sin manos y niñas sin pies. El azar de la genética
los ha convertido en excepcionales y los ha agrupado aquí para poder
sobrevivir.
Ya es duro que la cigüeña te suelte en África pero si, además, naces
diferente en un territorio donde impera la ley del más fuerte, las dificultades
para la supervivencia se multiplican. Mendel y su combinación de guisantes
debieron avisar de que parte del mundo no está preparado para aceptar e
integrar a los guisantes outsiders.
Tener relaciones sexuales con una albina te cura del
SIDA. Si tomas pócima de albino serás rico. Si te toca un
albino estás maldito para siempre. Los albinos no mueren, se desvanecen... Estas y otras barbaridades
son creencias profundamente arraigadas entre los tanzanos. El
país con más población albina de África. Son el producto
estrella para la magia negra.
Unos les quieren descuartizar para hacer rituales invocando prosperidad
económica y otros quieren fulminarlos porque creen que están malditos y les
traerá mala suerte. El resultado de estas supersticiones son las “cacerías
de albinos”, que se han llevado por delante a casi un centenar en los últimos
cinco años. Esa es la cifra oficial, la real... multiplica y multiplica.
Aunque el verdadero enemigo de esta población es Lorenzo.
Sin melanina que los proteja del sol africano, casi todos mueren de cáncer de
piel y su esperanza de vida es de treinta años. Yo llevaría muerta nueve. Nunca
habría descubierto la depilación láser, la queratina líquida del Mercadona, ni
la pedicura francesa.
Si tuvieran una prevención adecuada
llevando sombreros, gafas de sol de las buenas y cremas solares, otro gallo les
cantaría y su esperanza de vida sería igual que la de sus hermanos negros. Pero
no tienen ni un chelín para pagar nada de eso.
Aquí los albinos son más pobres todavía. En
general, no acceden a la enseñanza secundaria porque las escuelas no están
preparadas para atender a sus problemas genéticos de visión. Eso se traduce en
que no obtienen buenos empleos y, encima, les cuesta más casarse por ser de
otro color. Si no hay pelas, no hay cremas; si no hay cremas, hay cáncer; si
hay cáncer, no hay vida.
El caso es que no les puede venir peor dadas a este colectivo,
convirtiéndolo en tremendamente vulnerable. Por si fuera poco, sufren la
discriminación de sus propias familias que, tradicionalmente, los consideran
torpes y poco inteligentes, en definitiva, una vergüenza para la familia.
Todas estas patadas los lanzan rápidamente fuera de la
sociedad y los concentra en campos como este, donde se agrupan por su propia
seguridad. Kabanga Center es un recinto amurallado de 3 km2
donde viven en amor y compañía unas 200 personas, entre albinos y negros con
diversidad funcional. Tiene barracones, un mini huerto, cocina comunal, comedor
y letrinas. Poco transitado de día por forasteros y vigilado por la policía de
noche para garantizar cierta seguridad.
El primer día, cuando llegamos allí los once voluntarios que formamos el
grupo de AIPC Pandora,
pensábamos encontrar a los albinos muertos de miedo, escondidos detrás de
los árboles, huraños y desconfiados. Y, oye, de allí salieron corriendo a
recibirnos decenas de niños de todos los colores, riéndose, saltando y
enloquecidos de alegría por vernos. Empezaron a abrazarnos, a pegarnos miles
de mocos, a estornudarnos encima y a darnos besos con babas. Un clásico
infantil. Mi hipocondría casi me provoca un infarto. Yo solo pensaba si con el
cargamento de toallitas húmedas y los cinco botes de desinfectante que había
traído sería suficiente… he gastado solo uno. Debe ser que el cariño inmuniza.
Al principio todo era fantasía y diversión. Andábamos todos tan contentos
-ellos y nosotros- organizando juegos y talleres que no nos dábamos cuenta
de que la sombra del drama estaba siempre ahí, intacta.
Mirándoles más despacio, cuando conseguías que se estuvieran quietos
dibujando o haciendo pulseras de bolitas, notas que no pueden leer los cuentos
porque la mayoría están casi ciegos. Notas que solo comen ugali (puré de harina
de maíz), patata y pan, que solo beben dos tacitas de agua marrón al día,
llena de tierra. Observas que están casi todos malnutridos, con el vientre
abultado, que tienen la cara destrozada de pústulas y lesiones, la piel llena
de heridas abiertas infectadas y casi toda la ropa rota hecha jirones.
Te enteras de que Lusia y Alfred de seis años, y ese y el otro y aquel…
están solos aquí dentro. Les dejaron aquí sus papás por miedo y para
protegerlos. Es difícil ver todo esto, porque sus risas, gamberradas y energía
positiva te abducen a la inocencia de su alma infantil, ajena al panorama que
les espera. Un futuro sin futuro. Un bombardeo sin piedad a todos los
Derechos del Niño.
Los once hemos apretado dientes y puños de frustración, soltado lágrimas de
rabia y sentido el desaliento en varias ocasiones. Pero… ¡eh! no tenemos
tiempo, hay mucho que hacer. No hay tiempo para la compasión, hay que actuar
con rapidez y diligencia, porque las cosas sí pueden cambiar.
Manos a la obra con el taller de higiene: favor de limpiarse esas heridas
con estos betadines que os dejamos aquí. Ven aquí, enano, que te voy a poner
protección 50 hasta en las orejas. Tú, si no te pones el sombrero que te hemos
dado, no juegas a la comba. Hoy solo baila la macarena el que lleve las
gafas de sol. Señora, le vamos a enseñar a sumar para que pueda vender las
verduras del huerto y que no le den burro por cebra. Damas, vamos a
arreglar esas máquinas de coser para que podáis confeccionar más uniformes
escolares y venderlos en el pueblo de Kasulu.
Vivan los voluntarios, Pandora, Cruz Roja y la madre que
los parió. Las cosas sí pueden cambiar. Es tan
gratificante ir viendo resultados… Ver que Maggie se pone las gafas, Josephine
la protección y que Bibiana lleva las heridas mejor con las curas, no tiene
precio.
Ya en España, echo de menos sus mocos y sus gritos
en Suajili que me perforaban los oídos. Pero ahora toca trabajar aquí para que
sigan teniendo cremas, gafas y gorras. Porque hay que evitar que Yonge tenga
cáncer y conseguir que Zawia, que es más lista que el hambre, llegue a estudiar
secundaria. Conseguirles agua potable para que no tengan el estómago lleno
de tierra y luego de gusanos… hacer un pozo quizá.
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