xoves, 13 de setembro de 2012

La maldición de las albinas (y los albinos)


Por: Ana Palacios | 07 de septiembre de 2012
Se cree que la mujer negra que da a luz a un niño albino es porque ha tenido relaciones con un hombre blanco. Repudiadas por sus maridos, no les queda más remedio que huir y refugiarse en campos como este: Kabanga Center en Tanzania.
Servidora: “A diet Coke, please”. Lugareño negro azulado: “No, madam, no diet Coke here”. Claro, a quién se le ocurre pedir una Coca-Cola Light en los confines de África. Aquí nadie quiere guardar la línea. Lo que quieren es poder comer mañana.
Tanzania. Horizontes eternos. Elefantes corriendo a cámara lenta, hipopótamos chapoteando en los lagos, jirafas paseando entre las enormes acacias africanas, leones copulando… Qué va. Yo lo único que he visto es un par de grillos, un bicho palo y una tortuga como un plato hondo.
Estoy al oeste, junto a la frontera de Burundi, en mitad de la nada. Esto es Kabanga Center. Un poblado especial donde conviven en armonía albinos, sordos, ciegos, niños sin manos y niñas sin pies. El azar de la genética los ha convertido en excepcionales y los ha agrupado aquí para poder sobrevivir.
Ya es duro que la cigüeña te suelte en África pero si, además, naces diferente en un territorio donde impera la ley del más fuerte, las dificultades para la supervivencia se multiplican. Mendel y su combinación de guisantes debieron avisar de que parte del mundo no está preparado para aceptar e integrar a los guisantes outsiders.
Tener relaciones sexuales con una albina te cura del SIDA. Si tomas pócima de albino serás rico. Si te toca un albino estás maldito para siempre. Los albinos no mueren, se desvanecen... Estas y otras barbaridades son creencias profundamente arraigadas entre los tanzanos. El país con más población albina de África. Son el producto estrella para la magia negra.
Unos les quieren descuartizar para hacer rituales invocando prosperidad económica y otros quieren fulminarlos porque creen que están malditos y les traerá mala suerte. El resultado de estas supersticiones son las “cacerías de albinos”, que se han llevado por delante a casi un centenar en los últimos cinco años. Esa es la cifra oficial, la real... multiplica y multiplica. 
Aunque el verdadero enemigo de esta población es Lorenzo. Sin melanina que los proteja del sol africano, casi todos mueren de cáncer de piel y su esperanza de vida es de treinta años. Yo llevaría muerta nueve. Nunca habría descubierto la depilación láser, la queratina líquida del Mercadona, ni la pedicura francesa.
Si tuvieran una prevención adecuada llevando sombreros, gafas de sol de las buenas y cremas solares, otro gallo les cantaría y su esperanza de vida sería igual que la de sus hermanos negros. Pero no tienen ni un chelín para pagar nada de eso.
Aquí los albinos son más pobres todavía. En general, no acceden a la enseñanza secundaria porque las escuelas no están preparadas para atender a sus problemas genéticos de visión. Eso se traduce en que no obtienen buenos empleos y, encima, les cuesta más casarse por ser de otro color. Si no hay pelas, no hay cremas; si no hay cremas, hay cáncer; si hay cáncer, no hay vida.
El caso es que no les puede venir peor dadas a este colectivo, convirtiéndolo en tremendamente vulnerable. Por si fuera poco, sufren la discriminación de sus propias familias que, tradicionalmente, los consideran torpes y poco inteligentes, en definitiva, una vergüenza para la familia.
Todas estas patadas los lanzan rápidamente fuera de la sociedad y los concentra en campos como este, donde se agrupan por su propia seguridad. Kabanga Center es un recinto amurallado de 3 km2 donde viven en amor y compañía unas 200 personas, entre albinos y negros con diversidad funcional. Tiene barracones, un mini huerto, cocina comunal, comedor y letrinas. Poco transitado de día por forasteros y vigilado por la policía de noche para garantizar cierta seguridad.

El primer día, cuando llegamos allí los once voluntarios que formamos el grupo de AIPC Pandora, pensábamos encontrar a los albinos muertos de miedo, escondidos detrás de los árboles, huraños y desconfiados. Y, oye, de allí salieron corriendo a recibirnos decenas de niños de todos los colores, riéndose, saltando y enloquecidos de alegría por vernos. Empezaron a abrazarnos, a pegarnos miles de mocos, a estornudarnos encima y a darnos besos con babas. Un clásico infantil. Mi hipocondría casi me provoca un infarto. Yo solo pensaba si con el cargamento de toallitas húmedas y los cinco botes de desinfectante que había traído sería suficiente… he gastado solo uno. Debe ser que el cariño inmuniza.
Al principio todo era fantasía y diversión. Andábamos todos tan contentos -ellos y nosotros- organizando juegos y talleres que no nos dábamos cuenta de que la sombra del drama estaba siempre ahí, intacta.
Mirándoles más despacio, cuando conseguías que se estuvieran quietos dibujando o haciendo pulseras de bolitas, notas que no pueden leer los cuentos porque la mayoría están casi ciegos. Notas que solo comen ugali (puré de harina de maíz), patata y pan, que solo beben dos tacitas de agua marrón al día, llena de tierra. Observas que están casi todos malnutridos, con el vientre abultado, que tienen la cara destrozada de pústulas y lesiones, la piel llena de heridas abiertas infectadas y casi toda la ropa rota hecha jirones.
Te enteras de que Lusia y Alfred de seis años, y ese y el otro y aquel… están solos aquí dentro. Les dejaron aquí sus papás por miedo y para protegerlos. Es difícil ver todo esto, porque sus risas, gamberradas y energía positiva te abducen a la inocencia de su alma infantil, ajena al panorama que les espera. Un futuro sin futuro. Un bombardeo sin piedad a todos los Derechos del Niño.
Los once hemos apretado dientes y puños de frustración, soltado lágrimas de rabia y sentido el desaliento en varias ocasiones. Pero… ¡eh! no tenemos tiempo, hay mucho que hacer. No hay tiempo para la compasión, hay que actuar con rapidez y diligencia, porque las cosas sí pueden cambiar.
Manos a la obra con el taller de higiene: favor de limpiarse esas heridas con estos betadines que os dejamos aquí. Ven aquí, enano, que te voy a poner protección 50 hasta en las orejas. Tú, si no te pones el sombrero que te hemos dado, no juegas a la comba. Hoy solo baila la macarena el que lleve las gafas de sol. Señora, le vamos a enseñar a sumar para que pueda vender las verduras del huerto y que no le den burro por cebra. Damas, vamos a arreglar esas máquinas de coser para que podáis confeccionar más uniformes escolares y venderlos en el pueblo de Kasulu.
Vivan los voluntarios, Pandora, Cruz Roja y la madre que los parió. Las cosas sí pueden cambiar. Es tan gratificante ir viendo resultados… Ver que Maggie se pone las gafas, Josephine la protección y que Bibiana lleva las heridas mejor con las curas, no tiene precio.
Ya en España, echo de menos sus mocos y sus gritos en Suajili que me perforaban los oídos. Pero ahora toca trabajar aquí para que sigan teniendo cremas, gafas y gorras. Porque hay que evitar que Yonge tenga cáncer y conseguir que Zawia, que es más lista que el hambre, llegue a estudiar secundaria. Conseguirles agua potable para que no tengan el estómago lleno de tierra y luego de gusanos… hacer un pozo quizá.

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