Por: Diego A. Manrique | 10 de
septiembre de 2012
Las cifras redondas tienen su poder. En 2012 hemos celebrados 50
años de los Rolling Stones, del primer disco de The Beatles en Parlophone, del
fichaje de los Beach Boys por Capitol. Todo vale para los reportajes
retrospectivos, una gira (o reedición) triunfal y nuestro “caramba, cómo pasa
el tiempo”. Pero esos honores no se aplican así como así. No he leído, no he
visto nada sobre el principal grupo femenino del siglo XX, con doce números 1
durante los años sesenta.
Las Supremes, claro (en realidad, ellas debutaron en
1960, cuando todavía se llamaban las Primettes). Hoy funcionan abundantes
Supremes espúreas por el circuito de la nostalgia. Pero las originales no se
benefician de su legado. El último intento de reunirse ocurrió en 2000 y
naufragó en lo previsible: el reparto de beneficios. Diana Ross pretendía
cobrar cinco veces más que Mary Wilson y quince más que Cindy Birdsong, la vocalista
que reemplazó a la desdichada Florence Ballard. La Wilson se negó e,
imperturbable, Diana contrató a otras dos supremas tardías….y se
estrellaron. Plaf. La gira se suspendió a la mitad.
Tal vez el relato de las Supremes es demasiado turbio. Recuerden que su
trayectoria inspiró en 1981 un musical de Brodway, Dreamgirls,
convertido en película en 2006. Aunque lo que allí se cuenta es aguachirle en
comparación con lo que ahora sabemos. Abundan los libros interesados,
incluyendo varias autobiografías de Diana y Mary. Pero sí, hubo todo el drama
que un guionista podría desear. Humillantes encuentros con racistas durante las
giras, peleas con otras figuras femeninas del sello, la cruda desaparición de
Florente. Y mucho sexo, incluyendo la irresistible ascensión de Diana, atraída
por los hombres casados de Hitsville USA: Smokey Robinson, Eddie Holland y, el
premio gordo, Berry Gordy Jr.
El capo de Motown ha pasado a la historia como
un visionario. Gordy protagonizó uno de esos cuentos de hadas –del ghetto
de Detroit a Beverly Hills- que sostienen el tinglado del Sueño Americano. De
boxeador y proxeneta a productor de películas y figura central del mundo del
espectáculo. El argumento viene a ser que supo aplicar los hallazgos de Henry
Ford –la cadena de montaje, la especialización técnica, la diversificación de
la oferta- a la elaboración y explotación de la música pop.
Con algunas diferencias, me temo. Ford quería que sus empleados estuvieran
bien pagados, que disfrutaran de su poder adquisitivo y se sintieran
orgullosos. Gordy prefiría exprimirlos. El contrato con las Supremes era el
habitual en Motown: regalías del 3 por ciento, a partir del 90 por ciento del
precio al mayorista de cada disco; los hombres de Gordy descontaban impuestos y
gastos sin ninguna supervisión. Un millón de ventas como You keep me hangin'
on podía terminar generando unos miserables 7.000 dólares para cada suprema.
Las
decisiones estéticas hoy nos resultan incluso más discutibles. Gordy quería que
sus principales artistas desarrollaran una doble carrera: proveedores de éxitos
para los jóvenes y entretenedores aptos para los adultos que acudían a
almidonados locales nocturnos. Asombra saber que, durante los sesenta, las
Supremes fueron consideradas como parte de la expansión de la música rock (los
grandes medios estadounidense no hilaban muy fino en aquellos tiempos) pero
Motown solo tenía ojos para Las Vegas. Inevitablemente, se organizaron
encuentros con sus principales competidores masculinos en las listas de éxito,
los Beatles. No hubo química: ellas, tan bien educadas, no revelaron que allí
detectaron el aroma de la marihuana; los ingleses decidieron que aquellas
chicas de Detroit eran unas pardillas del show business, esencialmente
carne de cañón para el Copacabana y similares.
Se equivocaban: tenían un enorme potencial expresivo. Pero sí es cierto
que las Supremes aceptaban el papel de marionetas de los delirios
universalistas de Gordy. Eso explica que grabaran elepés dedicados a la música country
& western, a los standards de Rodgers-Hart, al pop británico (A
bit of Liverpool), que en nada ayudaron a su trayectoria. Si se estudia su
obra completa, su cociente de aciertos es risible: grabaron más temas de
relleno que cualquiera de sus compañeros de Detroit. Pero ¿qué quieren que les
diga? Entre los diferentes sellos de Gordy llegaron a contabilizarse 200
artistas; aunque las Supremes eran las favoritas, cabe imaginar que se tomaron
muchas decisiones estéticas en piloto automático. Rara vez se intentó dar una
patina hip a las Supremes: la portada del LP de Love child causó
conmoción, al mostrarlas con ropa de calle en un entorno nada glamouroso.
Los modos autocráticos de Gordy hicieron el resto. No dio
satisfacción a las exigencias de su equipo principal de
compositores-productores,los soberbios Holland-Dozier-Holland, que se marcharon
de Motown entre el estruendo judicial de demandas y contrademandas. Aunque,
enfrentado a las crisis, la espalda contra la pared, Gordy se sacaba de la
manga ocurrencias como el psychedelic soul de Norman Whitfield o,
para las Supremes, unos fabricantes de éxitos llamado The Clan.
Finalmente,
Gordy rompió el juguete: abandonó Detroit por Los Ángeles. Dejó atrás al
batallón de instrumentistas que habían definido el Motown sound, los luego
denominados Funk Brothers; no hubo ningún tipo de ayuda para que se mudaran a
Los Ángeles. Evidentemente, en California había muchos más músicos
profesionales y mejores estudios. Pero Gordy despreció la fórmula mágica con
funestas consecuencias: la perdida de identidad, la disminución de la fama de
infalibilidad. Le salvó el inesperado florecimiento de dos cantantes rebeldes a
los que había preterido en Detroit, Marvin Gaye y Stevie Wonder. Y, como apunta
certeramente un lector, el fenómeno de los Jackson 5.
¿Y al final? Las
Supremes quedan como extrañas criaturas, prodigios de sofisticación que
escondieron sus conflictos y se lo pasaban maravillosamente bien. Cara al
exterior, y si no coincidías con aquellas ocasiones en que había bronca en el
escenario, eran FABULOSAS. A esa imagen hedonista parece referirse una de las
protagonistas de El rey de la comedia, la amarga película de Martin
Scorsese. Dice: “quiero hacer locuras, quiero divertirme. Quiero ser negra,
¡quiero ser una Supreme!”. Pero se trata de Masha, el personaje de Sandra
Bernhard, que acaba de secuestrar –y cubrir de cinta aislante- al presentador
de televisión que encarna Jerry Lewis. Locura y espejismo.
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