martes, 18 de setembro de 2012

Los tacones de aguja pueden matar


Por: Diego A. Manrique | 10 de septiembre de 2012

Las cifras redondas tienen su poder. En 2012 hemos celebrados  50 años de los Rolling Stones, del primer disco de The Beatles en Parlophone, del fichaje de los Beach Boys por Capitol. Todo vale para los reportajes retrospectivos, una gira (o reedición) triunfal y nuestro “caramba, cómo pasa el tiempo”. Pero esos honores no se aplican así como así. No he leído, no he visto nada sobre el principal grupo femenino del siglo XX, con doce números 1 durante los años sesenta.

Las Supremes, claro (en realidad, ellas debutaron en 1960, cuando todavía se llamaban las Primettes). Hoy funcionan abundantes Supremes espúreas por el circuito de la nostalgia. Pero las originales no se benefician de su legado. El último intento de reunirse ocurrió en 2000 y naufragó en lo previsible: el reparto de beneficios. Diana Ross pretendía cobrar cinco veces más que Mary Wilson y quince más que Cindy Birdsong, la vocalista que reemplazó a la desdichada Florence Ballard. La Wilson se negó e, imperturbable, Diana contrató a otras dos supremas tardías….y se estrellaron. Plaf. La gira se suspendió a la mitad.
Tal vez el relato de las Supremes es demasiado turbio. Recuerden que su trayectoria inspiró en 1981 un musical de Brodway, Dreamgirls, convertido en película en 2006. Aunque lo que allí se cuenta es aguachirle en comparación con lo que ahora sabemos. Abundan los libros interesados, incluyendo varias autobiografías de Diana y Mary. Pero sí, hubo todo el drama que un guionista podría desear. Humillantes encuentros con racistas durante las giras, peleas con otras figuras femeninas del sello, la cruda desaparición de Florente. Y mucho sexo, incluyendo la irresistible ascensión de Diana, atraída por los hombres casados de Hitsville USA: Smokey Robinson, Eddie Holland y, el premio gordo, Berry Gordy Jr.

El capo de Motown ha pasado a la historia como un visionario. Gordy protagonizó uno de esos cuentos de hadas –del ghetto de Detroit a Beverly Hills- que sostienen el tinglado del Sueño Americano. De boxeador y proxeneta a productor de películas y figura central del mundo del espectáculo. El argumento viene a ser que supo aplicar los hallazgos de Henry Ford –la cadena de montaje, la especialización técnica, la diversificación de la oferta- a la elaboración y explotación de la música pop.

Con algunas diferencias, me temo. Ford quería que sus empleados estuvieran bien pagados, que disfrutaran de su poder adquisitivo y se sintieran orgullosos. Gordy prefiría exprimirlos. El contrato con las Supremes era el habitual en Motown: regalías del 3 por ciento, a partir del 90 por ciento del precio al mayorista de cada disco; los hombres de Gordy descontaban impuestos y gastos sin ninguna supervisión. Un millón de ventas como You keep me hangin' on podía terminar generando unos miserables 7.000 dólares para cada suprema.

Las decisiones estéticas hoy nos resultan incluso más discutibles. Gordy quería que sus principales artistas desarrollaran una doble carrera: proveedores de éxitos para los jóvenes y entretenedores aptos para los adultos que acudían a almidonados locales nocturnos. Asombra saber que, durante los sesenta, las Supremes fueron consideradas como parte de la expansión de la música rock (los grandes medios estadounidense no hilaban muy fino en aquellos tiempos) pero Motown solo tenía ojos para Las Vegas. Inevitablemente, se organizaron encuentros con sus principales competidores masculinos en las listas de éxito, los Beatles. No hubo química: ellas, tan bien educadas, no revelaron que allí detectaron el aroma de la marihuana; los ingleses decidieron que aquellas chicas de Detroit eran unas pardillas del show business, esencialmente carne de cañón para el Copacabana y similares.

Se equivocaban: tenían un enorme potencial expresivo. Pero sí es cierto que las Supremes aceptaban el papel de marionetas de los delirios universalistas de Gordy. Eso explica que grabaran elepés dedicados a la música country & western, a los standards de Rodgers-Hart, al pop británico (A bit of Liverpool), que en nada ayudaron a su trayectoria. Si se estudia su obra completa, su cociente de aciertos es risible: grabaron más temas de relleno que cualquiera de sus compañeros de Detroit. Pero ¿qué quieren que les diga? Entre los diferentes sellos de Gordy llegaron a contabilizarse 200 artistas; aunque las Supremes eran las favoritas, cabe imaginar que se tomaron muchas decisiones estéticas en piloto automático. Rara vez se intentó dar una patina hip a las Supremes: la portada del LP de Love child causó conmoción, al mostrarlas con ropa de calle en un entorno nada glamouroso.

Los modos autocráticos de Gordy hicieron el resto. No dio satisfacción a las exigencias de su equipo principal de compositores-productores,los soberbios Holland-Dozier-Holland, que se marcharon de Motown entre el estruendo judicial de demandas y contrademandas. Aunque, enfrentado a las crisis, la espalda contra la pared, Gordy se sacaba de la manga ocurrencias como el psychedelic soul  de Norman Whitfield o, para las Supremes, unos fabricantes de éxitos llamado The Clan. 

Finalmente, Gordy rompió el juguete: abandonó Detroit por Los Ángeles. Dejó atrás al batallón de instrumentistas que habían definido el Motown sound, los luego denominados Funk Brothers; no hubo ningún tipo de ayuda para que se mudaran a Los Ángeles. Evidentemente, en California había muchos más músicos profesionales y mejores estudios. Pero Gordy despreció la fórmula mágica con funestas consecuencias: la perdida de identidad, la disminución de la fama de infalibilidad. Le salvó el inesperado florecimiento de dos cantantes rebeldes a los que había preterido en Detroit, Marvin Gaye y Stevie Wonder. Y, como apunta certeramente un lector, el fenómeno de los Jackson 5.

¿Y al final? Las Supremes quedan como extrañas criaturas, prodigios de sofisticación que escondieron sus conflictos y se lo pasaban maravillosamente bien. Cara al  exterior, y si no coincidías con aquellas ocasiones en que había bronca en el escenario, eran FABULOSAS. A esa imagen hedonista parece referirse una de las protagonistas de El rey de la comedia, la amarga película de Martin Scorsese. Dice: “quiero hacer locuras, quiero divertirme. Quiero ser negra, ¡quiero ser una Supreme!”. Pero se trata de Masha, el personaje de Sandra Bernhard, que acaba de secuestrar –y cubrir de cinta aislante- al presentador de televisión que encarna Jerry Lewis. Locura y espejismo.

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