Por: Ignacio Cembrero | 17 de
septiembre de 2012
Hace 30 años que las milicias cristianas masacraron a
cientos de refugiados en los campamentos del sur de Beirut ante la pasividad
del Ejército israelí que los cercaba
No sé muy bien por qué, pero entramos en Chatila por su lado más terrible.
De sopetón el olor del aire cambió. El hedor era insoportable. Ahí, a mi
derecha, yacían los cuerpos amontonados de decenas de mujeres y niños, muchos
de ellos bebés, tirados en el suelo. Les habían matado disparándoles o
acribillados a navajazos. Antes de morir las madres habían intentado salvar a
sus hijos. De ahí que algunos bebés estuviesen sepultados bajo el cuerpo de su
progenitora o incrustados entre sus pechos como para que no pudiesen ver el
horror.
Acabábamos de
descubrir la matanza de Sabra y Chatila, la mayor de civiles
palestinos desde que empezó el conflicto árabe-israelí. Eran las nueve de la mañana
del sábado 18 de septiembre de 1982 y ya hacía calor en esos campamentos de
refugiados en los suburbios meridionales de Beirut. Pero a esa hora aún ignorábamos
la magnitud de lo que, 30 años después, se sigue recordando con pesar e ira en
el mundo árabe.
Por Beirut, una ciudad noqueada tras su conquista, tres días
antes, por el Ejército israelí, circulaba el rumor de que algo había sucedido
en esos campamentos. Ettore Mo, periodista del Corriere della Sera y uno
de los mejores reporteros que he conocido, y yo tomamos un taxi rumbo al sur de
la capital. Si en el centro había poca vida los suburbios eran un desierto.
Nos topamos con el horror nada más franquear la entrada de Chatila.
Estaban allí los cadáveres de los palestinos descomponiéndose bajo un sol de
justicia y nubes de moscas. Recuerdo que conté más de sesenta cadáveres aunque
el número total de muertos rondaría finalmente los dos mil, según las
estimaciones más fidedignas. Eran casi todas mujeres algunas, las más jóvenes,
con las faldas levantadas o desnudas de cintura para abajo porque probablemente
habían sido violadas.
Tapándonos la nariz nos adentramos por alguna callejuela del
campamento con las paredes salpicadas de sangre y ahí sí que encontramos a un
puñado de hombres, muertos, la mayoría ancianos. También sorteamos el cuerpo de
algún burro despanzurrado. La Organización para la Liberación de Palestina
(OLP) había cumplido su acuerdo con Israel y unas semanas antes había retirado
de Beirut, por mar, a sus últimos combatientes. Por eso ningún miliciano armado
custodiaba la entrada a los campamentos y solo un puñado de jóvenes ofrecieron
resistencia armada a los agresores.
A Ettore Mo, que ya era un periodista veterano, se le saltaron
las lágrimas. Dejó de hablar. Lloraba en sordina. Solo se oía el zumbido
incesante de las moscas hasta que irrumpió una mujer corpulenta. Hablaba sin
parar, pero no se dirigía a nadie. Decía frases inconexas aunque alguna vez
llegó a pedir: “Llévenme a cualquier lugar donde no nos maten”. Tenía la mirada
perdida mientras jugueteaba con un pañuelo alargado. Supusimos que se había
salvado de la matanza. “Se ha vuelto loca”, nos dijo el taxista.
La mujer había perdido la cabeza y el taxista perdió los
nervios. Era musulmán suní y tenía motivos para estar aterrado. “Son los kataeb
los que los han matado”, repetía. “Pueden volver y hay que marcharse”, advertía.
Como los periodistas no se movían el chófer acabó amenazando: “Se vienen
conmigo ahora o me voy solo”. Nos subimos al vehículo. Paramos a la salida de
Chatila para proponer a la mujer llevarla al centro de Beirut, donde estaría más
segura, pero declinó la oferta.
Narrar lo que había sucedido en los campamentos de refugiados
fue una odisea. Líbano se había quedado esos días sin teléfono, sin télex. Solo
se podía conectar con el exterior a través del centro de prensa del Ejército
israelí instalado en Baabda, cerca del palacio presidencial, que cerraba a las
cinco. Llegar hasta allí era una aventura porque había que franquear decenas de
controles israelíes, de milicias cristianas libanesas etcétera.
Una vez allí, en comunicación con Madrid a través de la
central de teléfonos de Tel Aviv, el siguiente problema fue convencer a la
redacción del periódico de que algo grave había ocurrido en Líbano. Las
agencias de prensa internacionales tampoco habían podido dar a conocer la
noticia. “¿De qué me estás hablando?”, me preguntaba sorprendido el
redactor-jefe con el que hablé. “Si las agencias no han dado nada de esto”, añadía.
No debí de ser el único que se topó con el escepticismo de su
redacción. Por eso, cuando a las 16h. de aquel sábado, el servicio mundial de
la BBC abrió su boletín de noticias con la matanza, la docena de corresponsales
que en aquel momento estábamos en el centro de prensa israelí nos abrazamos
bajo la mirada atónita de los soldados que nos rodeaban. Por fin el mundo se
iba a enterar.
Dicté la crónica a gritos por teléfono porque la calidad de la
línea era deficiente. Apunté a que la masacre había sido perpetrada por la
miliciana libanesa cristiana de Saad Haddad,
creada por Israel en 1976, y “con la complicidad pasiva del Ejército israelí”
cuyos carros de combate rodeaban los campamentos. Cuando acabé dos soldados
israelíes, originarios de Argentina y Uruguay, se dirigieron a mí en tono
educado. “Pensamos que está equivocado; nuestro Ejército no ha podido actuar
como usted dice”, me dijeron.
No lo estaba. En su libro Sabra y Chatila: Investigación
sobre una matanza (París, Seuil 1982), mi amigo el periodista israelí Amnon
Kapeliouk, recoge una conversación telefónica que el general Amir Drori, el artífice
de la toma de Beirut, mantuvo el 16 de septiembre de 1982 con Ariel Sharon,
ministro de Defensa. “Nuestros amigos avanzan en los campamentos. Hemos
coordinado su entrada”, le comentó Drori. “Enhorabuena, la operación de
nuestros amigos ha sido aprobada”, le contestó Sharon. Esa noche empezó la
matanza que duró 40 horas. Entre sus víctimas hubo nueve mujeres judías casadas
con palestinos. Siguieron a sus maridos en el éxodo de 1948.
Al día siguiente, el 19 de septiembre, regresé a los
campamentos atestados ya de sepultureros, voluntarios de la Cruz Roja,
funcionarios de UNICEF que establecían una lista de niños asesinados, cámaras
de televisión y algunos refugiados palestinos que habían osado regresar. Caminé
hasta la cercana Embajada de Kuwait, un edificio de media docena de pisos
situado a unos 250 metros de la entrada del campamento, en cuyo tejado estaban
apostados los soldados israelíes desde el 15 de septiembre.
Los militares de Tshal no me dejaron subir, pero la cercanía
con las primeras casuchas del campamento era tal que deduje que desde allí no
solo se podía ver lo que sucedía a los pies del edificio –la matanza se
desarrolló también de día y durante la noche el Ejército israelí iluminó la
zona- sino que hasta se pudieron oír los gritos de las víctimas.
Israel creó una comisión independiente, encabezada por el
magistrado Isaac Kahane, para investigar la tragedia. Llegó a la conclusión, en
febrero de 1983, que su responsabilidad recae sobre las milicias cristianas
pero también, indirectamente, sobre Ariel Sharon. Aun así fue nombrado ministro
de Exteriores en 1996 y primer ministro en 2001.
Quedan aun muchas cosas por aclarar sobre las circunstancias
de aquella matanza que la Asamblea General de la ONU calificó de “genocidio”
sin ningún voto en contra. Elías Hobeika, entonces jefe de la inteligencia de
las Fuerzas Libanesas (principal milicia cristiana) es, en teoría, su principal
culpable lo que no le impidió desarrollar una carrera política –llegó a ser
ministro- en un Líbano tutelado por el régimen sirio.
Hobeika murió en un atentado en Beirut hace diez años, dos días
antes de que acudiese a Bruselas para proporcionar su testimonio en un juicio,
promovido por unos palestinos, contra Ariel Sharon. En una conversación
mantenida justo antes de su muerte con dos periodistas belgas, Josy Dubié y
Vincent van Quickenborne, les reveló que aportaría pruebas de que la matanza
fue obra del Ejército del Sur de Líbano, del general Haddad, y no de las
Fuerzas Libanesas.
Las Fuerzas Libanesas tenían vida propia
aunque colaboraron con Israel. El Ejército del Sur de Líbano, una miliciana
cristiana, fue un invento israelí para proteger su frontera norte con Líbano.
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