Ni los gais ni las mujeres que permanecen solteras son
bien vistos en China. Por ello, millones de ellos forman matrimonios de ficción
Xiao Qiong se casó hace tres años con el amor de su vida, pero nunca se ha
acostado con él. Ni siquiera se han besado. Su marido es homosexual y ella lo
sabía desde el principio. Pero, tradicional hasta la médula como es, educada
para sobresalir en la escuela, convertirse en una esposa abnegada y no alzar la
voz en casa jamás, creyó que eso de ser gay era una moda y que ya se le
pasaría. (...) Se define como una tongqi —término de argot que se forma a
partir de tongzhi (literalmente, camarada, pero también se emplea para
identificar a un hombre homosexual), y qizi (esposa)—, aunque nunca pronuncia esta
palabra en público. No es un término ofensivo, pero le resulta humillante que
la gente lo sepa porque nada en la vida le importaba tanto como casarse. Desde
pequeña soñaba con el día de su boda y tenía planeada la ceremonia al detalle:
sería junto al mar, no con el típico qipao o vestido tradicional rojo de novia,
sino con un vestido de cola blanco, como las princesas y “las modelos de la
Vogue”. Se descalzaría y bailaría sobre la arena con su marido mientras al
fondo se ponía el sol. Ese era su plan. Desde pequeña se había empleado a fondo
para ser un día la chica descalza de la playa, con el velo al viento. Al final
todo le salió al revés.
Es difícil determinar con exactitud cuántas tongqi hay en China. Se cree
que unos 16 millones de mujeres están casadas con homosexuales, pero podrían
ser muchas más. Muchos homosexuales llevan una doble vida porque el coste de
salir del armario es demasiado alto. La tolerancia que se practicaba en la
antigüedad contrasta con el conservadurismo del último medio siglo.
Durante las dinastías Song, Ming y Qing, como en la Grecia antigua, el amor
entre hombres era común, pero siempre se revestía de metáforas y ambigüedad.
Algunos poemas hablan también de relaciones íntimas entre mujeres a las que
separaban luego para que se casaran. La primera ley homófoba entró en vigor en
1740, durante la dinastía Qing, aunque los gais no fueron perseguidos
sistemáticamente hasta 1949, con el nacimiento de la República Popular. Para el
maoísmo, los gais eran contrarrevolucionarios, habían abrazado una perversión
capitalista y, por tanto, había que eliminarlos. En el mejor de los casos los
obligaban a casarse con una mujer y a tener hijos. En el peor, los castraban,
torturaban o condenaban a trabajos forzados durante décadas. Los parques, las saunas
y los retretes públicos se convirtieron en lugares de encuentros clandestinos
entre hombres.
Ser gay siguió siendo delito hasta 1997 y solo al cabo de otros cuatro años
dejó de describirse como una enfermedad mental. Hoy los homosexuales siguen sin
poder donar sangre porque se les considera un grupo peligroso. Existen bares,
asociaciones de apoyo y alguna revista gay, pero es un circuito muy limitado.
Para la sociedad china, profundamente confuciana, casarse y procrear es
fundamental. En el ámbito rural, los homosexuales que se niegan a contraer
matrimonio para guardar las apariencias se exponen a un calvario. La sexóloga
He Xiaopei, del colectivo gay Pink Space, me contó consternada que no sabía
cómo ayudar a un campesino de 35 años de Sichuan, a tres mil kilómetros al
suroeste de Pekín. El hombre vivía en una aldea remota y llevaba días
llamándola: sus vecinos se habían enterado de que era homosexual y no había
salido de su casa en varios meses por miedo a que lo lincharan.
Sincerarse es muy complicado. Muy poca gente se aventura a contarlo en
casa. Cuando se acerca el Año Nuevo lunar, fecha en la que se reúnen las
familias, empieza a aumentar la presión para los solteros en general, pero
sobre todo para los homosexuales. Son conscientes de que en algún momento de la
cena un familiar les preguntará por qué no tienen pareja y a qué esperan para
encontrarla. Desde hace unos años, muchos gais y lesbianas se ponen en contacto
a través de foros especiales de Internet y pactan falsos noviazgos. Van primero
a casa de uno y después del otro para calmar a las familias respectivas, luego
se vuelve cada uno a su hogar, y tan amigos. Al cabo de unas semanas anuncian
que han roto o bien se casan y viven separados, pero mantienen las apariencias
en las fiestas de guardar. (...)
Casarse con Xu Bing significaba para ella una mezcla de muchas cosas:
sentirse útil al ayudar a un amigo con problemas, abandonar el nido familiar,
dejar de verse como una perdedora social y tener con quien alquilar, por fin,
una barca de remos en el parque. Pero, sobre todo, suponía una victoria
histórica después de tanto tiempo, un final feliz en su novela rosa particular.
Las primeras discrepancias surgieron cuando empezaron a organizar la boda.
Xiao Qiong no acababa de quitarse de la cabeza la playa, el velo, los invitados
riendo y las luces indirectas. Xu Bing quería firmar un papel. Había conocido a
un chico que le gustaba y lo que más le apetecía era brindar con él por su
libertad. (...)
Fue una mañana de invierno. Después de firmar el certificado de matrimonio,
comieron en un hotel, sin más pompa que la de cualquier cumpleaños. Los padres
de ella y los padres de él, ni un invitado más. El novio llevó a cabo el ritual
de servirle el té a sus suegros. Mientras llenaba los vasos, exclamó: “Padre,
quédese tranquilo. Voy a cuidar de Xiao Qiong”. A la novia se le revolvió el
estómago pero no dijo nada.
Después de la cena, acompañaron a los mayores a sus coches. Cuando los
vieron alejarse, Xiao Qiong y Xu Bing también se dijeron adiós. Ella se fue a
su piso y pasó su noche de bodas viendo la televisión y comiendo cacahuetes. Él
se marchó al apartamento de su novio, donde se instaló desde el primer día.
(...)
A Xiao Qiong le gusta que quedemos para pasear. Cuando empieza a andar no
para: pueden pasar horas antes de que decida sentarse. Dice que así se relaja y
que le viene bien para dormir. Lleva meses tomando infusiones de hierbas y raíces
que su médico le prepara para conciliar el sueño. (...) “Creo que estoy
angustiada desde la boda”, dice. “No tuve ni anillo, ni luna de miel, ni fiesta
en condiciones y me siento frustrada. Cuando vi que ni siquiera pasaba la noche
de bodas conmigo, me di cuenta de que no había ganado nada casándome, pero era
como una espiral de la que no sabía cómo salir”.
Del libro Hablan los chinos
(Aguilar), de Ana Fuentes, excorresponsal de la cadena SER en Pekín, que se
publica el 19 de septiembre.
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