Aislados, sin comentido estratégico y convertidos en un
problema potencial, España conserva los peñones e islotes del norte de África
para evitar reclamaciones mayores de Marruecos
Hubo un tiempo fausto, hace ya casi un siglo, en el que en el peñón de
Alhucemas los comercios eran numerosos y, cuando se abrían las puertas de la
plazafuerte, los rifeños entraban para vender gallinas, huevos, frutas y
verduras, cebada y carbón. En otro peñón, el de Vélez de la Gomera, había nada
menos que cinco tiendas y tabernas, incluida una zapatería.
En todas las diminutas plazas de soberanía españolas a lo largo de la costa
norte de Marruecos había empleados de Correos, aduaneros, maestros y fareros
entre una población que, en Alhucemas y Vélez, superó los 400 habitantes,
incluidos los presidiarios. En la isla de Isabel II de las Chafarinas, el más
grande de los minúsculos archipiélagos españoles, rebasó los setecientos
vecinos. Allí hubo hasta un casino y un pequeño hospital militar.
Amar Binauda solía vender pescado a los soldados cuando era joven. Amarraba
su barca en la isla Isabel II y ofrecía su mercancía a los militares españoles.
Disponía incluso de una casa de pescador allí. Su padre, antes que él, también
tuvo negocios con la guarnición: era su carnicero. Pero eso fue hace mucho
tiempo. Cuando las tropas de las islas aún se relacionaban con los pobladores
de la costa más próxima: el embarcadero marroquí de cabo de Agua. Binauda tiene
ahora 74 años y no habla nunca con los españoles. “Cada uno está en su sitio”,
dice. “Con lo del Sáhara todo cambió. No hay relación”, añade refiriéndose a la
toma de control por Marruecos de esa colonia española en 1975.
A lo largo del siglo XX, los enclaves perdieron utilidad militar y
habitantes. 1970 fue el último año en que se dio a conocer el censo de
población, ya casi todos militares a las órdenes de la Comandancia General de
Melilla que ni siquiera podían llevar con ellos a sus familias. Aun así hace
todavía cuarenta años el turista curioso podía recorrer esas plazas situadas en
parajes de gran belleza. “El servicio postal de viajeros y mercancías lo
asegura un vapor de la Compañía Transmediterránea que hace un viaje semanal
desde Melilla (…)”, señalaba un opúsculo editado por la comandancia hace medio
siglo.
“El viaje era barato, lento —duraba
una semana— y en los barcos apenas había pasajeros”, recuerda un turista ahora
octogenario que hace casi medio siglo se hinchó a leer libros durante la
travesía. “En cada escala daba de sobra tiempo a bajarse y a dar una vuelta por
el islote”, recuerda. Hoy en día las plazas de soberanía están vetadas a los
civiles, excepto Chafarinas a los biólogos del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas y a los funcionarios de la Red de Parques
Nacionales a la que pertenece. En las islas anidan más de dos mil parejas
reproductoras de la gaviota de pico rojo, la segunda colonia mundial de estas
aves, y en sus aguas nadan 9 de los 11 invertebrados marinos considerados en
peligro de extinción.
Hasta hace una década seguía habiendo algún contacto entre los dos peñones
y su vecindario marroquí. El suboficial enfermero destinado en Vélez se daba,
por ejemplo, de vez en cuando una vuelta por el cercano pueblo de pescadores y
hacía algunas curas. Alí, 30 años más joven que Beniauda, también recuerda que
cuando era pequeño los soldados del peñón de Alhucemas se acercaban a la playa
de Sfiha a jugar al fútbol con la gente del pueblo y a bañarse.
El peñón, donde se ubica la guarnición militar, está cerca de la costa,
pero no tanto como para llegar a nado fácilmente.
Los otros dos islotes, isla de Tierra e isla de Mar, están, en cambio,
literalmente pegados a la playa. Los escasos metros que separan la arena del
peñasco más cercano, isla de Tierra, se pueden recorrer caminando. Apenas
cubre. “Antes siempre íbamos allí a bañarnos o a coger mejillones o coquinas”,
recuerda Alí. “Hay una parte muy resguardada del viento. Llevábamos allí a las
ovejas en lancha y las dejábamos todo el invierno. Nadie nos ponía problemas”.
La soberanía española de la isla no se hacía explícita en ninguna parte. Pero
en 2002 todo cambió.
El conflicto del
islote de Perejil dio al traste con esos hábitos. El enfermero ya no
bajó al pueblo y los regulares españoles colocaron alambres en la isla de
Tierra para impedir el acceso de los veraneantes. Perejil, del que los
marroquíes se adueñaron el 11 de julio de 2002 y fueron desalojados por los
boinas verdes españoles seis días después, no es una plaza de soberanía. Es una
extraña tierra de nadie, según el acuerdo alcanzado hace diez años.
Desde hace una década los peñones han sido intermitentemente motivo de
fricción entre Rabat y Madrid. La más grave se produjo, en junio de 2010,
cuando el rey Mohamed VI pasaba unos días de descanso en un yate anclado en la
bahía de Alhucemas. Se molestó por el vaivén de los helicópteros que desde
Melilla abastecen a la guarnición del peñón a través del espacio aéreo
marroquí. Pidió que se suspendieran los vuelos durante su estancia y Defensa
accedió. Pero tardó en hacerlo, lo que suscitó la ira real.
En mayo pasado, los islotes volvieron a convertirse en un quebradero de
cabeza para el Gobierno. Los inmigrantes habían descubierto una nueva vía de
acceso a España. Llegaron las
primeras cuatro pateras a Chafarinas que sacaron de su letargo a la
guarnición allí destinada. A finales de agosto, los inmigrantes alcanzaron,
probablemente a nado, la isla de Tierra de Alhucemas.
La alarma se disparó en el Gobierno español, que quería impedir que esta
nueva vía se convirtiera en un coladero. Solo se podía hacer con la cooperación
del país vecino. Dejar a los subsaharianos en el islote o enviarles a todos a
Melilla o a la Península, como exigían, hubiese sido “una declaración de que el
territorio español estaba abierto”, se justificó el ministro de Exteriores,
José Manuel García-Margallo.
Para evitarlo el Gobierno se saltó la Ley
de Extranjería, según numerosas ONG de Derechos Humanos empezando
por Amnistía Internacional y el Comité Español de Ayuda al Refugiado. La ley
obliga a incoar procedimientos de expulsión individuales con todo tipo de
garantías incluida la asistencia de un letrado. Si los subsaharianos hubiesen
entrado en Melilla o en la Península se les habría aplicado, pero no en los
peñones donde “la soberanía española es menos protectora”, ironiza un
diplomático. Aun así el PSOE respaldó al Gobierno.
Los peñones son España, pero una España algo particular. Alborán pertenece
administrativamente a Almería, pero los otros siete islotes (archipiélagos de
Alhucemas y Chafarinas y el peñón de Vélez) tienen “un indefinido estatuto
interno”, según el catedrático Alejandro del Valle. “Están complemente fuera de
la organización territorial del Estado” porque no forman parte de ninguna
provincia, subraya en un artículo publicado por el Real Instituto Elcano.
“Se trata de territorios que no figuran explícitamente como “españoles en
ningún texto relevante”, prosigue el catedrático. “Este vacío regulador provoca
incertidumbre en muchos ámbitos: el reconocimiento y delimitación de espacios
marinos y de aguas jurisdiccionales o de seguridad, la jurisdicción interna
española aplicable...”. Estas “posiciones avanzadas, verdaderas atalayas de la
patria”, como las describía la Comandancia de Melilla, son pues vulnerables y
el mantenimiento allí de una presencia militar es costoso, sobre todo en
tiempos de crisis.
Cuando el primer grupo de subsaharianos se asentó, en
agosto, en isla de Tierra, periódicos como As Sabah, de Casablanca,
divisaron “nubarrones en las relaciones entre Madrid y Rabat”. Mohamed VI quiso
evitarlo y dio su visto bueno a la readmisión en Marruecos de 72 náufragos del
islote. Era la segunda vez, desde que se firmó el acuerdo de readmisión
hispano-marroquí de 1992, que Rabat aceptaba que le fuera devuelto un
contingente de subsaharianos al que expulsó de inmediato a Argelia a través de
una frontera teóricamente cerrada desde hace 18 años.
Con la inmigración, “los islotes marroquíes ocupados se convierten en un
problema para España”, titulaba el diario Akhbar al Youm de Casablanca. No lo
han sido esta vez porque Marruecos ha echado una mano en los peñones, como lo
viene haciendo en Melilla en cuyos alrededores tiene desplegado al Ejército
para secundar a la Gendarmería y a las fuerzas auxiliares (antidisturbios).
Pero las autoridades de Marruecos podrían cansarse o querer, en alguna
ocasión, desviar la atención de sus problemas internos —el país entra
paulatinamente en crisis económica— dejando que surja un conflicto en las
plazas de soberanía. Peñones e islotes no pueden ser defendidos sin su
colaboración. Es imposible erigir vallas, como en Ceuta y Melilla, y destacar a
cientos de guardias civiles para rechazar a los que intenten saltárselas.
“El valor estratégico de los peñones y las Chafarinas es igual a cero”. Un
general, que tuvo bajo su mando las llamadas “plazas menores” (en
contraposición a las “mayores”, Ceuta y Melilla) se muestra contundente a la
hora de valorar el interés militar del rosario de islotes y peñascos que
conserva España en el norte de Marruecos. Las minúsculas posesiones no albergan
ningún relé ni radar ni sistema de guerra electrónica útil para el despliegue
de las Fuerzas Armadas españolas o la vigilancia del norte de África, más allá
de los equipos necesarios para asegurar la comunicación con sus guarniciones.
En la época de los satélites y los radares aerotransportados no hace falta
sentarse en las barbas del vecino para espiarlo.
Eso no quiere decir que los mandos militares sean partidarios de poner fin
a una presencia que, en algún caso, se remonta a 500 años, tantos como la
españolidad de Melilla. “España no se entrega a trozos”, contesta airado el
citado general. Otro, que fue jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra,
alega que “los peñones son el punto por donde puede saltar la carrera que
destroce la media”. En otras palabras, según su razonamiento, “si España los
entregase, Marruecos pediría luego Ceuta y Melilla y, si también se las
diéramos, reclamaría Canarias”. Por eso, es raro encontrar a un militar que no
aplauda la recuperación de Perejil, en 2002, a pesar de que la mayoría de los
españoles ignorasen la existencia de este islote y la frase del entonces
ministro de Defensa Federico Trillo (“al alba, con fuerte viento grueso de
Levante”) suene más ridícula que épica. Ni un paso atrás, por tanto. Las
“plazas menores” son la primera línea de defensa.
Y eso a pesar de que ellas mismas son indefendibles. En cada una de las
tres guarniciones —islas Chafarinas, peñón de Alhucemas y peñón de Vélez de la
Gomera— hay una sección de infantería (entre 25 y 30 militares) a las órdenes
de un teniente. Además, cuentan con un equipo de la Compañía de Mar con alguna
zódiac para apoyar la llegada de embarcaciones (solo las Chafarinas tienen
muelle). Carecen de artillería y los mandos militares prefieren guardar
silencio cuando se les pregunta si disponen de algún misil portátil.
Su mayor vulnerabilidad radica en la proximidad de la costa de Marruecos, a
la que está unido por un istmo el peñón de Vélez de la Gomera, y en la lejanía
de Melilla, de cuya comandancia dependen. Pero esta última carece de medios de
transporte para reforzar las guarniciones en caso de emergencia. La Armada
retiró hace años el patrullero que destacó en Melilla a raíz de la crisis de
Perejil. Un remolcador se desplaza a la zona cada dos meses para trasportar el
material pesado o peligroso, como el combustible. Lo mismo sucede con el
helicóptero Chinook que cada cuatro o cinco semanas acude desde la base de las
Fuerzas Aeromóviles del Ejército de Tierra (FAMET) en Colmenar Viejo (Madrid)
para relevar a las tres guarniciones. Se estima que en cada relevo se mueven en
torno a ocho toneladas.
Las FAMET tienen un helicóptero Cougar basado permanentemente en Melilla,
pero es más pequeño que el Chinook y su misión es realizar evacuaciones médicas
y llevar suministros urgentes. Además, para llegar hasta las “plazas menores”
la aeronave tiene que sobrevolar suelo marroquí.
No sorprende, por tanto, que el Ejército intente que las tres guarniciones
sean lo más autónomas posibles. Disponen de plantas desalinizadoras, grupos
electrógenos y una planta fotovoltaica en Chafarinas, así como un botiquín
atendido por un enfermero.
La vida es tediosa en las “plazas menores”. Hasta 2005 había visitas
regulares de familiares de los mandos e incluso algún campamento de verano. Ese
año hubo un verdadero motín en Chafarinas. Hasta 11 soldados fueron encausados
por sedición después de que el teniente les castigara por la desaparición del GPS
de un visitante. Para cortar de raíz el problema, el comandante general de
Melilla ordenó suspender todas las visitas. Ahora solo excepcionalmente
consigue un civil permiso para acercarse a zonas que en algún caso, como las
Chafarinas, son auténticos paraísos naturales.
El peñón de Vélez de la Gomera, por ejemplo, está junto a una pequeña cala
de piedra y un pueblo minúsculo al que solo se puede llegar por mar o por una
pista de tierra de 20 kilómetros desde la carretera. Junto a la pequeña playa,
por la que pasean gallinas y ovejas, hay algunas barcas de pescadores. A la
izquierda se alza el peñón español, de 87 metros sobre el nivel del mar en su
punto más alto. Vélez fue una isla, pero está unido a tierra desde 1930, por lo
que tiene una frontera terrestre con Marruecos.
Los soldados de Vélez, según la gente del pueblo, tampoco se relacionan con
los marroquíes. Como en Chafarinas, y como en Alhucemas, cada uno se queda en
su sitio. Fue en este lugar donde, el pasado 29 de agosto, siete activistas
marroquíes colocaron cuatro banderas de su país. Las imágenes de lo ocurrido,
en las que se podía ver a los militares españoles en pantalón corto y a alguno
en chanclas, reflejaban que los militares no tienen mucho que hacer en ese
peñón.
“A pesar de que no hay mucha actividad, antes eran destinos que no estaban
mal”, recuerda Miguel Ángel Alonso. Él hizo la mili en el peñón en 1984 y pasó
allí tres meses. “En esa época éramos en la isla entre 80 y 100 personas. Nos
llamaban los de la piedra. Casi todo lo hacíamos por la mañana y después
tratábamos de hacer ejercicio por la tarde. Se vivía bien. Había alguno que
hacía tonterías, pero sabíamos que no podíamos cruzar a Marruecos, y todos los
suministros llegaban de fuera”.
Cada guarnición procede de una unidad del Ejército en Melilla, que
suministra los efectivos. Los militares destacados en Chafarinas pertenecen al
Tercio Gran Capitán de la Legión; los del peñón de Alhucemas al Regimiento
Mixto de Artillería número 32, y los de Vélez de la Gomera al Regimiento de Regulares
número 52. Durante el tiempo que están en los peñones o las islas perciben una
prima equivalente a la que cobran cuando están de maniobras, pero inferior a la
de sus compañeros enviados a Líbano o Afganistán.
¿Es caro mantener las plazas menores de soberanía? Los mandos militares se
encojen de hombros. “Es el chocolate del loro. Lo realmente caro es mantener
Melilla, que tampoco tiene ningún interés estratégico, al contrario que Ceuta”,
responden. Los militares destinados en Melilla cobran más que en la Península,
pero su situación no es distinta de la de los médicos, maestros o cualquier
otro funcionario.
“Ni se nos pasa por la cabeza”, contesta un miembro del Gobierno cuando se
le pregunta por la posibilidad de ceder a Marruecos los peñones y las islas. ¿Y
si desaparecieran del mapa como si nunca hubieran existido? “Eso sería otra
cosa”. Nadie los echaría de menos.
Los intentos de deshacerse de los
enclaves
MARÍA ROSA DE MADARIAGA
Si el año de 1492 marca el final de la presencia
política del islam en la península Ibérica, inaugura también un periodo que,
como destaca el profesor Pierre Vilar, constituye “una continuación de la
Reconquista en África, con un aspecto feudal, militar”. Los ataques de los
señores andaluces al otro lado del Estrecho eran auténticas razias para hacerse
con un botín y enriquecerse, pero paralelamente había intereses de Estado.
Después de la caída de Granada en 1492, muchos musulmanes españoles emigrados
se habían refugiado en territorio marroquí y para la monarquía española la
necesidad de proteger el sur de España de posibles ataques procedentes del
Magreb exigía la posesión de algunas plazas fuertes y de una base de
operaciones del otro lado del Estrecho. El gran impulsor de las expediciones en
África del Norte fue el cardenal Cisneros, quien equipó a sus expensas barcos y
tropas al mando de Pedro Navarro, un aventurero, él mismo antiguo corsario.
Sería este quien conquistara el peñón de Vélez de la Gomera en 1508. Los
marroquíes lo recuperaron en 1522, para volver a manos españolas en 1564.
A las motivaciones que llevaron a estas conquistas
en el litoral norteafricano vino a sumarse en el siglo XVI la aparición del
gran corso berberisco, primero con los hermanos Barbarroja y luego con Dragut,
apoyado por el Imperio Otomano, que se erigía como nueva potencia islámica en
el Mediterráneo.
La predicación contra el islam prosiguió, esta vez
contra el Turco, pero detrás de las exhortaciones en nombre de la fe cristiana
yacían intereses políticos y económicos: la necesidad de defender el territorio
contra toda posible agresión procedente del sur y proteger el comercio
marítimo. El pretexto para la ocupación del peñón de Alhucemas el 28 de agosto
de 1673 volvía a ser el de que allí encontraban refugio y albergue los corsarios
que, en sus correrías e incursiones, atacaban las naves de las naciones
cristianas.
Los dos peñones sufrieron ataques continuos de los
habitantes de la costa para recuperarlos. Las condiciones de vida eran allí muy
duras, llenas de privaciones —falta de agua y escasez de alimentos—, sobre todo
en épocas de asedio, y calamidades como las terribles epidemias que diezmaban a
las guarniciones y a la población penal. Cuando en el siglo XVIII el corso dejó
de ser el principal problema, los peñones pasaron a ser presidios, no solo para
criminales, sino también para confinados políticos a lo largo del siglo XIX, ya
estuvieran adscritos al campo liberal o al carlista, según las épocas.
Particularmente terribles fueron las epidemias de peste en 1743-1744, la de
escorbuto en 1799 y la de fiebre amarilla en 1804 y 1821.
Desde mediados del siglo XVIII, los gobernantes
españoles empezaron a plantearse la cuestión de si los gastos para el
mantenimiento de esos enclaves valían o no la pena y no sería más conveniente abandonarlos.
Más que un abandono puro y simple, se trataría de una cesión al sultán a cambio
de ciertas ventajas económicas en el Imperio Jerifiano. Esta idea fue rechazada
en 1801 por Godoy, para quien la cesión a Marruecos sería contraria a los
“intereses de España”. Años después, la Junta Central, por un lado, y José I,
por otro, entablaron negociaciones con el sultán para la cesión de ambos
peñones, aunque sin llegar a ningún resultado. De nuevo, las Cortes reunidas en
Cádiz en 1810 volverían a plantear el tema de la cesión, sin llegar a ponerse
de acuerdo al ser muy grande la división de pareceres. El Gobierno liberal
(1820-1823), surgido del pronunciamiento de Riego, planteó una vez más el
asunto, con cuyo fin dio poderes al cónsul español en Tánger para firmar el
tratado de cesión, pero las ventajas económicas otorgadas a España llevaron a
Inglaterra a hacer presión sobre el sultán para disuadirlo de aceptar el
tratado. En 1861 saldría de nuevo a relucir el tema del abandono o cesión de
los dos “presidios menores” por considerarlos completamente inútiles, si bien
la idea quedó posteriormente limitada al peñón de Vélez. Por último, el
proyecto de abandono de los dos peñones resurgía en 1869 y, a pesar de que la
comisión creada para estudiar el asunto dictaminó en sentido favorable, toda
una serie de problemas, dificultades y dilaciones hicieron que el proyecto
quedara una vez más en suspenso. El tema del abandono o cesión no volvió desde
entonces nunca más a plantearse.
Las islas Chafarinas fueron ocupadas en enero de
1848, adelantándose a los planes de ocupación por Francia desde Argelia. El
pretexto para ocuparlas fue el de constituir un buen abrigo para los barcos y
poseer una excelente ubicación estratégica frente a la frontera
argelino-marroquí. Lo mismo que los dos peñones, las Chafarinas fueron en su
día presidio para delincuentes y confinados políticos.
Hoy día, las circunstancias han cambiado y resulta
difícil creer que estos enclaves puedan representar una protección frente a la
eventualidad de un peligro. Quizá haya llegado el momento de volver a
plantearse hasta qué punto vale la pena conservar esos vestigios de un pasado
ya caduco.
María Rosa de Madariaga es
historiadora, especialista en las relaciones entre España y Marruecos.
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