El río Arenteiro bañó en el siglo XIX una importante
industria papelera
FÁTIMA
FERNÁNDEZ Santiago 17 SEP 2012 -
19:44 CET
A juzgar por el entorno, cualquiera diría que la mole fabril que dormita en
Lousado dio con el municipio piñorense un día que el progreso se extravió por
la N-525. Sin embargo, su partida de nacimiento certifica que la fábrica de
papel profanó la floresta ourensana en 1840, mucho antes de que toneladas de
asfalto tendieran un lazo entre Santiago y Benavente. En una de las aldeas que
aún salpican una alfombra de verde espeso, cuesta adivinar que 8.000 metros de
muro de granito abrazan el fósil de la industria papelera más próspera y
longeva de la provincia.
Cuando el Estado moderno inventó la burocracia, el papel se convirtió en
negocio y el río Arenteiro lo sembró por la comarca de O Carballiño. Las
últimas luces del siglo XVIII decretaron el ocaso de la palabra como aval y
recetaron papel contra el olvido. La obligación de rendir cuentas ante Dios y
Administración animó la demanda en círculos eclesiásticos y despachos
notariales. También la prensa, que amaneció con el siglo XIX en el noroeste del
mapa español, reclamaba un soporte para explicar el mundo. Acostumbrada a
saciar con la azada el apetito de la urbe, la Galicia rural supo cultivar en la
cadena de montaje el terreno que transita la tinta. Cientos de aldeanos, que
aprendieron a transformar trapos en papel antes que letras en historias,
nutrieron una importante industria que se apagaría antes de cruzar la centuria.
Galicia llegó a contar 27 núcleos papeleros cuando el mercado colonial
abarrotaba las arcas, pero la industria se arrugó a medida que el Imperio se
despedazaba y la mayoría no llegó a vérselas con el siglo XX. El caudal regular
del Arenteiro arrullaba las tres fábricas que hubo en Ourense, pero fue la de
Lousado la que mejor aprovechó el baño. En el curso alto del río, un empresario
santiagués construyó un espectacular dique que daría vida a las máquinas más
punteras de la provincia. Antonio Rivero de Aguilar encerró entre los muros de
Lousado un microcosmos en el que medio centenar de mujeres y una decena de
hombres se dejaban la salud entre paredes húmedas y trabajos precarios. Muchos
morían de calenturas antes de cumplir los 30. Varios criados atendían a sus
patrones y 25 vacas pastaban el terreno inmenso que circundaba al gigante de
piedra. Vivienda, huerto y graneros coloreaban la estampa industrial.
La campana de una capilla aledaña medía los tiempos de la jornada seis días
por semana. Los domingos anunciaba misa de 12. En los años veinte, Fernando de
Cárdenas adquirió la fábrica y endulzó con chocolate caliente el tañido
dominical. Ingeniero de profesión y rojo de entendimiento, compartía mesa y
beneficios anuales con sus trabajadores. Participar en la sublevación de Jaca
le valió un desengaño y el exilio. Después de vender la fábrica, la capilla se
convirtió en almacén, la campana se mudó de espadaña y la fábrica lo echó de
menos. A mediados de siglo, las máquinas se quedaron sin resuello.
Cuando la historia se detiene entre caminos de tierra, el abandono suele
comerse el granito a bocados. También lo intentó en Lousado. Sin embargo, el azar
le paró los pies en los años sesenta.
El día que Hipólito Rodríguez Presas compró la fábrica, ni siquiera sabía
lo que se escondía intramuros. Trabajaba en un banco y tenía unos ahorros, eso
era todo. Su tío, que había querido comprar el complejo para dos hijos suyos,
llegó furioso a la sucursal porque estos rechazaron el presente. “Yo lo compro
contigo”, resolvió. Pero a su socio le faltó entusiasmo e Hipólito se hizo con
todo el complejo. Retiró zarzas, restauró el molino y se dejó maravillar por la
minicentral eléctrica que moraba en el recinto desde 1921. Recuperó todo lo que
no pudieron llevarse el tiempo, los espolios y un chatarrero de Lalín.
Transformó varias estancias en granja avícola y se hizo viejo al pie de un
magnolio cuyo tronco no cabe en un abrazo. Resuelto como el río pertinaz que
coquetea con el esqueleto de la fábrica, no deja de discurrir nuevos proyectos
para devolverle el aliento.
Hace unos años, le ofrecieron un millón y medio de euros por su tesoro
piñorense. No lo vendió porque tenía un sueño. Quería convertir la fábrica en
un centro de discapacitados y donó la mayor parte de los edificios al
Ayuntamiento de Piñor, que en un plazo de cinco años podría disponer de las
instalaciones para llevar a cabo el cometido.
Cuando mira a través de la ventana, recorre con el índice
la geografía de su proyecto. “Ahí podrían vivir 50 o 100 chicos con sus
profesores, y mas allá podrían montar unos invernaderos. La minicentral podría
abastecerlos de electricidad”, fantasea. Cedió los terrenos en 2008, pero nada
se ha movido desde entonces. No hay fondos ni se les espera. Pese a todo, la
fábrica no se rinde y, de vez en cuando, se engalana con exposiciones que le
alegran el semblante. En 2007, Telas al Viento coronó sus muros con vastos
lienzos que vistieron el entorno de arte conceptual. Este verano, varios
jóvenes de la Asociación Síndrome de Down Estela, de Burgos, dejaron su
impronta en una muestra que puso a un centenar de artistas frente a otros
tantos papeles de estraza. Sin reglas ni cortapisas, el único límite lo ponía
una superficie amarronada de 30x40 cenímetros. Ahora, el papel de envolver que
cocinó Lousado hace más de medio siglo deja su casa para visitar varias
ciudades españolas mientras Hipólito, que diluye las tardes en la quietud de su
feudo, sigue hilvanando sueños con los codos en el alféizar.
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