El reportero Manuel Blanco publica parte de sus 36 años
retratando Santiago
Con la cámara de fotos colgada el cuello 36 años, al objetivo de Manuel
Blanco se le escaparon pocos momentos de Santiago que merecieran un página en
prensa. El crecimiento de la ciudad, las visitas de personajes varios, la
evolución de la sociedad desde el final de la dictadura, tradiciones o
universidad, en blanco y negro, forman parte ahora de un libro, O pasado
nunca pasa, que recupera los detalles y los grandes momentos que configuran
una ciudad. A finales de los años cincuenta, el barrio residencial de la Rosaleda,
con sus elegantes chalés, cerró, a las puertas de la línea del tren, la
construcción de la ciudad. Un par de décadas más tarde se instaló allí el
Hospital Policlínico de La Rosaleda, donde “se concentraba mucho poder”. En sus
pasillos y a la sombra de Gerardo Fernández Albor se cocieron muchas noticias
en los años ochenta, recuerda Blanco.
Aunque para poderoso, en una ciudad en la que dominaba el aparato de la
Iglesia desde la Catedral, el cardenal y arzobispo de la ciudad, Fernando
Quiroga Palacios. Mientras bendecía la construcción de viviendas sociales y
fomentaba los estudios jacobeos y los años santos, prolongaba en Madrid su
cercanía con Franciso Franco y la convertía en influencia cuando el dictador
visitaba Galicia. Blanco relata como Quiroga Palacios insistía a Franco para
que concretase la ampliación del aeropuerto de Santiago “para que pudiese
venir” el Papa Juan XXIII. La pista de la terminal y el aparcamiento se
construyeron en 1953, un año antes de la visita del pontífice. “Tenía mucha influencia
sobre Franco”, explica el reportero. Para el dictador, recuerda, el Hostal dos
Reis Católicos tenía que hacer probar a una persona su comida antes de
servírsela cada vez que venía a Galicia a pescar.
En el antiguo hospital que cierra uno de los laterales de la Praza do
Obradoiro, por la que entonces podían circular vehículos, comenzó Blanco su
carrera. Bajo el brazo de su cuñado, fotógrafo oficial del Hostal, el trabajo
era inmortalizar bodas y demás ceremonias. Entonces, bajar desde Rúa de San Pedro,
la calle por la que entran los peregrinos a la ciudad y que quedaba fuera de
sus murallas, era todavía “ir al pueblo” y cuando buscabas a alguien “sabías
donde encontrarlo”. A Blanco, probablemente, en las oficinas de El Correo
Gallego, donde pasaba “más horas revelando que sacando fotos”. Aun así, le
quedó nostalgia del blanco y negro, que recupera para el libro, publicado por
Teófilo Edicións. Sus fotografías llenaron páginas también el EL PAÍS y Faro
de Vigo, donde el periodista Diego Bernal interpretaba sus fotos
costumbristas. Como las lavanderas en el río Sarela; el mercado de verduras de
las huertas de la ciudad que se expandía, fuera de la plaza de abastos, hacia
san Agustín; la feria semanal de ganado que entonces se celebraba en la
Alameda; las lecheras con sus cachivaches en la cabeza; los fotógrafos del
minuto y los barquilleros; el primer camión de reparto de Coca-Cola —estreno de
Blanco en el fotoperiodismo— o el trabajo en los talleres de los artesanos.
La transformación física de Compostela, que pasa en el libro por los
detalles de fachadas, las construcciones y destrucciones de edificios y las
imágenes aéreas, se simboliza en la conversión de los barrios periférios, casi
aldeas radiales al casco histórico, en ciudad y en la desaparición, debajo de
las grúas, del emblemático edificio del Castromil. En los años veinte se irguió
un elegante edificio modernista en la entrada sur de la ciudad, entonces plaza
de Vigo ahora de Galicia, desde donde la compañía de autobuses Castromil
organizaba sus salidas y llegadas. A finales de los setenta al consistorio de
turno se le ocurrió derribarlo para hacer un aparcamiento subterráneo,
desigualar la plaza con la zona vieja e igualarla con el Ensanche.
De la renovación ideológica también quedan fotos. Sobre
el tejado de un edificio de la Rúa Loureiros se subió un grupo de okupas
a finales de los años ochenta para evitar a la policía. Allí los retrató
Blanco, mientras luchaban por el derecho a una vivienda y antes de correr
delante de los policías. Igual que les pasó al grupo de manifestantes que se
coló y acampó con su protesta en la Catedral. En los años ochenta no le
sobraron al objetivo de Blanco días movidos: las primeras tractoradas, los Días
da Patria, el tumultuoso traslado de los restos de Castelao, las
manifestaciones de los astilleros o las universitarias que llenaban la Praza do
Obradoiro. Pero quizás sus fotografías más reconocibles son la partida de
dominó entre Fraga y Fidel en la visita del comandante a Galicia a comienzos de
los noventa y el gesto apesadumbrado de Ramón Piñeiro bajo un Cristo durante el
homenaje que la universidad le rindió poco antes de morir. Pese a las miles de
fotos que tiró, Blanco no duda en escoger su favorita, la del Cason incendiado.
Esa que reserva para otro libro.
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