Los intelectuales latinoamericanos vivieron como propio
el conflicto español
Un ambicioso proyecto repasa en 19 tomos el eco de la
contienda en el continente
Gabriela Mistral, Victoria Ocampo, Pablo Neruda, César Vallejo y Jorge Luis Borges / AGUSTIN SCIAMMARELLA |
A los 22 años el argentino Dardo Cúneo
fluctuaba aún entre el estudiante y el periodista cuando una exclusiva resolvió
la cuestión. La tripulación del Sant Tomé se amotinó en alta mar. Los
marineros no querían desembarcar en Canarias, el puerto previsto, tras su caída
en manos de los militares sublevados contra la República. Cúneo publicó en Crítica
el 30 de julio de 1936 un artículo con la historia de aquella embarcación que
acabaría atracando en Senegal. Él iba a bordo.
Cúneo es uno de los 200 argentinos que desfilan por la colección Hispanoamérica
y la guerra civil española. La voz de los intelectuales, un ambicioso
proyecto dirigido por Niall Binns para sumergirse en la respuesta que suscitó
en sus antiguas colonias el conflicto desatado en 1936 en la vieja potencia. La
obra, que comprende 19 volúmenes publicados por la editorial Calambur y que es el resultado de ocho
años de investigación, se ha estrenado este mes con los tomos de Argentina y
Ecuador, a los que se sumarán en breve los correspondientes a Chile y Perú.
Binns, profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense y
estudioso con similar vehemencia de la Guerra Civil y de Nicanor Parra, ha
comprobado que el conflicto español se vivió como propio en diferentes
sociedades latinoamericanas, movilizadas en campañas a favor de unos y otros.
Si pervivían resquemores históricos por el pasado, el conflicto los enterró
temporalmente.
Tras la implantación de la República, de hecho, las relaciones se habían
saneado. Los estados se miraron de frente, entre iguales. “España deja de ser
una potencia decadente y empieza a ser un ejemplo a seguir tras la caída de la
monarquía. Expresiones que antes eran rancias o conservadoras como la ‘madre
patria’ empiezan a ser patrimonio de los progresistas latinoamericanos”, expone
el investigador. La lucha centrifugó las pasiones. “Jamás en los países de
Hispanoamérica se había escrito tanto sobre España”, subraya. Poemas, obras
teatrales, artículos, panfletos, crónicas, ensayos y cualquier otro género
imaginable se puso al servicio de la causa republicana y, en menor medida, la
franquista. “¡Cuídate, España, de tu propia España!”, escribió el peruano César Vallejo en su España,
aparta de mí este cáliz, el poemario que dedicó al conflicto en 1937, un
año antes de morir en París. En el exilio Vallejo escribía sin cortapisas.
“Debido a la censura de la dictadura, la mayoría de los textos peruanos a favor
de la República se publicarían en Francia, Chile, Argentina o España”, señala
Binns.
Chile, por el contrario, fue un hervidero. Binns atribuye esta intensidad
al “motor” de María Zambrano, instalada en Santiago desde 1937, y a su
coyuntura política interior. “Chile sería el tercer país del mundo con un
gobierno del Frente Popular después de Francia y España”. Futuras glorias
nacionales como Vicente Huidobro o Pablo Neruda se vuelcan con la causa
republicana. “Generales/ traidores:/mirad mi casa muerta, mirad España rota”,
lloró Neruda, un activo participante de la Alianza de Intelectuales
Antifascistas, que luego implantó en Chile.
En los turbulentos treinta, el consulado de Chile en Madrid parecía una
puerta giratoria por la que entraban y salían futuros Nobel. Cuenta Niall Binns
que Neruda (premiado en 1971) sustituyó en 1935 a Gabriela Mistral (distinguida
en 1945), que fue destinada a Lisboa tras la difusión de una carta con juicios
poco diplomáticos sobre los españoles. Los detestara o no, Mistral se conmovió
tanto ante el drama de los niños vascos evacuados a países europeos que les
dedicó los beneficios de su libro Tala. “Es mi mayor asombro, podría
decir también que mi más aguda vergüenza, ver a mi América Española cruzada de
brazos delante de la tragedia de los niños vascos. En la anchura física y en la
generosidad natural de nuestro Continente, había lugar de sobra para haberlos
recibido a todos, evitándoles los países de lengua imposible, los climas agrios
y las razas extrañas”, escribió en el poemario, donde agradecía a Victoria
Ocampo, otro referente de las letras latinoamericanas aquellos días, que
hubiese regalado la impresión de Tala a través de su editorial. “No es
la descastada que suele decirse”, subrayaba Mistral.
Con la argentina Victoria Ocampo hubo sus más y sus menos. Durante las
primeras semanas de la guerra, la directora de Sur firmó un manifiesto y
se integró en un comité francés de ayuda a la República (la derecha argentina
llegaría a llamarla “la Pasionaria de la Aristocracia”), aunque mantuvo a
distancia la revista. Sin embargo, la cobertura que Ocampo dio a Gregorio
Marañón en Buenos Aires desató una polémica agria en las filas republicanas.
“No puedo entender cómo usted (…) ha podido tener ese gesto, creyendo amparar
con una aparente, falsa generosidad quijotesca, que usted acaso considera
valerosa, la cobardía de ese renegado de todo”, le reprochó José Bergamín en un
duro intercambio epistolar.
La causa de los sublevados también encontró eco en América Latina, aunque
ni el número ni el renombre de sus simpatizantes fue comparable al que halló la
defensa de la República. La ecuatoriana Hortensia Pagés (“Creo en España una,
fuerte, privilegiada e invencible”) organizó un comité de auxilio y, en
Argentina, resonó la voz del hijo de Leopoldo Lugones, gran poeta modernista y
primer intelectual fascista del país (“ha sonado otra vez, para bien del mundo,
la hora de la espada”). El poeta Lugones tuvo la singularidad de guardar
silencio con el argumento de que los argentinos no debían opinar sobre asuntos
extranjeros, pero su hijo, un comisario que pasó a la historia por perfeccionar
la tortura con el uso de la picana eléctrica y el techo (baño en
excrementos), escribió al Gobierno de Franco en febrero de 1939 una carta en la
que rechazaba la acogida de refugiados republicanos: “Dios quiera que jamás
pisen suelo argentino esos trabajadores díscolos embrutecidos con la prédica de
Moscú; que tampoco vengan para acá maestros que ya ni siquiera españoles ni
nada son (…) Y sobre todo que no aparezcan por tierra de San Martín los
intelectuales de izquierda autores directos del tétrico panorama de España”.
Y, en medio, Borges. Que escribió una necrológica de
Unamuno, que primero saludó la rebelión militar y luego la condenó nada más ver
la represión, sin citar las circunstancias de sus últimos meses del 36. Cuando
le preguntaron si el arte debía estar al servicio del problema social, dijo:
“Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio de la
política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de
artillería liberal o de repostería endecasílaba”.
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