mércores, 6 de marzo de 2013

La fragilidad de la cultura


Varlam Shalámov volcó en 'Relatos de Kolimá' sus experiencias como condenado durante casi veinte años en el gulag soviético.
Mezcla de memoria y documento, el resultado es una de las mayores expresiones literarias del siglo XX.
Con la aparición del quinto volumen culmina la parte narrativa de un ciclo nunca antes publicado completo en español.
Contar pide memoria. En la estación de Irkust, Varlam Shalámov (1907- 1982), a punto de regresar a Moscú tras casi dos décadas sumando condenas en el gulag, siente que el cuerpo se le cubre de un sudor frío. Le espanta la atroz fuerza del ser humano, su voluntad y capacidad de borrar los hechos de la memoria, pues descubre “que estaba dispuesto a olvidarlo todo, a tachar veinte años de mi vida”. Pero en cuanto lo comprende, se vence a sí mismo: “Sabía que no permitiría a mi memoria olvidar nada de lo que había visto”, y solo entonces recobra la calma. Es el dilema que siempre acucia al superviviente, recordar u olvidar, si bien el trabajo inhumano en el infierno blanco dejaba heridas indelebles: “Toda nuestra vida de viejos será una vida de dolor, físico y espiritual”. Recordar para explicar es lo primero, lo siguiente es transmitir lo indecible. Shalámov, armado con una voluntad tan obstinada como la burocracia soviética, asumió el reto de contar lo vivido en Kolimá, donde cada minuto era una gota de veneno. Creó un ciclo estremecedor de cuentos “con toda la elocuencia del acta, con la responsabilidad y la precisión del documento”, pasado por el tamiz y la contención de la mirada poética.
Cada relato se centra en un aspecto de la vida en el campo, un personaje, un objeto. Nada de lo que leemos es superfluo, todo es trascendente. “El proceso creativo es un proceso de eliminación, no de descubrimiento, porque el poeta no busca nada”. Solo dotando de esa textura literaria a su memoria podía convertir en irrefutable el relato de los hechos. Galileo también defendió una verdad, “pero si hubiera escrito en verso habría tenido menos problemas con la Iglesia”, afirma en una pieza del volumen que cierra Relatos de Kolimá. No basta la enumeración de datos, nombres, lugares. De nada sirve la árida naturaleza del atestado, el informe, la estadística para hablar de lo que no tenía precedente. El documento debe abrirse al aliento poético, que la vida “ingrese ligera en los versos” y así poder interpretar el mundo, como explica en ‘Sherry-Brandy’, relato sobre la muerte de Mandelstam acaecida en un campo de tránsito. De este modo, Shalámov comprime en pequeñas gemas literarias todas las variantes de respuesta a los interrogantes “¿qué es el hombre?” y “¿qué hace posible que sobreviva en el límite?”. Ése es su arte.
Varlam Shalámov estaba predestinado a ser “el orgullo de Rusia”, era un estudiante dotado. Pero aquel chico de Vólogda de memoria prodigiosa y ávido lector, hijo de un pope de espíritu progresista y de una madre abnegada y amante de la poesía, acabó, acusado de participar en un grupo trotskista, como mano de obra desechable en las minas de oro del Gran Norte. Allí todo estaba pensado para que “el hombre se convierta en una alimaña en tres semanas”, con la misma facilidad con la que se hunde una pisada en la nieve virgen. Jornadas eternas que solo se interrumpían si el mercurio bajaba a los -55º (“el medio principal para que se descomponga el alma es el frío”), sumadas al hambre y la brutalidad (“el pueblo distingue a los jefes por la fuerza de sus golpes, por su afición a pegar”), arrancaban la cultura a los presos, despojados de toda humanidad. Muchos, al final, acababan convertidos en una cifra más en el registro de muertes, un cadáver al que se le ataba una tablilla en el pie izquierdo en la que el funcionario se apresuraba a apuntar su número de expediente. “Una tablilla en el pie es un signo de cultura”, dice con amarga ironía en el relato ‘El grafito’, lúcida reflexión sobre la monstruosidad miope del aparato burocrático. Y durante todos aquellos años de continuas y milagrosas resurrecciones en los hospitales, Shalámov ejercitó su meticulosa observación del hombre y de la naturaleza, que vertería más tarde, con tono contenido y pulso poético, sin sermones rabiosos, en sus lacónicos cuentos, su gran atlas de geografía humana: “Lo que exige hoy la literatura es nuestra propia sangre, nuestro propio destino”. Relatos de Kolimá es el manifiesto original de un escritor, fundado sobre una aleación de labor documentalista y una visión artística y estética del mundo. Lo ocurrido en el Gran Norte había hecho estallar la literatura, su tradición moralizante, pero no la necesidad del arte del escritor. Por eso, el “cómo” convierte este ciclo en una de las mayores expresiones literarias del siglo XX, en la que cada cuento es una afirmación de que “es necesario y se puede escribir un relato que no se diferencie del documento”.
Con El guante o KR-2, conformado por textos escritos la mayoría de ellos entre 1970 y 1973, se completan los cinco volúmenes de relatos atendiendo al orden y la estructura concebidos por su autor. Un ambicioso proyecto editorial, a la espera de un sexto volumen que reunirá la obra ensayística, que requería de una traducción poderosa, ajustada y sutil, que fuera capaz de presentar la extensión desmedida de Siberia en un texto de infinitas variaciones donde se reflejan todas las aristas del alma humana. Esa escritura se derrama a lo largo y ancho de esta epopeya shalamoviana del siglo pasado que renace en el nuestro gracias al luminoso y encomiable trabajo de Ricardo San Vicente. “En una lengua que, como la nuestra, carece a veces de palabras para dar nombre a la versatilidad del infierno, hemos tratado de trasladar la voz y el mundo del autor”, apunta en el epílogo el traductor. Porque en este mosaico sobre la experiencia en el sistema de campos soviéticos, el lenguaje se enfrenta a una realidad hasta entonces ignota, envilecida además por una jerga, la de los campos, que era “una droga, un veneno que penetra en el alma del hombre”. Por eso, es tan emocionante el relato ‘Sentencia’, que cierra el segundo volumen. Allí, el personaje rompe de alegría cuando recupera, sin saber cómo, una palabra que procede de su vida anterior, hasta entonces arrinconada. En su lírico panteísmo, Shalámov explota todas las posibilidades de la naturaleza siberiana, cruel con sus moradores, pero portadora de inagotables significados y alegorías, donde fugazmente ocurre el milagro de una palabra resucitada. “Allí el hombre vive de lo mismo que vive la pradera, el árbol, el pájaro, pero se aferra a la vida con más fuerza que ellos”, y si consigue vivir, “no es porque crea en algo sino porque no pierde la esperanza”. Los relatos están repletos de este tipo de sentencias, como bofetadas, que expresan el descarnado proceso de escritura: “Cada relato, cada una de las frases, previamente, los grité en mi habitación vacía… Grito, amenazo, lloro. Y solo después, cuando he terminado el relato o un fragmento de este, me seco las lágrimas”.
La prosa de Shalámov de principios de los setenta, un periodo productivo pero lleno de soledad y enfermedad, después de dos matrimonios fallidos e incapaz de consolidar una tercera relación (“las mujeres no han desempeñado un gran papel en mi vida: el campo es la causa”), parece estar escrita para el cajón. Evitó por todos los medios que circulara por los canales no oficiales de distribución, el samizdat. La distensión de la prensa soviética después del Congreso de 1961 no había sido tan profunda como para que sus relatos vieran la luz, y el periodo de estancamiento posterior volvía a convertir el samizdat en arma arrojadiza. Después de todo lo vivido, Shalámov se negaba a ser una víctima colateral de la lucha entre disidencia y Estado: otorgaba a su voz suficiente entidad como para no servir de espectáculo ni a unos ni a otros. Ni la aparición de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsyn, en 1962 —a quien Shalámov tenía por un usurpador de testimonios ajenos— le abrió alguna puerta. Ambos compartían visiones, tanto filosóficas como estilísticas, muy distintas, lo que hizo que Shalámov declinara el ofrecimiento de colaborar juntos. Solzhenitsyn mantenía la visión dostoievskiana del poder purificador del sufrimiento y la experiencia aún le había dejado fuerzas para mantener sólidas creencias. Todo lo contrario a Shalámov, para quien solo había espacio para la amargura.
A pesar de su celo, el autor no tuvo el control de su obra. Por una parte, se seguía pasando de mano en mano dentro un restringido y creciente círculo. Por otra, sus textos cruzaron la frontera y las peores expectativas de Shalámov se cumplieron. No solo no se publicaron como una obra unitaria, siguiendo su orden establecido, ni se respetó el estilo repetitivo, restándole autenticidad. Además se hacía desde el altavoz de los Tamizdat, los periódicos extranjeros de la disidencia, con la falsa apariencia de ser una colaboración literaria. Eso pudo darle a conocer en otras lenguas, pero le cerró las puertas del conocimiento de su obra en Rusia. Su vida como autor parecía tan descontrolada como su vida de exprisionero de la pesadilla del Norte. “Con mi difícil biografía, lo último que necesito son conexiones con la emigración”, escribe en su diario en 1972. En una carta de 315 palabras publicada en Novy Mir, el 23 de febrero de ese año, enmarcada en un rectángulo negro como si fuera una esquela, Shalámov renegó de las ediciones extranjeras de sus obras. A los pocos meses se publicaron sus poemas Nubes de Moscú y fue admitido en la Unión de Escritores. Aquella carta, como era de esperar, tuvo una lectura muy sesgada. Shalámov siguió trabajando en Relatos de Kolimá dando vida al quinto volumen, mucho más duro, urgente, directo. Exhala la misma determinación que expresa en su poema ‘Juramento eslavo’: “Hasta mi muerte juro / vengarme de estos perros / cuya abominable ciencia / he comprendido a la perfección”. Aquella carta, sin embargo, lo había devuelto a la soledad siberiana. Su obra se mantuvo inédita en Rusia hasta 1988.
En el cuento que da título al quinto volumen, ‘El guante’, escrito casi dos décadas después de su liberación, todavía persiste la pregunta “¿hemos existido?”. El tiempo no ceja en su silencioso y perseverante desenfoque del pasado. Una generación empuja a la siguiente, crea su propio relato, su propia leyenda. ¿Qué queda de todo aquello? “Algunas ruinas, alambre de espino oxidado”. Incluso quien ha sufrido las congelaciones observa con estupor que su cuerpo se recupera. El guante al que alude Shalámov es la piel que se desprendió de su mano por la pelagra. Observa esa misma mano, la que escribe, y la piel ya es otra. Todo se renueva, todo fluye. En 1978, Shalámov es un hombre que no puede valerse por sí mismo y su situación personal es tan delicada que lo ingresan en una residencia. No tiene a nadie, se ha alejado de todo su círculo, está sordo y ciego, pero no ha muerto todavía en él la pulsión de dictar nuevos versos a todo aquel que se le acerca. Solo y a una distancia que ya no puede medir, las traducciones de sus relatos y sus poemas publicados avivan el interés por el autor (la primera edición en inglés es en 1978) y atraen hasta su cama las visitas de admiradores. No tarda en correr la voz de alarma sobre la depauperada situación del escritor, más parecida a una última sentencia. Ese runrún resultó molesto y activó algunos resortes todavía engrasados. El 15 de enero de 1982, en unas circunstancias confusas, lo trasladan, atado a una silla y sin abrigo, a un sanatorio mental. Muere dos días más tarde de neumonía. “Todo fue mentira en mi proceso, tanto la acusación como los testimonios y las pruebas periciales. Lo único cierto era la miseria humana”. Shalámov enseñó que, a través de la literatura, del testimonio transformado en arte, podía cumplir el principio que rigió el final de su vida, “devolver la bofetada y solo luego dar la limosna, recordar antes el mal que el bien, recordar lo bueno durante cien años, y todo lo malo, durante doscientos”. De este modo, Relatos de Kolimá penetra en el lector no como “información sino como una herida abierta del corazón”. Se desvela el horror debajo de la flor púrpura del epilobio, “la flor de los incendios, del olvido, el enemigo de los archivos y de la memoria humana” que cubre los campos abandonados.

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