Varlam Shalámov volcó en 'Relatos de Kolimá' sus
experiencias como condenado durante casi veinte años en el gulag soviético.
Mezcla de memoria y documento, el resultado es una de las
mayores expresiones literarias del siglo XX.
Con la aparición del quinto volumen culmina la parte
narrativa de un ciclo nunca antes publicado completo en español.
Contar pide memoria. En la estación de Irkust, Varlam Shalámov (1907-
1982), a punto de regresar a Moscú tras casi dos décadas sumando condenas en el
gulag, siente que el cuerpo se le cubre de un sudor frío. Le espanta la atroz
fuerza del ser humano, su voluntad y capacidad de borrar los hechos de la
memoria, pues descubre “que estaba dispuesto a olvidarlo todo, a tachar veinte
años de mi vida”. Pero en cuanto lo comprende, se vence a sí mismo: “Sabía que
no permitiría a mi memoria olvidar nada de lo que había visto”, y solo entonces
recobra la calma. Es el dilema que siempre acucia al superviviente, recordar u
olvidar, si bien el trabajo inhumano en el infierno blanco dejaba heridas
indelebles: “Toda nuestra vida de viejos será una vida de dolor, físico y
espiritual”. Recordar para explicar es lo primero, lo siguiente es transmitir
lo indecible. Shalámov, armado con una voluntad tan obstinada como la
burocracia soviética, asumió el reto de contar lo vivido en Kolimá, donde cada
minuto era una gota de veneno. Creó un ciclo estremecedor de cuentos “con toda
la elocuencia del acta, con la responsabilidad y la precisión del documento”,
pasado por el tamiz y la contención de la mirada poética.
Cada relato se centra en un aspecto de la vida en el campo, un personaje,
un objeto. Nada de lo que leemos es superfluo, todo es trascendente. “El
proceso creativo es un proceso de eliminación, no de descubrimiento, porque el
poeta no busca nada”. Solo dotando de esa textura literaria a su memoria podía
convertir en irrefutable el relato de los hechos. Galileo también defendió una
verdad, “pero si hubiera escrito en verso habría tenido menos problemas con la
Iglesia”, afirma en una pieza del volumen que cierra Relatos de Kolimá. No
basta la enumeración de datos, nombres, lugares. De nada sirve la árida
naturaleza del atestado, el informe, la estadística para hablar de lo que no
tenía precedente. El documento debe abrirse al aliento poético, que la vida
“ingrese ligera en los versos” y así poder interpretar el mundo, como explica
en ‘Sherry-Brandy’, relato sobre la muerte de Mandelstam acaecida en un campo
de tránsito. De este modo, Shalámov comprime en pequeñas gemas literarias todas
las variantes de respuesta a los interrogantes “¿qué es el hombre?” y “¿qué
hace posible que sobreviva en el límite?”. Ése es su arte.
Varlam Shalámov estaba predestinado a ser “el orgullo de Rusia”, era un
estudiante dotado. Pero aquel chico de Vólogda de memoria prodigiosa y ávido
lector, hijo de un pope de espíritu progresista y de una madre abnegada y
amante de la poesía, acabó, acusado de participar en un grupo trotskista, como
mano de obra desechable en las minas de oro del Gran Norte. Allí todo estaba
pensado para que “el hombre se convierta en una alimaña en tres semanas”, con
la misma facilidad con la que se hunde una pisada en la nieve virgen. Jornadas
eternas que solo se interrumpían si el mercurio bajaba a los -55º (“el medio
principal para que se descomponga el alma es el frío”), sumadas al hambre y la
brutalidad (“el pueblo distingue a los jefes por la fuerza de sus golpes, por
su afición a pegar”), arrancaban la cultura a los presos, despojados de toda
humanidad. Muchos, al final, acababan convertidos en una cifra más en el
registro de muertes, un cadáver al que se le ataba una tablilla en el pie
izquierdo en la que el funcionario se apresuraba a apuntar su número de
expediente. “Una tablilla en el pie es un signo de cultura”, dice con amarga
ironía en el relato ‘El grafito’, lúcida reflexión sobre la monstruosidad miope
del aparato burocrático. Y durante todos aquellos años de continuas y
milagrosas resurrecciones en los hospitales, Shalámov ejercitó su meticulosa
observación del hombre y de la naturaleza, que vertería más tarde, con tono contenido
y pulso poético, sin sermones rabiosos, en sus lacónicos cuentos, su gran atlas
de geografía humana: “Lo que exige hoy la literatura es nuestra propia sangre,
nuestro propio destino”. Relatos de Kolimá es el manifiesto original de un
escritor, fundado sobre una aleación de labor documentalista y una visión
artística y estética del mundo. Lo ocurrido en el Gran Norte había hecho
estallar la literatura, su tradición moralizante, pero no la necesidad del arte
del escritor. Por eso, el “cómo” convierte este ciclo en una de las mayores
expresiones literarias del siglo XX, en la que cada cuento es una afirmación de
que “es necesario y se puede escribir un relato que no se diferencie del
documento”.
Con El guante o KR-2, conformado por textos escritos la mayoría de ellos
entre 1970 y 1973, se completan los cinco volúmenes de relatos atendiendo al
orden y la estructura concebidos por su autor. Un ambicioso proyecto editorial,
a la espera de un sexto volumen que reunirá la obra ensayística, que requería
de una traducción poderosa, ajustada y sutil, que fuera capaz de presentar la
extensión desmedida de Siberia en un texto de infinitas variaciones donde se
reflejan todas las aristas del alma humana. Esa escritura se derrama a lo largo
y ancho de esta epopeya shalamoviana del siglo pasado que renace en el nuestro
gracias al luminoso y encomiable trabajo de Ricardo San Vicente. “En una lengua
que, como la nuestra, carece a veces de palabras para dar nombre a la
versatilidad del infierno, hemos tratado de trasladar la voz y el mundo del
autor”, apunta en el epílogo el traductor. Porque en este mosaico sobre la
experiencia en el sistema de campos soviéticos, el lenguaje se enfrenta a una
realidad hasta entonces ignota, envilecida además por una jerga, la de los campos,
que era “una droga, un veneno que penetra en el alma del hombre”. Por eso, es
tan emocionante el relato ‘Sentencia’, que cierra el segundo volumen. Allí, el
personaje rompe de alegría cuando recupera, sin saber cómo, una palabra que
procede de su vida anterior, hasta entonces arrinconada. En su lírico
panteísmo, Shalámov explota todas las posibilidades de la naturaleza siberiana,
cruel con sus moradores, pero portadora de inagotables significados y
alegorías, donde fugazmente ocurre el milagro de una palabra resucitada. “Allí
el hombre vive de lo mismo que vive la pradera, el árbol, el pájaro, pero se
aferra a la vida con más fuerza que ellos”, y si consigue vivir, “no es porque
crea en algo sino porque no pierde la esperanza”. Los relatos están repletos de
este tipo de sentencias, como bofetadas, que expresan el descarnado proceso de
escritura: “Cada relato, cada una de las frases, previamente, los grité en mi
habitación vacía… Grito, amenazo, lloro. Y solo después, cuando he terminado el
relato o un fragmento de este, me seco las lágrimas”.
La prosa de Shalámov de principios de los setenta, un periodo productivo
pero lleno de soledad y enfermedad, después de dos matrimonios fallidos e
incapaz de consolidar una tercera relación (“las mujeres no han desempeñado un
gran papel en mi vida: el campo es la causa”), parece estar escrita para el
cajón. Evitó por todos los medios que circulara por los canales no oficiales de
distribución, el samizdat. La distensión de la prensa soviética después del
Congreso de 1961 no había sido tan profunda como para que sus relatos vieran la
luz, y el periodo de estancamiento posterior volvía a convertir el samizdat en
arma arrojadiza. Después de todo lo vivido, Shalámov se negaba a ser una
víctima colateral de la lucha entre disidencia y Estado: otorgaba a su voz
suficiente entidad como para no servir de espectáculo ni a unos ni a otros. Ni
la aparición de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsyn, en 1962
—a quien Shalámov tenía por un usurpador de testimonios ajenos— le abrió alguna
puerta. Ambos compartían visiones, tanto filosóficas como estilísticas, muy
distintas, lo que hizo que Shalámov declinara el ofrecimiento de colaborar
juntos. Solzhenitsyn mantenía la visión dostoievskiana del poder purificador
del sufrimiento y la experiencia aún le había dejado fuerzas para mantener
sólidas creencias. Todo lo contrario a Shalámov, para quien solo había espacio
para la amargura.
A pesar de su celo, el autor no tuvo el control de su obra. Por una parte,
se seguía pasando de mano en mano dentro un restringido y creciente círculo.
Por otra, sus textos cruzaron la frontera y las peores expectativas de Shalámov
se cumplieron. No solo no se publicaron como una obra unitaria, siguiendo su
orden establecido, ni se respetó el estilo repetitivo, restándole autenticidad.
Además se hacía desde el altavoz de los Tamizdat, los periódicos extranjeros de
la disidencia, con la falsa apariencia de ser una colaboración literaria. Eso
pudo darle a conocer en otras lenguas, pero le cerró las puertas del
conocimiento de su obra en Rusia. Su vida como autor parecía tan descontrolada
como su vida de exprisionero de la pesadilla del Norte. “Con mi difícil biografía,
lo último que necesito son conexiones con la emigración”, escribe en su diario
en 1972. En una carta de 315 palabras publicada en Novy Mir, el 23 de febrero
de ese año, enmarcada en un rectángulo negro como si fuera una esquela,
Shalámov renegó de las ediciones extranjeras de sus obras. A los pocos meses se
publicaron sus poemas Nubes de Moscú y fue admitido en la Unión de Escritores.
Aquella carta, como era de esperar, tuvo una lectura muy sesgada. Shalámov
siguió trabajando en Relatos de Kolimá dando vida al quinto volumen, mucho más
duro, urgente, directo. Exhala la misma determinación que expresa en su poema
‘Juramento eslavo’: “Hasta mi muerte juro / vengarme de estos perros / cuya
abominable ciencia / he comprendido a la perfección”. Aquella carta, sin
embargo, lo había devuelto a la soledad siberiana. Su obra se mantuvo inédita
en Rusia hasta 1988.
En el cuento que da título al quinto volumen, ‘El guante’, escrito casi dos
décadas después de su liberación, todavía persiste la pregunta “¿hemos
existido?”. El tiempo no ceja en su silencioso y perseverante desenfoque del
pasado. Una generación empuja a la siguiente, crea su propio relato, su propia
leyenda. ¿Qué queda de todo aquello? “Algunas ruinas, alambre de espino
oxidado”. Incluso quien ha sufrido las congelaciones observa con estupor que su
cuerpo se recupera. El guante al que alude Shalámov es la piel que se
desprendió de su mano por la pelagra. Observa esa misma mano, la que escribe, y
la piel ya es otra. Todo se renueva, todo fluye. En 1978, Shalámov es un hombre
que no puede valerse por sí mismo y su situación personal es tan delicada que
lo ingresan en una residencia. No tiene a nadie, se ha alejado de todo su
círculo, está sordo y ciego, pero no ha muerto todavía en él la pulsión de dictar
nuevos versos a todo aquel que se le acerca. Solo y a una distancia que ya no
puede medir, las traducciones de sus relatos y sus poemas publicados avivan el
interés por el autor (la primera edición en inglés es en 1978) y atraen hasta
su cama las visitas de admiradores. No tarda en correr la voz de alarma sobre
la depauperada situación del escritor, más parecida a una última sentencia. Ese
runrún resultó molesto y activó algunos resortes todavía engrasados. El 15 de
enero de 1982, en unas circunstancias confusas, lo trasladan, atado a una silla
y sin abrigo, a un sanatorio mental. Muere dos días más tarde de neumonía.
“Todo fue mentira en mi proceso, tanto la acusación como los testimonios y las
pruebas periciales. Lo único cierto era la miseria humana”. Shalámov enseñó
que, a través de la literatura, del testimonio transformado en arte, podía
cumplir el principio que rigió el final de su vida, “devolver la bofetada y
solo luego dar la limosna, recordar antes el mal que el bien, recordar lo bueno
durante cien años, y todo lo malo, durante doscientos”. De este modo, Relatos
de Kolimá penetra en el lector no como “información sino como una herida
abierta del corazón”. Se desvela el horror debajo de la flor púrpura del
epilobio, “la flor de los incendios, del olvido, el enemigo de los archivos y
de la memoria humana” que cubre los campos abandonados.
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