Stauffenberg también le reclutó para otro atentado
suicida contra el líder nazi que no llegó a materializarse
Raras veces entierras a una persona dos veces. Hoy tenemos que hacerlo con
el último superviviente de la conjura contra Hitler. El 1 de mayo de 2008
fallecía el barón Philip von Boeselager, al que se tenía —y así se hizo eco
todo el mundo— por el último que quedaba del grupo de oficiales alemanes que
trataron de matar a Adolf Hitler el 20 de julio de 1944 en el curso de la
Operación Valkiria. Pues no. El pasado 8 de marzo ha muerto otro militar que
realmente era el último —esperemos que ahora sí— de aquellos valientes
encabezados por el coronel Claus von Stauffenberg. Ewald-Heinrich von
Kleist-Schmenzin, fallecido en su casa de Munich a los 90 años, se implicó en
las conjuras contra Hitler —incluso como candidato a un atentado suicida— y tuvo
un papel activo en el golpe de aquel terrible 20 de julio.
Figura mucho menos popularmente conocida que la de Von Boeselager, que
hasta escribió un libro, es cierto que el papel de Von Kleist fue el día del
atentado poco relevante en comparación con los grandes protagonistas del drama
(el comandante Boeselager, por ejemplo, consiguió los explosivos para el
atentado y debía sumar al golpe una brigada de caballería), pero sin duda el
entonces joven oficial se jugó la vida, y estuvo en el meollo de la acción.
Efectivamente, durante las tensas y decisivas horas del 20 de julio en el
Bendlerblock, el puesto de mando del ejército de reemplazo en Berlín, que fue
el núcleo de la Operación Valkiria, Kleist estuvo muy afanoso junto a los
conspiradores senior (Beck, Olbricht, Hoepner o el propio Stauffenberg) y, por
ejemplo, ayudó a retener al general Von Kortzfleisch, que se negaba a creer que
Hitler había muerto y quería marcharse de allí “para cuidar mis plantas”.
Olbricht —que sería fusilado con Stauffenberg horas más tarde— envió asimismo a
Kleist a comprobar si el batallón de guardia había aislado el barrio del
Gobierno. Años después, Kleist decía que había sido “el chico para todo” de los
conjurados.
Cuando la conspiración fracasó y se ejecutó en el mismo patio a los
cabecillas, Kleist fue arrestado y solo podía esperar lo peor. Pero evitó, por
falta de evidencias, el Tribunal Popular, que le hubiera costado la horca. Lo
enviaron a Ravensbruck y, sorprendentemente, lo sacaron de allí para devolverlo
al frente oriental para el resto de la guerra. No cabe duda de que, como el
príncipe de Homburg de su tocayo el poeta Heinrich von Kleist, tuvo muchísima
suerte.
Ya la había tenido antes. En enero de 1944, cuando después de haber sido
herido en Rusia estaba destinado en el batallón de reemplazo de Postdam, fue
citado por los conspiradores. Stauffenberg, que estaba en busca desesperada,
tras muchos intentos frustrados, de un asesino para matar a Hitler (papel que
finalmente asumiría él mismo), le preguntó si se apuntaba a la empresa. Había
una oportunidad en el horizonte: Hitler iba a asistir a una exposición de
equipamiento y Kleist le guiaría como oficial con experiencia bélica. Le
propusieron llevar una bomba en la maleta. Kleist solicitó 24 horas para
reflexionar y pidió consejo a su padre, un activo opositor a Hitler desde el
comienzo, confiando en que su progenitor, padre al fin, le disuadiría. Pero, al
contrario, le animó a cometer el atentado. Eso es un padre de miras amplias. El
hijo le dijo a Stauffenberg que sí. Le iban a dar un explosivo plástico y un
detonador de granada de mano. Kleist pensó atarse los explosivos alrededor del
estómago. Finalmente el atentado no se llevó a cabo.
Otros atentados suicidas similares, a cargo de diversos oficiales, fueron
también sucesivamente anulados. Paradójicamente, el que acabó perdiendo la vida
a causa del intento de matar a Hitler fue Von Kleist padre: lo ahorcaron en la
cárcel de Plötzensee tras el atentado del 20 de julio.
Ewald-Heinrich von Kleist-Schmenzin (nada que ver con el mariscal Kleist)
nació en 1922 en Pomerania, en el seno de una familia de viejos terratenientes
prusianos. A los 18 años se alistó en la Wehrmacht. Tras la guerra, perdidos el
hogar y la finca familiar, entró en el negocio editorial. Hombre discreto, poco
dado a figurar, decía que se apuntó a la resistencia porque consideraba el
nazismo “un reinado intolerable de la injusticia”.
Recordaba aquel 20 de julio de su agitada juventud con
una curiosa euforia y decía que durante la espera de la confirmación de la
muerte de Hitler “casi podías sentir cómo la historía pendía del filo de un
cuchillo”.
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