Bergoglio pidió perdón en 2000 por no "haber hecho
lo suficiente" entre 1976 y 1983
FRANCISCO
PEREGIL Buenos Aires 23 MAR 2013 - 19:50 CET
Las aguas del río de la Plata bajaban manchadas con la sangre de los
secuestrados que arrojaban desde los aviones militares y la mayoría de los
jerarcas de la Iglesia católica
argentina parecían dormidos. La siesta se prolongó desde 1976 hasta 1983, los años de la dictadura.
Luis Zamora, que ahora ejerce como político opositor al Gobierno de Cristina
Fernández, era entonces un abogado de 28 años. “Yo iba los jueves a
la plaza de Mayo para manifestarme junto a las madres de los desaparecidos. No
me olvidaré jamás de aquel día de 1979 en que nos reprimió la policía de la
dictadura. Que te persiguiera esa policía significaba que podías desaparecer
para siempre. Salimos corriendo hacia la catedral, que está en la misma plaza.
Y cuando nos estábamos acercando cerraron la puerta. Eran las madres de los
desaparecidos y les cerraron las puertas. Tuvimos que refugiarnos en el subte
[el metro]. Aquello me pareció un símbolo muy directo de la complicidad entre
la Iglesia y la dictadura”.
“A las pocas semanas del golpe militar más de 60 obispos de todo el país se
reunieron para evaluar la situación”, explica Luis Zamora. “Todos convinieron
en que en sus obispados había secuestros, desapariciones, despidos por
actividades gremiales... Hubo una discusión sobre si se pronunciaban o no. Por
unos 40 votos contra 20 optaron por no pronunciarse públicamente y afrontar el
problema con gestiones reservadas. Eso significó avalar públicamente la
dictadura y tener una carta en el futuro que les permitiera decir: ‘Hicimos
cuestionamientos privados o gestiones orales’. Pero a la población le
transmitían que ellos apoyaban la dictadura. En todos los actos públicos, en
las fiestas patrias… siempre había un obispo o un cardenal al lado de los
dictadores. La Iglesia católica bendijo el golpe”.
El entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio
llegó a pedir perdón en nombre de la Iglesia en el año 2000 por no “haber hecho
lo suficiente”. Lo que se comenzó a cuestionar muy pronto es si, además de no
hacer lo suficiente, la Iglesia hizo demasiado. O sea, si fue cómplice
necesaria en la comisión de ciertos crímenes. El director del diario Página 12,
Horacio Verbitsky, sostiene que Bergoglio colaboró en la detención de los jesuitas
Francisco Jalics y Orlando Yorio, secuestrados durante seis meses en
1976. Yorio murió en 2000, pero su hermana Graciela, de 67 años, señaló que
Bergoglio mantuvo el doble juego: “Preocuparse [por el destino de los dos jesuitas]
y por detrás hacer todas las maniobras necesarias para que los secuestraran”.
Tras conocerse el nombramiento de Francisco, Jalics declaró en un comunicado
desde el monasterio de Alemania en que se encuentra que ya se había
reconciliado con Bergoglio y que para él estaba cerrado
el caso. Sin embargo, su mensaje parecía más incriminatorio que
exculpatorio. Así que el pasado miércoles, Jalics sentenció tajante en otro
comunicado: “Es un error afirmar que nuestra captura ocurrió por iniciativa del
padre Bergoglio”.
A pesar de esa declaración, el asunto siguió coleando en Argentina. El
pasado jueves el periodista Verbitsky relató que el jesuita Jalics le había
revelado en 1999, bajo la condición del anonimato, que “durante meses Bergoglio
contó a todo el mundo que Jalics y Yorio estaban en la guerrilla”. Ese dato
bastaba en aquella época a los militares para secuestrar, torturar o matar a
cualquiera. Y más si la información provenía del superior provincial de los
jesuitas, cargo que entonces ejercía el papa Francisco. Jorge Mario Bergoglio
negó siempre de forma rotunda haber asociado a Jalics y Yorio con la guerrilla.
“Qué dirá la historia de estos pastores que entregaron sus ovejas al
enemigo sin defenderlas ni rescatarlas”, se preguntaba estos días Verbitsky
citando el libro Iglesia y dictadura, del fallecido Emilio Mignone. El
Vaticano alega que esas afirmaciones son “calumniosas y difamatorias” y que
nunca hubo una sola prueba en firme contra Bergoglio.
La presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo, Estela de Carlotto,
declaró al conocerse el nombramiento del papa Francisco: “Uno condena a la
jerarquía eclesiástica porque fueron partícipes, cómplices, ocultadores, directa
o indirectamente. Es una historia muy triste que entinta a toda la jerarquía de
la Iglesia católica argentina, que no ha dado ni un paso para colaborar con la
verdad, la memoria y la justicia. Bergoglio pertenece a esa Iglesia que
oscureció al país”.
El 14 de marzo —al día siguiente de la elección papal— el gran referente de
los derechos humanos en Argentina, el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez
Esquivel, escribió un mensaje bastante crítico hacia Bergoglio en el
que, sin embargo, le eximía de la acusación más grave: “Es indiscutible que
hubo complicidades de buena parte de la jerarquía eclesial en el genocidio
perpetrado contra el pueblo argentino y, aunque muchos con exceso de prudencia
hicieron gestiones silenciosas para liberar a los perseguidos, fueron pocos los
pastores que con coraje y decisión asumieron nuestra lucha por los derechos
humanos contra la dictadura militar. No considero que Jorge Bergoglio haya sido
cómplice de la dictadura, pero creo que le faltó coraje para acompañar nuestra
lucha por los derechos humanos en los momentos más difíciles”.
“La actitud de la jerarquía episcopal en la dictadura fue muy difusa y
confusa", explica Eduardo de la Serna, coordinador del Grupo de Curas en
Opción por los Pobres de Argentina. “Hubo un grupo muy pequeño de obispos
claramente opuestos y críticos de la dictadura (Alberto Pascual Devoto, Enrique
Angelelli, Eduardo Pironio, Vicente F. Zazpe, Jaime de Nevare, Jorge Novak y
Miguel Hesayne); un grupo no muy grande de obispos francamente cómplices
(Victorio Bonamin, Adolfo Tortolo…). Creo que la mayoría confundió una serie de
elementos: pánico al comunismo que creían que se aproximaba; muchos con una
ignorancia en teología soberana entendieron que ‘la autoridad viene de Dios’ y
entonces oponerse a la autoridad era oponerse a Dios; otros tenían una pobre
idea del mal menor… Lo cierto es que entre unos y otros conformaron un
episcopado cómplice o silencioso, callado y temeroso. No hicieron denuncias
claras, no levantaron la voz, no se atrevieron a excomulgar —por ejemplo— a los
torturadores. Bergoglio no fue Victorio Bonamín, pero tampoco fue Jorge Novak”.
Luis Zamora cuenta que acudió en 1979 junto a otros abogados a las oficinas
en Buenos Aires del nuncio apostólico Pio Laghi. “Llevábamos muchos informes de
gente que había desaparecido en esos tres años de dictadura. Y el nuncio no nos
atendió. Su secretario nos dijo: ‘Está muy bien la información que traen, pero
ya la tenemos’. Nos fuimos diciendo ‘¡Qué ingenuos somos!’. ¿Cómo podíamos
pensar que la Iglesia no sabía todo esto desde el comienzo?”.
Hace tres años, Bergoglio se vio obligado a declarar como testigo en un
juicio sobre los crímenes de la dictadura. El abogado que lo interrogó en
representación de varias familias de víctimas era Luis Zamora. “Tras escuchar
su testimonio, no me cabe duda de que Bergoglio entregó a esos jesuitas”,
concluye Zamora.
Hoy día, sin embargo, soplan nuevos aires en el Vaticano.
Desde que se conoció el nombramiento de Francisco han salido a la luz varios
casos de personas perseguidas por la dictadura a quienes de forma discreta
Bergoglio ayudó a salvar la vida. Además, se da por hecho que la primera
persona a quien Francisco pretende beatificar es Carlos de Dios Murias, un
fraile franciscano torturado y asesinado durante la dictadura. Las encuestas
revelan que el Papa es profeta en su tierra. Y no será el Gobierno de Cristina
Fernández el que se atreva a ir abiertamente en contra de las encuestas.
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