Hace ahora ochenta años nació uno de los mayores mitos del cine de
aventuras. Su nombre, King Kong. Un enorme gorila que infundía terror entre los
habitantes de una isla remota. Un monstruo que, sin embargo, escondía en el
fondo una personalidad sensible que asomaba gracias a la irrupción de una
actriz que llegaba hasta aquel rincón del océano como parte de un equipo de
rodaje. King Kong
hundía sus raíces en mitos universales como el de la bella y la bestia y, adaptándose
a las preocupaciones de una sociedad obsesionada con los adelantos técnicos y
los cambios que estos podrían producir, se convirtió en sí mismo en un mito
universal. A partir de su estreno, el gran gorila y sus derivaciones más o
menos confesas se convirtieron en un género cinematográfico que ha llegado
hasta nuestros días.
El próximo jueves 7 de marzo, día del aniversario de su estreno en el Radio City Music Hall de Nueva York, TCM
emitirá una copia remasterizada de King Kong y el documental Yo soy
King Kong, narrado por el actor Alec Baldwin, en el que se repasa la vida
de uno de sus codirectores: el productor, guionista, aviador y aventurero
norteamericano Merian C. Cooper.
Según la leyenda del filme, Merian C. Cooper comenzó a idear esta historia
una mañana después de haber soñado con un gorila gigante que atacaba Nueva
York. También le influyó, sin duda, la lectura de novelas como La tierra que
el mundo olvidó, de Edgar Rice
Burroughs, y El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle,que
había tenido ya una versión cinematográfica.
Vendió la idea a los ejecutivos de la RKO mostrándoles una secuencia de
prueba con unas maquetas fabricadas por Willis H. O'Brien, el mítico
especialista en efectos especiales. Los directivos se sorprendieron. Nunca
habían visto nada igual y dieron luz verde a la producción. El proyecto que
tuvo varios títulos: The Beast, La Octava Maravilla, El Mono,
Ape King, Kong… Finalmente el productor David O. Selznick bautizó
la película con el nombre que todos conocemos: King Kong.
Cooper contó con su habitual equipo de colaboradores. Ernest B. Schoedsack
fue su mano derecha como codirector y Fay Wray, con la que ya había trabajado
en películas anteriores, la protagonista principal.
Lo más complicado, naturalmente, fue dar vida al gran gorila. Se utilizaron
varias maquetas del animal, la más pequeña de dieciocho centímetros, y sus
movimientos se filmaron siguiendo la técnica del stop-motion, es decir,
fotograma a fotograma. La Isla de la Calavera, la morada de King Kong, era en
realidad un conjunto de decorados que habían aparecido un año antes en
largometrajes de aventuras como El malvado Zaroff y Ave del paraíso.
Pero en pantalla nada de eso importaba. Allí los
espectadores veían a un enorme gorila que rugía, luchaba contra un enorme
tiranosaurio, era capturado y llevado a Nueva York. Finalmente huía por sus
calles hasta que llegaba al rascacielos más famoso de la ciudad, el Empire
State Building. Escalaba sus paredes y, ya en lo más alto, luchaba contra unos
aviones que le disparaban. Un final que no tardó en convertirse en un icono del
cine. Una película de aventuras pero con hondura romántica. La historia de una
bestia invencible vencida por el poder del amor.
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