La resistencia al régimen de Franco no se puede entender sin el rol de la
mujer. Mujeres que, en el punto de mira del dictador por su ideología y por su
género, tuvieron que sacar adelante a sus familias con sus hombres fusilados,
encerrados o desaparecidos y el cartel de 'roja' en la frente.
ALEJANDRO TORRÚS Madrid 05/03/2013
A Juliana
Cortés, en 1947, a la edad de 64 años, la metieron en una poza con el agua
hasta las rodillas para forzarla a decir dónde estaba su hijo, republicano
huido en los montes de Escañuela, en Jaén. A Dolores Martínez la condenaron a
muerte en 1941 por ser una “mal bicho procaz”. Enriqueta Martín tenía que andar
34 kilómetros, el camino de ida y vuelta hasta el pueblo vecino, para
introducir tabaco, harina y aceite en su pequeño pueblo de Granada, y
alimentar, así, a sus cuatro hijos. Su marido, pastor de profesión, y sus dos
hijos mayores desaparecieron en 1937. Rosa Cañadas, con apenas 20 años, tuvo
que limpiar casas, picar piedra y coser pantalones, entre otras funciones, para
sacar adelante a una familia de cinco hermanos cuyo padre, alcalde de
Guadalajara durante la República, había sido fusilado y todas sus pertenencias
requisadas.
Todas estas
historias son historias reales, con nombres reales, que sucedieron en la larga noche
de la dictadura franquista. Son sólo un pequeño número de casos tan comunes
como ciertos. Mujeres que, en el punto de mira del régimen por su ideología y
por su género, tuvieron que sacar adelante a sus familias con sus hombres
fusilados, encerrados o desaparecidos y el cartel de 'roja' en la frente.
Heroínas que a base de trabajo, sacrificio y agallas consiguieron sacar
adelante a sus familias sin olvidar que la lucha por la democracia dejó en
la cuneta a muchos de sus seres más queridos.
Emilia
Cañadas, una mujer de 84 años que con tan sólo ocho primaveras vio cómo los
falangistas fusilaron a su padre, Antonio Cañadas, alcalde de Izquierda
Republicana de Guadalajara, resume a la perfección el sentimiento de toda una
generación de mujeres que trabajó por la dignidad y la democracia: “He luchado
en mi infancia para sacar adelante a mis hermanos. Después, para alimentar a
mis hijos y ahora, mi obligación, a pesar de mi edad, es morir luchando. No
tengo otra misión en esta vida. Siempre me he sentido feminista,
revolucionaria y comunista. Con 14 años entré a una fábrica y allí sentí la
opresión del trabajador. Después pasé a trabajar en una oficina de seguros y
jamás logré entender por qué cobraba menos que mi compañero hombre”.
La República
significó para la mujer el inicio de la conquista del espacio público.
El derecho al voto, a la educación y al divorcio fue el reflejo legislativo de
un espíritu liberador que agitó España. Las esperanzas de emancipación, no
obstante, fueron cortadas de raíz por la cruzada católica emprendida por
el autodenominado bando nacional.
La represión
de la mujer en la dictadura franquista, cuenta Pura Sánchez, autora del libro Mujeres
de dudosa moral, fue doble. Por “rojas” y por “liberadas”. Por tanto, el
castigo también fue doble. Por una parte, las mujeres fueron juzgadas y
condenadas por tribunales militares por delitos de auxilio, incitación o
excitación a la rebelión. Es decir, por rojas. Por otro lado, se produce
una segunda condena social. La condena a la reclusión en el espacio doméstico y
al abandono de los espacios públicos que sólo podían ser ocupados única y
exclusivamente por hombres.
“Además, hay otra forma de represión
protagonizada por las fuerzas paramilitares del régimen”, cuenta Pura Sánchez.
“Fue un tercer tipo de represión extremadamente violenta y arbitraria que tenía
un fuerte carácter ejemplificador. Consistía en llegar al pueblo recién
conquistado por el bando franquista, escoger a un grupito de mujeres,
afeitarles la cabeza, hacerles beber
aceite de ricino y exponerlas a la vergüenza pública. Las demás ya
sabían a qué se arriesgaban si decidían desobedecer al régimen”, explica
Sánchez, quien añade que la mujer fue utilizada durante la Guerra Civil como un
“botín de guerra”. “El cuerpo femenino sirvió para evidenciar el poder de
los hombres”, sentencia Sánchez.
Con la
cabeza 'pelada'
La
explicación histórica de Pura Sánchez encuentra su reflejo en la realidad en la
vida de Juliana Cortés, una mujer de Escañuela (Jaén) a la que pelaron
dos veces, una al terminar la guerra y otra un poco después, cuando ya le
había crecido el pelo y fue un día a por agua, con tan mala suerte que se
encontró a “una mujer de derechas, que avisó de nuevo a los falangistas” de que
Juliana se había dejado ver por el pueblo.
“A mi madre
y a nueve mujeres más las "pelaron"; a mi madre no la pasearon, pero
a las otras sí, con tambores por la calle, a finales de abril del 39. Se
echaron a la calle los falangistas, que eran del pueblo. Las
"pelaron" en la cárcel y en la casa de Falange y les dieron aceite
de ricino. La gente, los de derechas, iban a mirar, los niños y los
mayorcitos iban detrás. Las mujeres de nuestra clase no iban a ver, pero
las otras sí”, recuerda hoy María González, hija de Juliana.
La vida de
María, no obstante, no fue más fácil que la de su madre. Cuando estalló la
guerra civil esta mujer tenía 17 años recién cumplidos. Conoció a su marido, y
padre de sus ocho hijos, Joaquín Pérez Sicilia, durante la Guerra Civil , en la
cárcel de Jaén, donde compartía celda con uno de sus hermanos. Su padre había
muerto poco antes del inicio del conflicto, uno de sus hermanos fue fusilado en
noviembre del 39 y el otro huyó a la sierra para no correr la misma suerte que
su familiar. “Con nosotros, el régimen se encabronó sobremanera”, resume
María, quien en los años de la Guerra tuvo que trabajar para poder llevar
alimentos a su hermano encarcelado.
Tras “picar
mucha piedra”, como ella misma señala, María y su marido deciden emigrar a
Madrid, en 1947, para intentar mejorar su vida y la de los suyos. No había
sabido nada de su hermano huido. Sin embargo, al poco de llegar a la capital un
guardia civil de Escañuela se presentó en la casa de María y se llevaron preso
a Joaquín, su marido. Se trataba de una acción destinada a forzar la entrega de
su hermano Adriano, que seguía en la sierra. Al día siguiente, María fue a
buscar a su marido con ropa y comida, iba con su hijo de 17 meses en brazos,
y embarazada de otro, pero también fue apresada.
María pasó
dos días y una noche en el cuartel de Vallehermoso. En ese tiempo le pegaron
varias veces con un vergajo para quitarle al niño, pero ella resistió. Al
mismo tiempo, habían encarcelado en Jaén a su madre, Juliana Cortés, de 64
años, a la que pegaron y metieron en una poza con el agua hasta las rodillas
para forzarla a decir dónde estaba su hijo. Pero nadie lo sabía. Hasta cinco
familiares llegaron a estar procesados por esta causa. A María, a Joaquín
-su marido- y a su madre -Juliana- les condenaron a seis años de cárcel; a su
hermano Miguel, a 20.
María
recuerda, como si fuera ayer, el día del juicio: “Se celebró en una sala
enorme, como un pabellón de deportes, en el que juzgaron de una vez a unas
trescientas personas. Estaban unos sentados en bancos y otros de pie y
levantaban la mano conforme eran nombrados. Entramos todos como una manada
de cerdos, serían las nueve de la mañana, y a las dos de la tarde estaba
todo el mundo fuera…. Todo estaba escrito ya”, recuerda hoy María, quien tras
cumplir condena y dar a luz a su segundo hijo en la propia cárcel volvió a
Madrid para proseguir su vida. Vivió durante casi 20 años en una chabola, hasta
que los ahorros conseguidos, de trabajar de limpiadora en el Ejército del Aire
le permitieron a ella y a su marido comprar su actual casa en un barrio obrero
de Madrid.
Recuperar la
cotidianidad
El mérito de
estas mujeres fue doble. Durante la guerra trabajaron a deshoras para tratar,
como fuera, de mantener con vida a sus familiares encarcelados o huidos.
Llevaban comida a la prisión, introducían mensajes secretos para los presos o
lavaban la ropa a sus presos. También echaban una mano, en lo que podían, a los
encarcelados sin familia. Una vez terminada la Guerra, no obstante, la función
a desempeñar era otra. Se trataba de resistir, porque en la medida en la que
ellas pudieran hacerlo, también sobrevivirían sus familias. Debían reconstruir
la cotidianidad destruida, “rehacer un hogar desde las cenizas de la Guerra
en las condiciones que fuera”, asevera Pura Sánchez.
La
resistencia de la mujer durante la Guerra Civil mediante la creación de redes
de cooperación de carácter informal para proporcionar ropa limpia, comida e
información a los presos la ejemplifica la lucha de Francisca Gámez, quien
acaba de cumplir 91 años. “La única pena que me queda en el cuerpo, después de
todo lo que he sufrido en esta vida, es que me muera sin que los jóvenes
sepan todo lo que hemos luchado para tener una democracia en este país.
Aunque ahora la quieran destruir. Deben saber cuánto nos ha costado llegar
hasta aquí”, cuenta Francisca a Público.
El padre de
Francisca, ex guardia civil, fue condenado a muerte, en un primer momento, y ,
después, su condena fue conmutada a 30 años de prisión por ayudar al bando
republicano desde la retaguardia. Durante el tiempo que su padre estuvo en la
cárcel, antes de ser enviado a campos de trabajo forzosos, Francisca llevaba
todos los días a su padre ropa limpia y comida en un cesto de alambres que aun
conserva, "para no olvidar sus orígenes". Tenía 16 años, pero
debía comportarse como una adulta.
A través de
las zapatillas, que tenían un falso fondo, se intercambiaba cartas con su padre
y el resto de presos. “No me daba cuenta del peligro que corría. Cuando eres
joven todo lo ves más normal. Ahí dentro morían como chinches: unos por
enfermedades y otros fusilados durante la madrugada”, recuerda.
Sin embargo,
lo más duro para Francisca no fue la Guerra Civil sino la larga noche de los 40
años. “Durante la Guerra sabías que luchabas por la libertad. Una vez
terminada, no había nada. Ni comida, ni futuro, ni libertad. La miseria nos
comía por todos lados y vi a mi abuela morir de hambre”, señala esta mujer,
a quien la Guerra le había quitado a un hermano, fusilado, y a su padre, preso
durante décadas.
“Cada vez
que escucho la frase de '"¡Que frío hace!" se me viene a la mente
aquel tiempo. No sé cómo pudimos sobrevivir. Me tiré años picando piedra
para conseguir unas pesetas. Nos llamaban para trabajar en el campo de la
lástima que dábamos”, se lamenta.
A base de
esfuerzo, trabajo y de sacrificar su vida por la de los demás, Francisca
consiguió sacar adelante a su familia y formar la suya propia. Una vez llegada
la democracia, su gran pena era no haber tenido la oportunidad de escribir para
que sus descendientes no olvidaran los orígenes de su familia. Por ello, se
apuntó a una escuela de mayores y aprendió a leer y a escribir. “Allí empecé a
escribir poesía y, a mi manera, he hecho poesía medianamente de todo lo que he
vivido. Si no me escuchan hablando, que me escuchen recitando”,
concluye.
El deseo de
aprender a escribir poesía de Francisca es compartido por Concha Martín, vecina
de una pequeña localidad de Granada. A Concha, sin embargo, no le gusta
escribir la historia de su familia, prefiere escribir de amor, aunque no olvida
ni por un segundo su pasado. “Mi padre está en un monte perdido por ser de
izquierdas y eso no lo voy a olvidar mientras viva”, asevera.
Concha es el
vivo ejemplo de una mujer a la que ningún obstáculo ha conseguido borrar la
sonrisa de la cara. Sonríe hasta cuando llora. Sonríe hasta cuando narra cómo
los "señoritos del pueblo" vinieron a buscar a su padre para
ajusticiarle. “El 2 de marzo del 37”. Él no estaba entonces en casa, sino con
sus cabras. Era pastor. Cuando regresó decidió huir junto a sus dos hijos
varones. “Me voy, a ver si me salvo”, dijo. José, que así se llamaba su
padre, murió congelado en la sierra, según contó un vecino del pueblo que sí
consiguió regresar. De sus dos hermanos, nunca más se supo.
Los
falangistas volvieron pocos días después buscando a la madre de Concha,
Enriqueta. No eran del pueblo. “¡Enriqueta!”, gritaban desde las calles. Ella
se escondió. No así una vecina del mismo nombre y de reconocida "ideología
de derechas" que salió a ver qué pasaba. Nadie la reconoció y fue rapada.
La Enriqueta de izquierdas, la matrona de esta pequeña localidad, se libró de
la humillación.
Con el
marido muerto y dos hijos desaparecidos, Enriqueta tuvo que sacar adelante a
sus otros cuatro hijos. La consigna de partida estaba clara: “Nunca
serviremos en casa de ningún señorito”, repetía esta mujer, según relata
Concha, quien en 1936 tenía solamente seis años. Y así fue. Enriqueta y Concha,
madre e hija, realizaban casi semanalmente un trayecto de 34 kilómetros
para traer tabaco, harina y aceite de estraperlo. 20 kilos a cuestas. El tabaco
y el aceite lo vendían. Con la harina hacían pan.
Manuela y
Encarna, las hermanas de Concha, trabajaban en casa cosiendo pantalones,
cocinando pan o con cualquier otra labor. Así como cuidando de Miguel, el
pequeño de los hermanos, quien pronto también tuvo que empezar a trabajar.
“Dicen que ahora están mal los tiempos, pero es que lo de antes no tiene
nombre. Cada día era una lucha por la supervivencia. Cuando te ibas a la
cama no sabías qué desgracia podía pasar mañana”, asegura Concha.
El recuerdo
de lo vivido, la dureza de la dictadura y la seguridad de que la democracia
sólo es viable a través de la justa y equilibrada distribución de recursos hizo
de Concha y de sus hermanas unas mujeres de fuertes convicciones
progresistas. Ninguna de las tres pudo aceptar jamás que un partido cuyo
fundador provenía del régimen franquista pudiera defender los intereses del
pueblo.
Concha
sabe que el futuro está complicado. Lo ve en su pequeña localidad donde cada
vez hay menos trabajo. “Se están perdiendo valores”, asegura. Ahora, tras una
vida de incansable lucha, pasa las tardes devorando novelas y escribiendo
algunos versos. La fórmula para un futuro mejor la tiene clara. Aunque nadie
con poder la escuchará. “El único futuro viable pasa por que se haga justicia
de una vez por todas. Justicia con el pueblo y justicia para los que nos han
estado robando tantos años”, sentencia.
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