Más de 25.000 judíos y 352 gitanos fueron deportados de
Malinas a Auschwitz
Un nuevo museo rastrea en el colaboracionismo y en la
resistencia de los belgas
Cuartel de Dossin, Malinas, 1942, onde se concentraba aos xudeus |
TEREIXA
CONSTENLA MALINAS (Bélgica) 15 DIC 2012 -
17:06 CET
"Querido Henri: estamos bien, en un vagón de ferrocarril que
probablemente nos lleve a Holanda”. Blanche Zybert tenía 13 años y la letra, y
la esperanza, aún infantiles. Escribió a lápiz sobre un papel rudimentario una
nota tranquilizadora y, el 21 de septiembre de 1943, la arrojó desde el tren
que le llevaba desde Malinas (Bélgica) a Auschwitz-Birkenau, el campo de
exterminio montado por los nazis en territorio polaco. Alguien la recogió y la
envió a una dirección de Bruselas, atendiendo al ruego de la niña. Hoy puede
leerse en el Kazerne Dossin, el museo
sobre el Holocausto y los Derechos Humanos que se ha inaugurado hace unas
semanas en Malinas y que se complementa con un centro de documentación y un
memorial situados en el antiguo cuartel que sirvió como estación hacia el
último viaje.
¿Otro museo sobre la Shoah? Sí y no. El Kazerne Dossin destripa el caso
belga: el papel de colaboracionistas y resistentes a los invasores nazis, la
persecución de judíos y gitanos y el lugar central que desempeñaron las
dependencias militares de Dossin en la deportación de 25.836 personas. Todas
con el mismo destino que Blanche: Auschwitz. Casi todas con el mismo final:
apenas sobrevivieron 1.250 (el 4,8%).
La industria del exterminio fue patrimonio alemán, pero algunos países
ocupados actuaron con siniestra complicidad, germinada sobre el odio a los
judíos. En Federico Sánchez
se despide de ustedes, Jorge Semprún recuerda que en el
cementerio judío de Pinkas, en Praga, están enterrados restos de los perros que
los cristianos arrojaron durante siglos para profanar el lugar de los muertos.
En Bélgica también echó raíces el antisemitismo, aunque la comunidad judía no
era tan amplia como en otros países del este. Malinas, equidistante entre
Bruselas y Amberes, donde residían casi todos, fue elegida por los alemanes
como punto de partida de los trenes de la muerte. Tenían la infraestructura
perfecta junto a las vías: un cuartel construido por orden de la emperatriz
María Teresa de Austria.
Lo de los gitanos fue cosa belga. En el museo puede leerse este texto
anónimo enviado el 21 de abril de 1940 a la policía: “Una banda de gitanos de
lengua alemana se ha instalado en Stembert. Son una banda de ladrones y sucios
repulsivos. La situación es intolerable. La policía debería ponerlos en un
campo de concentración”. Según Herman Van Goethem, conservador del Kazerne
Dossin y profesor de Historia contemporánea en la Universidad de Amberes,
formaban pequeños grupos de extrema pobreza que procedían de otros países.
Cuando la vida comenzó a depender del racionamiento se agrandó el rechazo a los
gitanos, bocas extranjeras que rivalizaban por los alimentos. “En 1941 fue la
administración belga la que tomó la iniciativa de deportarlos y ordenó a la
policía que los arrestase”, explica Van Goethem, que lleva 30 años investigando
sobre la Segunda Guerra Mundial en su país y que ha trasladado su conocimiento
a este museo (“es mi libro”), financiado por el Gobierno de Flandes.
La diferenciación étnica, que no existía en Bélgica hasta que los alemanes
introdujeron el concepto para identificar a los judíos, se aplicó a partir de
entonces a los gypsies, que se registran como “raza”. Del cuartel de Dossin
parten 352 gitanos hacia Auschwitz, entre ellos la numerosa familia de Joseph
Karoli y Elisabeth Warsha, noruegos asentados en Flandes desde 1922. De los 11
hijos deportados, se salvaron dos.
De carnés antropomórficos y tarjetas de nómadas se han extraído las fotos
de los gitanos que se han integrado en un gigantesco mural, que trepa por cada
planta del museo, donde figuran 19.000 fotos de las 25.836 víctimas que pasaron
por Malinas. “Es una respuesta contra la deshumanización del Holocausto”,
advierte Marjan Verplancke, responsable de educación del centro, que no
renuncia a contar en el futuro con imágenes e identidades de todos.
Poner cara y nombre al dolor, al valor y a la crueldad, a la Bélgica
obeïssante y a la rebelde, es un acto de justicia y una lección de humildad.
“Nos diferenciamos de otros museos porque también analizamos a los
perpetradores, quiénes fueron y por qué pudieron hacerlo. No son retratados
como demonios, estamos de acuerdo en que fueron malas personas, pero lo que nos
interesaba era analizar por qué personas normales como usted o como yo pueden
cometer esa violencia”, señala Herman Van Goethem.
Empezando por el rey Leopoldo III, colaboracionista durante la ocupación
entre 1940 y 1944. Casi nadie pagó por la complicidad con los alemanes, excepto
doce personas ejecutadas al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Hasta 1942 la
indiferencia hacia la suerte de los judíos fue generalizada entre la sociedad belga,
alentada por el hecho de que la población estaba convencida de que Alemania
ganaría la guerra y de que los judíos estaban siendo expulsados de Europa. “La
participación belga fue una especie de realpolitik. Aunque la colaboración de
Flandes con los alemanes fue muchísimo más notable que la de los valones”,
puntualiza el historiador.
Con excepciones. Leo Claeys, policía de Amberes, se negó
a practicar detenciones de judíos en su distrito. En lugar de ello, avisaba a
las familias que figuraban en la lista para que pudieran esconderse. En junio
de 1942 Jules Coelst, alcalde de Bruselas, protestó contra la distribución de
las estrellas de David porque atentaban contra “la dignidad de cada persona,
quienquiera que sea”. “Sus ejemplos ponen el punto de esperanza en el museo,
demuestran que en estos contextos también hay posibilidades de negarse”,
precisa Marjan Verplancke. Las familias belgas escondieron a 30.000 perseguidos
durante los años de plomo. A veces las estadísticas llevan un relato endiablado
dentro: al finalizar la guerra seguían vivos el 55% de los judíos de Bélgica.
En Holanda, apenas lo hicieron el 25%.
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