La muestra 'El ruido alegre' recorre un siglo del género
en España a través de los fondos documentales de la institución
Hubo un tiempo en que Lola Flores bailaba “swing por bulerías” y Don’t
get around much anymore, de Ellington, el único duque que merecería ser
noble, era en plan castizo Ya no voy por el club; en el que Juan Carlos
Calderón se presentaba para la casa de discos Polydor al frente de un cuarteto
y las revistas de jazz llevaban al quiosco (¡al quiosco!) las noticias de la
muerte de Miles Davis, “uno de los nuestros”.
De esas y otras nostalgias emocionantes aunque inútiles (ya se sabe, por
tendentes a la melancolía) trata El ruido alegre, la exposición de
fondos relativos al jazz con la que la Biblioteca Nacional cierra los actos de
su tricentenario y pretende hallar el rastro del pintoresco zigzagueo de un
siglo del género en España. De los malentendidos con los que se recibió,
primero, y se asimiló de aquella manera, después, la que seguramente sea la
forma de expresión cultural enteramente estadounidense más importante del XX.
El título de la exposición da la bienvenida desde un neón, otro invento
centenario, otra refulgente promesa de modernidad similar a la del jazz, a un
recorrido, tan intrincado como las progresiones de Giant steps, de
Coltrane. Recortes de prensa, discos de pizarra, carátulas de CD, carteles o
libros han servido al comisario, Jorge García, para armar un relato de
asombrosas heroicidades y estrepitosos fracasos, desde que, según sus cálculos,
las primeras músicas de raigambre negra llegaron a principios del siglo a
España a través de lugares como Cuba, París o Londres.
Desde las vitrinas se consignan en recuerdos de papel la explosión del
disparatado baile del cakewalk o la entrada “a través de San Sebastián o
Santander” del fox-trot para solaz de “la nobleza y la realeza”. Del
pintoresquismo racial de la nueva música que sedujo a los más (Jorge Guillén,
Primo Rivera, el núcleo duro del 27 o Corpus Barga, autor de la cita “la música
negra no es música de baile; es una música que baila”) y contrarió a los menos
(un gruñón Wenceslao Fernández Flórez o cierto franquismo) se pasa a la
normalización bohemia del género. También, a las sucesivas e ilustres visitas:
la exuberante Josephine Baker, los saxofonistas Don Byas y Gerry Mulligan, de
cuyo paso dan testimonio las revistas de la época, o el experimento de Lionel
Hampton con el flamenco, disco de RCA grabado en 1958 en el que las castañuelas
sincopan el vibráfono del maestro con descacharrantes resultados.
Un ensayo de más afinadas consecuencias, el del saxofonista Pedro Iturralde
y su legendario álbum Jazz Flamenco, en el que participó Paco de Lucía,
sirve de punto de entrada al capítulo más espinoso de esta historia: los
españoles que, seducidos por el género y vencidas las reticencias, se afanaron
(y aún se afanan) por hacer de este un modo de vida. Buen ejemplo de las
estrecheces que aguardan a los osados es el propio Iturralde, patriarca del
saxofón de jazz en España, que, como García recordó durante un paseo por la
muestra, “se ha tenido que ganar el pan como profesor de conservatorio”.
La excepción de Tete Montoliú, pianista de proyección mundial por derecho
propio, sin tipismos nacionales, domina la segunda parte de la muestra como
dominó la vida jazzística del país hasta su muerte en 1997. Desde el vídeo de
una actuación a las carátulas de sus álbumes grabados solo o en compañía de
Nuria Feliú o Jordi Sabatés (Vampyria, el disco “favorito” de la
directora de la BNE, Glòria Pérez-Salmerón) se extiende su enorme sombra y la
de Barcelona, la ciudad sin duda más jazzística de España. Ambas influencias
llegan hasta la sección de CD actuales, testimonio de que la industria del
disco del jazz existe, si bien vivió tiempos mejores, como aquel espejismo de
finales de los noventa, cuando estrellas como Brad Mehldau o Mark Turner eran
habituales de nuestros sellos.
“Ha sido necesario medio siglo para que nuestro país entrara en la
normalidad jazzística y, de repente, lo vemos lanzarse por una autopista”, se
lee en un texto de Ebbe Traberg (1932-1996), poeta y periodista danés,
aficionado indispensable y testigo de aquellos años en los que, con el regreso
de la democracia, el jazz halló su lugar en festivales (y sus carteles),
revistas (Cuadernos de Jazz, hoy solo en la Red, y Quartica),
librerías (se exponen por ejemplo Invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz
Molina, o el ineludible tratado de José María García Martínez, Del fox-trot
al jazz flamenco: el jazz en España, 1919-1996), y hasta en la televisión.
Un idilio este que, recuerda el catálogo, duraría hasta la intervención de
Jordi García Candau en comisión parlamentaria en 1992 en la que afirmó: “No
existe un público objetivo suficiente para un programa permanente de jazz”.
Quizá fuera porque en el fragor del negocio “de los
velódromos como lugares para la improvisación”, olvidáramos las palabras de
Ramón Gómez de la Serna: “Todos los que oímos jazz-band parecemos
víctimas de buenas noticias”. Al final del recorrido, al visitante, que quizá
sea aficionado, le queda más bien el sabor amargo de malas nuevas que se
suceden en el mundo real, como la extinción de publicaciones, la reducción de
programaciones (como la del San Juan Evangelista) o el cierre de festivales (el
último en caer, el de la Fundación Barrié de la Maza en A Coruña). Esta música
ha mostrado en más de una ocasión sus credenciales de pieza de museo, pero
¿será capaz de superar esta ola en la realidad de la intemperie? La respuesta,
como siempre, en los clubes.
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