sábado, 21 de decembro de 2013

Bélgica esconde al hombre leopardo


El Museo de África Central, herencia de la época colonial, se renueva para transmitir una idea menos trasnochada de la historia
Finales del siglo XIX. Un barco escoltado por militares lleva a 250 congoleños a Bélgica, donde participarán en un importante proyecto en el que se ha embarcado el hombre más poderoso del país. Leopoldo II pretende dejar boquiabiertos a sus súbditos —y de paso recaudar fondos— con la Exposición Universal de 1897. Logra su objetivo con creces. Más de 1,2 millones de personas visitan la muestra de animales disecados, utensilios y seres humanos procedentes de tierras africanas. Los dos centenares de hombres, mujeres y niños decoran durante meses la muestra desde sus cabañas. Por las noches, duermen en barracones militares. Siete de ellos no resisten el invierno belga y mueren de gripe.
Sobre estas cenizas se construyó el Museo Real de África Central, que se ha convertido en uno de los más populares del país. El edificio se terminó en 1909 para dar cabida a una colección permanente que refleja cómo los europeos veían un continente que se habían repartido con escuadra y cartabón. Pero este modelo de museo benevolente con el colonialismo ha llegado a su fin. El palacio de Tervuren cerrará mañana para emprender una profunda renovación en la forma y en el fondo. Los que quieran visitarlo tendrán que esperar hasta su reapertura en 2017. Y lo que se encontrarán entonces será muy diferente.
Basta dar una vuelta por el precioso palacio neoclásico que el segundo rey de los belgas se hizo construir como su pequeño Versalles para entender por qué los responsables del centro han decidido darle un lavado de cara. “Bélgica lleva la civilización al Congo”, se puede leer en una estatua nada más entrar. Sobre el letrero, un misionero abraza a un niño africano semidesnudo que parece precisar la llegada de un blanco europeo que lo eduque y cristianice. “Aquí no ha cambiado nada en los últimos 60 años. Y algunas salas no se han tocado desde su inauguración. Este es el último museo colonial del mundo. Tenemos que actualizar la imagen que ofrecemos”, explica el director de la institución, Guido Gryseels.
Pero para dar con la obra que quizás mejor resuma el espíritu de la época —y la que suscita más recelo en la comunidad africana, deseosa de quitarse de encima pesadas etiquetas— hay que avanzar un poco. En un pasillo está instalada una estatua de un hombre amenazante disfrazado de leopardo atacando a otro, ambos negros. Se trata de una figura que cualquier tintinófilo reconocerá como fuente de inspiración para las aventuras del aguerrido periodista que Hergé imaginó en África. Un hombre-leopardo exactamente igual aparece en Tintín en el Congo, el álbum por el que se tachó al dibujante belga de racista y colonialista.
La imagen no solo alimenta el mito del africano salvaje. También sirve para explicar el sustrato ideológico de un museo construido a mayor gloria de Leopoldo II, el hombre que se hizo con el Estado Libre del Congo —cuya extensión equivalía a 76 veces la de Bélgica— como una propiedad privada personal en la que cultivar, entre otras cosas, el caucho necesario para los neumáticos de los automóviles que empezaban a proliferar. Entre tanto, varios millones de congoleños perdieron la vida. “Se ha hablado de 10 millones, pero es una exageración. Sí hubo millones de muertes, pero es imposible saber el número exacto”, señala Idesbal Goddeeris, historiador de la Universidad de Lovaina.
Pese a su pesada herencia, el museo que emprende ahora una renovación que costará 75 millones de euros también ha servido para fomentar el debate sobre el pasado de un país embarcado en una ola de exámenes de conciencia. En los últimos 15 años —con la publicación del libro Los fantasmas de Leopoldo o la exposición La memoria del CongoBélgica ha empezado a cuestionarse su responsabilidad ante lo que en su momento se vendió como una campaña civilizadora por el bien de los africanos. “Yo misma, que trabajo aquí, me enteré gracias a esa muestra de que el Congo belga segregaba las razas. Que en las tiendas había zonas para negros y para blancos. No me lo podía creer”, confiesa una empleada del museo.
“Los belgas nos aproximamos de manera muy emocional a la antigua colonia. Casi todos tenemos un familiar que estuvo allí, convencido de haber ido por un buen motivo. El Congo poseía el mejor sistema de salud, de educación y las mejores carreteras de toda África. El problema es que todo se hizo con una actitud muy paternalista”, sostiene Gryseels. Es cierto que todos los niños aprendían a leer y a escribir. Pero en 1960, cuando se independizó, el país solo tenía 27 licenciados universitarios.
Pero, ¿cómo resolver el dilema de incorporar una mayor sensibilidad sin adulterar la historia? Los responsables del museo han encontrado su propia respuesta. La colección permanente seguirá intacta. Nada se ocultará, pese a que resulte ofensivo. Seguirá siendo posible encontrar en las paredes 40 veces el símbolo de Leopoldo II; y se mantendrá el listado de belgas muertos en el Congo sin uno solo de los africanos que perecieron por Bélgica. Pero incorporarán obras de artistas africanos contemporáneos, que arrebaten a los europeos blancos el monopolio del relato histórico. “Puede ser un buen paso adelante. Pero aún podríamos hacer más por incorporar voces de la antigua colonia para conocer mejor nuestra historia”, añade el historiador Goddeeris.
Christian-Joseph Djongakodi es una de esas voces que el museo ha escuchado para esta nueva etapa. Confía en que la colección que se verá a partir de 2017 deje de ser una justificación de la época colonial. Pero no puede evitar un respingo cuando se le menciona la estatua del hombre-leopardo. “Por supuesto que me genera rechazo, y muestra la herida que tenemos muchos africanos. Pero también vemos en esa figura algo de lo que estar orgullosos. Representa la resistencia de los negros contra los que conquistaron tierras ajenas”, responde Djongakodi.

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