xoves, 19 de decembro de 2013

El observador de la posguerra


La Sala Canal expone 125 trabajos del húngaro Nicolás Muller, uno de los pioneros del compromiso fotográfico
 “El artista que tiene en su mano una cámara fotográfica tiene un instrumento único para poder expresar con ella su pensamiento, sus ideas. Creo que esto significa una cierta obligación”. Nicolás Muller (Orosháza, Hungría, 1913-Andrín, Asturias, 2000), no olvidó nunca esa obligación auto impuesta. Con menos de 20 años, realizó en su patria de origen unas series que documentaban el régimen feudal en el que vivía la inmensa mayoría del país. Son retratos de hombres, mujeres y niños con el rostro reventado por el dolor del esfuerzo físico y con brazos y piernas con los tendones a punto de estallar, con las manos rotas por los callos.
Una de estas imágenes, Trabajador en el drenaje del río Tiszla (Hungría, 1937), un hombre joven, enjaezado como un caballo de arrastre, define como ninguna otra obra la forma de entender el compromiso y el talento artístico de uno de los fotógrafos documentalistas esenciales en la historia de la fotografía. Esa fotografía le supuso a Muller el comienzo de una vida viajera que le haría pasear su implacable ojo por Francia, Portugal, Marruecos y España, donde se vinculó a la Revista de Occidente, se casó y acabó obteniendo la nacionalidad.
Bajo el sencillo título de Nicolás Muller. Obras Maestras, la sala Canal Isabel II inaugura hoy una antológica de 125 obras escogidas por el comisario Chema Conesa entre los 14.000 negativos que componen el archivo custodiados por su hija Anne Muller, también fotógrafa. Organizada por la Comunidad de Madrid en colaboración con La Fábrica, la exposición recorre las cinco etapas esenciales del fotógrafo coincidiendo con el centenario de su nacimiento.
La muestra arranca con una selección de las fotografías que Muller realizó en Hungría. “Junto a otros jóvenes como él, montó un grupo que se llamaba Los descubridores de aldeas”, explica Conesa. De esos primeros años (con solo 11 le regalaron una cámara de la que no se apartaba), proceden imágenes tan impactantes como La gitana (1937), en la que se ve a una mujer con la cara, manos y brazos surcados de arrugas y los ojos perdidos en la tristeza. Otra imagen sobrecogedora es Afilando la guadaña (1935) en la que el protagonista está de espaldas. El sudor que empapa su camisa blanca hecha jirones mientras apoya un brazo en la herramienta, es sobrecogedor. De hambre y miseria dicen mucho Almuerzo III (1936) o Niño (1936).
Hijo de una familia acomodada de judíos no practicantes, la invasión de Austria por Hitler le fuerza a trasladarse a París, donde se encuentra con otros históricos de la fotografía y con los que se deja influir por las teorías constructivistas de la época y las formas visuales que emanan de la Bauhaus. Son Robert Capa, Brasaï o Kertész quienes le ayudan a publicar en las revistas esenciales de aquellos años.
En Francia prosigue con su vocación de retratar a los más desfavorecidos. Una imagen titulada Puerto de Marsella (1938) en la que un hombre encorvado pasea de espaldas con la cabeza gacha, ilustra de manera perfecta aquello tiempos de incertidumbre. Los cargadores en los puertos, los pescadores o los marineros tatuados forman una desoladora galería de perdedores.
En Portugal, a donde también se ve forzado a huir, su cámara se sigue fijando en los más desfavorecidos: Mujeres trabando incansables y hombres sentados al sol, mirando a las nubes o jugando a las cartas. Pero la policía política sospecha de él y lo retiene en la cárcel de Lisboa. En diciembre de 1939 toma un vuelo a Tánger y allí cae fascinado ante la belleza del antiguo protectorado español. “Me escocían los ojos y las manos y todo mi ser ante lo que estaba viendo”. Lo que vio le dejó huella.
A partir de 1947, gracias Fernando Vela, secretario de Ortega y Gasset, su vida cambia y se traslada a España, donde se convertiría en el testigo más cualificado de la intelectualidad española de la posguerra. Además de Ortega, Azorín, Pío Baroja, Pancho Cossío, Vicente Aleixandre, Menéndez Pidal, Pérez de Ayala, Aranguren, Marañón o Dionisio Ridruejo posaron para él. Muller pasó a formar parte de las élites intelectuales de aquellos años y no paró de trabajar hasta que en los ochenta se fue a vivir a Andrín, en Asturias para dedicarse a contemplar la naturaleza que tanto amaba.

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