martes, 17 de decembro de 2013

La América de John F. Kennedy


Por: Julián Casanova | 21 de noviembre de 2013

Lo escribió Martin Luther King en su autobiografía: “Aunque la pregunta “¿Quién mató al presidente Kennedy?” es importante, la pregunta “¿Qué lo mató”? es más importante”.
En realidad, 1963 fue un año de numerosos asesinatos políticos en Estados Unidos, la mayoría de dirigentes negros. Y en esa década fue asesinado Malcolm X, en Harlem, Nueva York, el 21 de febrero de 1965, por uno de sus antiguos seguidores, en un momento en el que estaba rompiendo con los líderes más radicales de su movimiento. El 4 de abril de 1968, en el balcón de su habitación del hotel Loraine, en Memphis, Tennessee, un solo disparo acabó con la vida de Martin Luther King. Dos meses más tarde, el 6 de junio, tras un discurso triunfante en California en su campaña para ganar la candidatura por el Partido Demócrata, otro asesino se llevó la del senador Robert F. Kennedy. “No votaré”, declaró un negro neoyorquino en una encuesta: “Matan a todos los hombres buenos que tenemos”.
Todo ocurrió de forma muy rápida, en una década de protestas masivas y de desobediencia civil que precedió al asesinato de JFK. Estados Unidos era entonces la primera potencia militar y económica del mundo, en la que, sin embargo, prevalecía todavía el racismo, una herencia de la esclavitud que esa sociedad tan rica y democrática no había sabido eliminar. Millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se topaban en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.
Montgomery, Alabama, la antigua capital de la Confederación durante la guerra civil de los años sesenta del siglo XIX, a donde se trasladó Luther King en octubre de 1954 para ocupar su primer trabajo como pastor y predicador de la iglesia baptista, constituía un excelente ejemplo de cómo la vida de los negros estaba gobernada por los arbitrarios caprichos y voluntades del poder blanco. La mayoría de sus 50.000 habitantes negros trabajaban como criados al servicio de la comunidad blanca, compuesta por 70.000 habitantes, y apenas 2.000 de ellos podían ejercer el derecho al voto en las elecciones. Allí, en Montgomery, en esa pequeña ciudad del sur profundo, donde nada parecía moverse, comenzaron a cambiar las cosas el 1 de diciembre de 1955.
Ese día por la tarde, Rosa Parks, una costurera de 42 años, cogió el autobús desde el trabajo a casa, se sentó en los asientos reservados por la ley a los blancos y cuando el conductor le ordenó levantarse para cedérselo a un hombre blanco que estaba de pie, se negó. Dijo no porque, tal y como lo recordaba después Martin Luther King, no aguantaba más humillaciones y eso es lo que le pedía “su sentido de dignidad y autoestima”. Rosa Parks fue detenida y comenzó un boicot espontáneo a ese sistema segregacionista que regía en los autobuses de la ciudad. Uno de sus promotores, E.D. Nixon, pidió al joven pastor baptista, casi nuevo en la ciudad, que se uniera a la protesta. Y ese fue el bautismo de Martin Luther King como líder del movimiento de los derechos civiles. Unos días después, en una iglesia abarrotada de gente, King avanzó hacia el púlpito y comenzó “el discurso más decisivo” de su vida. Y les dijo que estaban allí porque eran ciudadanos norteamericanos y amaban la democracia, que la raza negra estaba ya harta “de ser pisoteada por el pie de hierro de la opresión”, que estaban dispuestos a luchar y combatir “hasta que la justicia corra como el agua”.
Los trece meses que duró el boicot alumbraron un nuevo movimiento social. Aunque sus dirigentes fueron predicadores negros y después estudiantes universitarios, su auténtica fuerza surgió de la capacidad de movilizar a decenas de miles de trabajadores negros. Una minoría racial, dominada y casi invisible, lideró un amplio repertorio de protestas –boicots, marchas a las cárceles, ocupaciones pacíficas de edificios…- que puso al descubierto la hipocresía del segregacionismo y abrió el camino a una cultura cívica más democrática. La conquista del voto por los negros sería, según percibió desde el principio Martin Luther King, “la llave para la solución completa del problema del sur”.
Pero la libertad y la dignidad para millones de negros no podía ganarse sin un desafío fundamental a la distribución existente del poder. La estrategia de desobediencia civil no violenta, predicada y puesta en práctica por Martin Luther King hasta su muerte, encontró muchos obstáculos.
A John Fitzgerald Kennedy, ganador de las elecciones presidenciales de noviembre de 1960, el reconocimiento de los derechos civiles le creó numerosos problemas con los congresistas blancos del sur y trató por todos los medios de evitar que se convirtiera en el tema dominante de la política nacional. No lo consiguió, porque antes de que fuera asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963, el movimiento se había extendido a las ciudades más importantes del norte del país y había protagonizado una multitudinaria marcha a Washington en agosto de ese año, la manifestación política más importante de la historia de Estados Unidos.
No fue todo un camino de rosas. La batalla contra el racismo se llenó de rencores y odios, dejando cientos de muertos y miles de heridos. La violencia racial no era una fenómeno nuevo en la sociedad norteamericana. Pero hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, esa violencia había sido protagonizada por grupos de blancos armados que atacaban a los negros y por el Ku Klux Klan, la organización terrorista establecida en el sur precisamente para impedir la concesión de derechos legales a los ciudadanos negros. En los disturbios de los años sesenta, por el contrario, muchos negros respondieron a la discriminación y a la represión policial con asaltos a las propiedades de los blancos, incendios y saqueos. Las versiones oficiales y muchos periódicos culparon de la violencia y de los derramamientos de sangre a pequeños grupos de agitadores radicales, aunque posteriores investigaciones revelaron que la mayoría de las víctimas fueron negros que murieron por los disparos de las fuerzas gubernamentales.
Con tanta violencia, la estrategia pacífica de Martin Luther King parecía tambalearse. Y frente a ella surgieron nuevos dirigentes negros con visiones alternativas. El más carismático fue un hombre llamado Malcolm X, que había visto de niño cómo el Ku Klux Klan incendiaba su casa y mataba a su padre, un predicador baptista, y que se había convertido al islamismo después de una larga estancia en prisión. Criticó el movimiento a favor de los derechos civiles, despreció la estrategia de la no violencia y sostuvo una agria disputa con Martin Luther King, al que llamó “traidor al pueblo negro”. King deploró su “oratoria demagógica” y dijo estar convencido de que era ese racismo tan enfermo y profundo el que alimentaba figuras como Malcolm X. Cuando éste fue asesinado, King recordó de nuevo que “la violencia y el odio sólo engendran violencia y odio”.
Los negros sabían muy bien qué eran los asesinatos políticos. Cuando subió al poder, John F. Kennedy no conocía a muchos negros. Pero tuvo que abordar el problema, el más acuciante de la sociedad estadounidense. Hubo dos Kennedys, como también recordó Luther King. El presionado y acuciado, durante sus dos primeros años de mandato, por la incertidumbre causada por la dura campaña electoral y su escaso margen de victoria sobre Richard Nixon en 1960; y el que tuvo el coraje, desde 1963, de convertirse en un defensor de los derechos civiles.
Pero si todos esos conflictos sobre los derechos civiles revelaban algunas de las enfermedades de aquella sociedad, la política exterior, desde la crisis de los misiles en Cuba hasta la guerra de Vietnam, sacó a la superficie las tensiones inherentes a los esfuerzos de Kennedy por manejar el imperio. Kennedy decidió demostrar al mundo el poder estadounidense y comenzó a convertir a Vietnam en el territorio idóneo para destruir al enemigo. Kennedy no lo vio, pero la guerra que siguió a su muerte fue el desastre más grande de la historia de Estados Unidos en el siglo XX.
“Hemos creado una atmósfera en la que la violencia y el odio se han convertido en pasatiempos populares”, escribió Luther King en el epitafio que le dedicó al presidente. El asesinato de Kennedy no sólo mató a un hombre, sino a un montón de “ilusiones”. Cuando se conoció su muerte, en muchos sitios, en medio del duelo general, se escuchó la Dance of the Blessed Spirits. Cuando asesinaron a Luther King, casi cinco años después, la rabia y la violencia se propagaron en forma de disturbios por más de un centenar de ciudades, el final amargo de una era de sueños y esperanzas. Lo dijo su padre, el predicador baptista que le había inculcado los valores de la dignidad y de la justicia: “Fue el odio en esta tierra el que me quitó a mi hijo”.

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