El Museo de África Central, herencia de la época
colonial, se renueva para transmitir una idea menos trasnochada de la historia
LUIS DONCEL
Bruselas 1 DIC 2013 - 00:00 CET
Congoleños exhibidos na Exposición Internacional de Bruxelas, 1897 |
Finales del siglo XIX. Un barco escoltado por militares lleva a 250
congoleños a Bélgica, donde participarán en un importante proyecto en el que se
ha embarcado el hombre más poderoso del país. Leopoldo II
pretende dejar boquiabiertos a sus súbditos —y de paso recaudar
fondos— con la Exposición Universal de 1897. Logra su objetivo con creces. Más
de 1,2 millones de personas visitan la muestra de animales disecados,
utensilios y seres humanos procedentes de tierras africanas. Los dos centenares
de hombres, mujeres y niños decoran durante meses la muestra desde sus cabañas.
Por las noches, duermen en barracones militares. Siete de ellos no resisten el
invierno belga y mueren de gripe.
Sobre estas cenizas se construyó el Museo Real de África Central, que se ha
convertido en uno de los más populares del país. El edificio se terminó en 1909
para dar cabida a una colección permanente que refleja cómo los europeos veían
un continente que se habían repartido con escuadra y cartabón. Pero este modelo
de museo benevolente con el colonialismo ha llegado a su fin. El palacio de
Tervuren cerrará mañana para emprender una profunda renovación en la forma y en
el fondo. Los que quieran visitarlo tendrán que esperar hasta su reapertura en
2017. Y lo que se encontrarán entonces será muy diferente.
Basta dar una vuelta por el precioso palacio neoclásico que el segundo rey
de los belgas se hizo construir como su pequeño Versalles para entender por qué
los responsables del centro han decidido darle un lavado de cara. “Bélgica
lleva la civilización al Congo”, se puede leer en una estatua nada más entrar.
Sobre el letrero, un misionero abraza a un niño africano semidesnudo que parece
precisar la llegada de un blanco europeo que lo eduque y cristianice. “Aquí no ha
cambiado nada en los últimos 60 años. Y algunas salas no se han tocado desde su
inauguración. Este es el último museo colonial del mundo. Tenemos que
actualizar la imagen que ofrecemos”, explica el director de la institución,
Guido Gryseels.
Pero para dar con la obra que quizás mejor resuma el espíritu de la época
—y la que suscita más recelo en la comunidad africana, deseosa de quitarse de
encima pesadas etiquetas— hay que avanzar un poco. En un pasillo está instalada
una estatua de un hombre amenazante disfrazado de leopardo atacando a otro,
ambos negros. Se trata de una figura que cualquier tintinófilo reconocerá como
fuente de inspiración para las aventuras del aguerrido periodista que Hergé
imaginó en África. Un hombre-leopardo exactamente igual aparece en Tintín en el
Congo, el álbum por el que se tachó al
dibujante belga de racista y colonialista.
La imagen no solo alimenta el mito del africano salvaje. También sirve para
explicar el sustrato ideológico de un museo construido a mayor gloria de
Leopoldo II, el hombre que se hizo con el Estado Libre del Congo —cuya
extensión equivalía a 76 veces la de Bélgica— como una propiedad privada
personal en la que cultivar, entre otras cosas, el caucho necesario para los
neumáticos de los automóviles que empezaban a proliferar. Entre tanto, varios
millones de congoleños perdieron la vida. “Se ha hablado de 10 millones, pero
es una exageración. Sí hubo millones de muertes, pero es imposible saber el
número exacto”, señala Idesbal Goddeeris, historiador de la Universidad de
Lovaina.
Pese a su pesada herencia, el museo que emprende ahora una renovación que
costará 75 millones de euros también ha servido para fomentar el debate sobre
el pasado de un país embarcado en una ola de exámenes de conciencia. En los
últimos 15 años —con la publicación del libro Los fantasmas de Leopoldo
o la exposición La memoria del Congo— Bélgica ha
empezado a cuestionarse su responsabilidad ante lo que en su momento
se vendió como una campaña civilizadora por el bien de los africanos. “Yo
misma, que trabajo aquí, me enteré gracias a esa muestra de que el Congo belga
segregaba las razas. Que en las tiendas había zonas para negros y para blancos.
No me lo podía creer”, confiesa una empleada del museo.
“Los belgas nos aproximamos de manera muy emocional a la antigua colonia.
Casi todos tenemos un familiar que estuvo allí, convencido de haber ido por un
buen motivo. El Congo poseía el mejor sistema de salud, de educación y las
mejores carreteras de toda África. El problema es que todo se hizo con una
actitud muy paternalista”, sostiene Gryseels. Es cierto que todos los niños
aprendían a leer y a escribir. Pero en 1960, cuando se independizó, el país solo
tenía 27 licenciados universitarios.
Pero, ¿cómo resolver el dilema de incorporar una mayor sensibilidad sin
adulterar la historia? Los responsables del museo han encontrado su propia
respuesta. La colección permanente seguirá intacta. Nada se ocultará, pese a
que resulte ofensivo. Seguirá siendo posible encontrar en las paredes 40 veces
el símbolo de Leopoldo II; y se mantendrá el listado de belgas muertos en el
Congo sin uno solo de los africanos que perecieron por Bélgica. Pero
incorporarán obras de artistas africanos contemporáneos, que arrebaten a los
europeos blancos el monopolio del relato histórico. “Puede ser un buen paso
adelante. Pero aún podríamos hacer más por incorporar voces de la antigua
colonia para conocer mejor nuestra historia”, añade el historiador Goddeeris.
Christian-Joseph Djongakodi es una de esas voces que el
museo ha escuchado para esta nueva etapa. Confía en que la colección que se
verá a partir de 2017 deje de ser una justificación de la época colonial. Pero
no puede evitar un respingo cuando se le menciona la estatua del
hombre-leopardo. “Por supuesto que me genera rechazo, y muestra la herida que
tenemos muchos africanos. Pero también vemos en esa figura algo de lo que estar
orgullosos. Representa la resistencia de los negros contra los que conquistaron
tierras ajenas”, responde Djongakodi.
Ningún comentario:
Publicar un comentario