El periodista publica un libro sobre los españoles que se
fueron a Holanda en los 60
El gaditano Antonio Ríos comió durante semanas carne para
perros por no entender el idioma
“Yo era analfabeto. Las primeras semanas en Ámsterdam en 1964 comía carne
en lata para ahorrar dinero. Y me gustaba. Hasta que un día el carnicero me
preguntó que cómo estaba mi perro. Guau, guau, decía el hombre. No tengo perro,
le contesté. ¿Entonces las latas de carne para quién son?, insistió. ¡Madre
mía! ¡Todo ese tiempo había comido carne para perros!”. El gaditano Antonio
Ríos emigró a Holanda en los años sesenta para trabajar en Ford con poco más
que una maleta de cartón. Steven Adolf, periodista holandés (La Haya, 1959) ha
recogido su historia y la de otros emigrantes españoles de aquellos años en el
libro Mi casa, su casa. A la mesa con emigrantes españoles de Holanda,
que presenta hoy en Madrid, junto con una
exposición de fotografías y objetos de los protagonistas. Adolf
revisa su libreta y encuentra el dato: “Alrededor de 80.000 españoles
trabajaron entonces en los Países Bajos”. Los abuelos de los jóvenes que hoy
emigran también tuvieron que salir del país para buscarse la vida. Y lo
hicieron sin idiomas. Sin Ryanair. Sin smartphone.
“Era gente que en muchos casos no había salido nunca de su pueblo”, explica
el reportero entre el primer y el segundo café cortado que se toma en el
histórico Café Comercial de Madrid, con sus mesitas de mármol y sus paredes de
espejo. “Antonio Ríos, por ejemplo, pensaba que en Holanda se hablaba español,
porque él sabía que el rey Felipe II había gobernado allí”. Los gastarbeiders
(trabajadores de fuera) españoles llegaron a un país frío, con horarios y costumbres
muy diferentes de los de la España de Franco. “En 1963 estalló una huelga
salvaje entre los mineros españoles de Heerlen (sureste de Holanda) porque
después de terminar la jornada laboral, en el campamento, en vez del jamón
prometido les dieron una salchicha, y lo consideraron inaceptable”. Los
primeros años muchos vivían en campamentos de las empresas, a veces hacinados
en pequeños pisos sin ducha. Adolf apura el café y cuenta, con las sonoras
tertulias de fondo, cómo se organizó la emigración a los Países Bajos: “En el
año 1961, los dos países firmaron un acuerdo de contratación de españoles. Se
les reclutaba directamente en España para trabajar en la floreciente industria
holandesa, ávida de mano de obra barata”.
La mañana de la entrevista es fría en Madrid y aún hay restos de basura en
las calles tras la huelga de limpieza viaria, en una suerte de metáfora del
estado de las cosas. El periodista, corresponsal en España del diario holandés De
Volkskrant, llegó a la capital para instalarse por primera vez en 1993.
“Empezaban los años del boom. Como decimos los holandeses, parecía que los
árboles crecían hasta el cielo”, recuerda. Del país que encuentra ahora le
sorprende que aún siga manteniendo el savoir vivre, a pesar de las
dificultades, y que los ciudadanos, opina, “no exijan responsabilidades
políticas”.
En la España de 20 años después, 16.700 personas se han
marchado a Holanda en busca de un empleo. Adolf se siente también en cierta
forma un emigrante, porque como corresponsal su casa ha estado mucho tiempo
fuera de su tierra. “El lugar donde has nacido es solo un aspecto más de tu
personalidad”, afirma. Y de viajar, concluye, se aprende: “Emigrar te obliga a
reflexionar sobre el país al que llegas, pero también sobre tus propios
orígenes”.
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