El catedrático José-Carlos Mainer amplía su clásico
ensayo ‘Falange y literatura’ con una mirada menos benévola hacia los
escritores que abrazaron el fascismo
En 1971 las palabras tenían otra carga. Una como fascismo, por ejemplo,
podía hundir un proyecto. Así que José-Carlos Mainer (Zaragoza, 1944)
espolvoreó con prudencia el término por su antología de escritores falangistas
para sortear la censura. Gracias a cautelas como esa, su ensayo Falange y
literatura salió airoso del escrutinio previo de los vigías del régimen y
se convirtió en un clásico cuyas huellas pueden rastrearse en estudios y
novelas posteriores. “A lo mejor ahora hubiera titulado Fascismo y
literatura en España,pero no me planteé el problema para esta reedición. El
libro tenía que ser fiel al título original”, precisa.
El fascismo, “una patología internacional de la conciencia política”, en
palabras del catedrático de Literatura, alimentó como fenómeno cultural una
“importante zona (aunque errónea) de la modernidad”. Una parte de la literatura
se tiñó de misiones ineludibles, pistolas briosas y virilidades desenfundadas.
Cuatro décadas después de aquella primera edición de la editorial Labor,
Mainer ha aceptado revisar —y ampliar casi hasta construir un libro nuevo,
ahora en RBA— su estudio sobre los intelectuales que se embutieron en una
camisa negra —a veces literal como José María Pemán o Dionisio Ridruejo— en la
primera mitad del siglo XX. Ha dinamitado las cautelas de entonces y también,
como él mismo confiesa en su introducción, su “benevolencia” hacia los
protagonistas. “En parte había un deseo de decir que dentro del mundo de los
que ganaron la guerra, ellos eran mejores. Ahora eso está más matizado. Es
evidente que fue el parapeto al que se acogieron muchos que no se sentían
cómodos en el catolicismo y también que Falange fue un buen escape en algún
momento para personas que tenían puntos oscuros en su pasado”.
La antología comienza con piezas de precursores como Luys Santa Marina, que
en 1924 publicó Tras el águila del César. Elegía del Tercio (una invención
de su experiencia militar en el Rif), o Rafael Sánchez Mazas, acaso el
falangista más revivido en democracia gracias a la novela Soldados de
Salamina, de Javier Cercas, que evidenció sus simpatías en el artículo que
recogía la toma del poder de Mussolini en 1922: “Esta noche de sábado, del 28
de octubre, Caballo y Rey han cantado ‘las cuarenta’ a todo un naipe obscuro de
demócratas, de socialistoides, de politicantes, de memos seudocontemporáneos,
de crédulos, de antipatriotas y de toda la banda averiada que Italia ha
padecido cincuenta años y ha hecho padecer, como engañabobos, a Españas de
Ferrer o a Francias de Dreyfus”. Cierran la selección textos de Jacinto
Miquelarena, Agustín de Foxá, Álvaro Cunqueiro y Ángel María Pascual, que Mainer
aglutina bajo “los caminos del humor y la fantasía”.
Todos son, pero no todos están. El volumen se ha enriquecido con nuevos
textos de autores como Julián Ayesta o Ángel María Pascual que no figuraban en
la versión original, aunque perduran algunas ausencias. Mainer no logró la
autorización de los descendientes de José María Castroviejo, escritor y
director de El pueblo gallego, y de Ramiro Ledesma Ramos, el fundador de
las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas (JONS), asesinado en Madrid al
comienzo de la guerra, para incluir sus obras. “Castroviejo fue de las JONS, y
sentimentalmente era carlista, pero elaboró una imagen de sí mismo
valleinclanesca”. Mainer compara textos en los que ensalzaba el heroísmo de los
civiles alemanes que soportaban los bombardeos aliados frente a otros en los
que se burlaba de los civiles de París durante la ocupación nazi.
El falangismo no es un pasado cómodo. Ya no lo era en 1971, cuando la
historia corría en dirección opuesta. Varios autores no le perdonaron a Mainer su
inclusión en la obra. Excepcionales fueron los aplausos, aunque los hubo: Luis
Felipe Vivanco y, en especial, Dionisio Ridruejo, el caso más singular por su
evolución política: del desencanto fascista a la lucha por la democracia. Hubo
casi tantas maduraciones como individuos. “Algunos perseveraron patéticamente
en sus ideales hasta su muerte. Ernesto Giménez Caballero escribió en los
noventa una carta en Abc en la que pedía ser enterrado junto a José
Antonio en el Valle de los Caídos”.
Buena parte comenzó a alejarse del falangismo, y del culto a la violencia,
en plena dictadura, en sintonía con la declinación del fascismo en Europa. Con
desigual cargo de conciencia. “Gonzalo Torrente Ballester, que acepta mal no
ser un escritor de referencia en los cuarenta y vive de lo que los periódicos
del partido le proporcionan hasta que rompe discretamente a partir de los
cincuenta, es el que ha borrado más deliberadamente las huellas”, señala
Mainer, que considera la novela Javier Mariño —cuyo final fue modificado
por el escritor— la más fascista de todas.
José María Pemán se enfundó la camisa azul en la guerra y desató el
delirio de los suyos con Poema de la bestia y el ángel (1938). “Fue un
caso aparte porque rápidamente vuelve al monarquismo y se va dulcificando”.
También singular fue la trayectoria de Pedro Laín Entralgo, “una cabeza
privilegiada que a partir de 1956, cuando cesó como rector, no perdió las
prerrogativas pero fue mudando hacia un espíritu liberal”. Sus memorias, Descargo
de conciencia (1976), son un ejercicio de “cautelas y ocultaciones
parciales”, en opinión de Mainer.
Sostiene Andrés Trapiello en Las armas y las letras
que los escritores falangistas pertenecen al grupo de los que ganaron la guerra
y perdieron la literatura, aunque en opinión del poeta Luis García Montero, la
literatura estaba en otra parte. José-Carlos Mainer zanja salomónico: “Las dos
cosas son ciertas. El fascismo es un mal consejero. Lo peor que les pudo
ocurrir fue haber ganado la guerra. Pero por supuesto la literatura estaba en
los escritores del exilio”.
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