Publicado el 12 diciembre
2013 por Iñigo Sáenz de Ugarte. eldiario.es
Netanyahu no fue al funeral de Nelson Mandela porque hubiera necesitado “centenares” de personas dedicadas de forma
exclusiva a su seguridad. Este cálculo del viceministro de Defensa resulta un
tanto exagerado, pero no hay que olvidar otro hecho: ¿cómo iba a ser recibido
el jefe de Gobierno de un país que fue durante años uno de los mejores socios
internacionales del odiado régimen del apartheid?
A lo largo de los años 60, ya con Mandela en prisión, la situación de
Suráfrica no estuvo en primera línea de la atención internacional. Fue a partir
de los 70 cuando la presión comenzó a aumentar, a lo que contribuyó la decisión
de crear los bantustanes, pequeños estados dependientes económicamente de
Pretoria y en los que supuestamente los negros disfrutarían de sus derechos. La
burla resultó demasiado obvia, y por otro lado contribuyó a dejar patente la
política racista del Gobierno.
Fue entonces cuando la ayuda israelí comenzó a ser especialmente valiosa
para los africáners. El ministro de Información, Connie Mulder, viajó a Israel
para explicar a sus anfitriones las ventajas propagandísticas de la creación de
bantustanes. “Si nuestra política se lleva hasta sus últimas consecuencias, no
quedará ningún negro con la ciudadanía de Suráfrica. Nuestro Parlamento no
tendrá ya ninguna obligación moral de incluir políticamente a esta gente”.
En los años 50 y 60, Israel se mostró crítico con el apartheid, pero a
partir de la guerra de 1973 la mayoría de los gobiernos africanos rompieron
relaciones. Suráfrica parecía ser una alternativa muy atractiva por razones
económicas, políticas y militares. Esas ideas sobre los bantustantes incluso
podían resultar provechosas en relación al problema palestino. De hecho, Ariel
Sharon se mostró años después en conversaciones con periodistas o políticos muy
interesado en ponerla en práctica. Así se lo confió al exprimer ministro italiano
Massimo D’Alema.
En un folleto publicado por el Ministerio israelí de Turismo, cuando estaba
dirigido por un dirigente del partido ultra Moledet, que decía inspirarse en
las ideas de Sharon, se plasmaron estas intenciones. “El mapa de Sharon es
sorprendentemente similar al plan de los protectorados de Suráfrica en los años
60. Incluso el número de cantones es el mismo, 10 en Cisjordania (y uno más en
Gaza)”, escribió Akiva Eldar en Haaretz hace diez
años.
Empresarios de Israel y Taiwan fueron los únicos que entablaron relaciones
comerciales con los bantustanes. El mayor de ellos, Bophutatswana, recibió
permiso para abrir una oficina de representación en Tel Aviv.
En los años 70, fue Shimon Peres el artífice de los contactos con
Suráfrica. Tratándose de Peres, el interés sólo podía ser militar. En noviembre
de 1974, Peres viajó en secreto a Pretoria. En público, expresaba críticas al
racismo institucionalizado de ese país. En privado, convirtió en estratégica la
relación entre los ministerios de Defensa de ambos estados. A su regreso del
viaje, escribió a las autoridades surafricanas: “Esta cooperación no se basa
sólo en los intereses comunes o en la determinación de resistir ante nuestros
enemigos, sino también en la base inmutable del odio que sentimos por la
injusticia y nuestra negativa a aceptarla”, como aparece reflejado en el libro ‘The Unspoken
Alliance: Israel’s Secret Relationship with Apartheid South Africa’,
de Sasha Polakow-Suransky.
En qué estaría pensando Peres cuando citó “el odio” a la injusticia de un
Gobierno que se basaba en la idea de que los negros eran seres inferiores.
No era sólo una relación forzada por las circunstancias o por factores
coyunturales. Peres les decía a sus nuevos amigos que esperaba que ambos
obtuvieran frutos a largo plazo, y eso fue lo que ocurrió.
Al año siguiente, el viaje secreto fue a Suiza, donde se reunió con el
ministro de Defensa P.W. Botha (que luego sería primer ministro) para sentar
las bases de la cooperación militar. A partir de entonces, los altos cargos de
Defensa y de la industria militar de los dos países se reunirían dos veces al
año, y los jefes de los servicios de inteligencia, una vez.
Suráfrica informaba en esos contactos a Israel sobre “organizaciones
terroristas palestinas y su relación con organizaciones terroristas del
sur de África”. Los gobiernos israelíes estaban sobre todo interesados en
vender armas a Pretoria, relación que además siempre sería muy discreta.
En marzo de 1975, Israel ofreció a Suráfrica la venta de misiles Jericó,
capaces de llevar cabezas nucleares. El jefe de la Fuerzas Armadas apoyó la
compra de los misiles a pesar de su alto precio. Si al final pudieran llevar
esas cabezas, supondrían un elemento clave de disuasión frente a rusos y chinos
por si estos quisieran intervenir con más decisión en los asuntos africanos,
según un informe del alto cargo militar.
Unos días después, Peres y Botha firmaron un acuerdo de defensa y seguridad
que establecía que su existencia debería mantenerse en secreto. Era un pacto
sin fecha de caducidad que impedía que alguno de sus firmantes pudiera
renunciar a él de forma unilateral.
En junio, los mismos protagonistas volvieron a reunirse y el tema era la
carga explosiva de los Jericó. Estaba claro que si los surafricanos estaban
interesados en comprarlos era porque daban por hecho que estarían dotados con
cabezas nucleares. Botha mostró su interés si llevaban “la carga adecuada”. En
el acta de la reunión, Peres aparece diciendo que “la carga adecuada está
disponible en tres tamaños diferentes”.
Finalmente, la venta no se produjo. El precio era demasiado elevado. Por
otro lado, la planificación para el posible uso por Suráfrica de armas
nucleares no estaba muy avanzada entonces. Pero eso no impidió otros acuerdos
de cooperación en el tema nuclear. Diez años después, ambos países trabajaron
en la puesta en práctica de una zona de pruebas nucleares en el Índico.
El regreso de los laboristas al poder en 1975 en Londres redujo el círculo
de amistades para Pretoria, que dependía cada vez más de Israel en sus compras
militares en el exterior.
Esa relación secreta se hizo más pública con la visita del primer ministro
surafricano John Vorster a Israel en abril de 1976. Por rentables que fueran
esos contactos, parecía difícil creer que alguien como Vorster fuera invitado a
viajar a Israel. En 1939, este político, uno de los más importantes en la
historia del régimen, se opuso públicamente a la participación en la
guerra del lado de los aliados y formó parte de una organización pronazi y
antibritánica de la que llegó a ser general de su brazo paramilitar. Por esa
razón pasó dos años en prisión durante la guerra.
El recibimiento oficial fue caluroso, también en los medios de
comunicación, y las protestas, escasas. “Las relaciones entre Israel y
Suráfrica nunca han sido mejores”, dijo el antiguo nazi. En su país, la prensa
definió el viaje como uno de los mayores éxitos diplomáticos de Vorster en sus
diez años en el poder.
El primer ministro Rabin elogió en la visita los objetivos comunes de ambos
gobiernos: “Justicia y coexistencia pacífica”. Se podría haber descrito de otra
manera: Israel recibe cuantiosos fondos surafricanos y contratos para su
industria militar. Suráfrica, material militar de primera calidad y
asesoramiento. Y materia prima relevante para la propaganda del régimen: los
herederos del pueblo perseguido por los nazis daban su aprobación moral a un
régimen racista al que muchos comparaban con los nazis.
Adelantándose a la retórica que ya conocemos en esta última década, Vorster
dijo que Israel y Suráfrica se enfrentaban a los enemigos de la civilización
occidental. Claro que para Vorster civilización occidental significaba
civilización blanca, y eso suponía en Suráfrica negar derechos políticos y
sociales a la mayoría negra del país.
En público, los objetivos de la visita se centraron en aspectos
comerciales, no militares. Sin embargo, ya el año anterior el acuerdo firmado
incluía la compra de material por valor de 100 millones de dólares. Según el
almirante Binyamin Telem, jefe de la Armada israelí durante la guerra del Yom
Kippur, la visita de Vorster permitió ampliar esa cantidad hasta 700 millones.
“Nosotros creamos la industria de armamento surafricana”, dijo después el
embajador israelí en Pretoria Alon Liel. “Nos ayudaron a desarrollar todo tipo
de tecnología porque tenían mucho dinero. Cuando desarrollábamos proyectos
conjuntos, nosotros aportábamos la tecnología y ellos, el dinero. Después de
1976, hubo una historia de amor entre los servicios de seguridad y ejércitos de
ambos países”.
Todos estos acuerdos militares debían mantenerse en secreto. Muchos miembros
de la comunidad judía surafricana no sentían ninguna simpatía por el racismo
institucionalizado. Ocurría algo parecido en EEUU. Por eso, era necesario
disimular, y otros se ocuparon de la venta en los mercados más complicados. En
un artículo en el NYT, Moshe Decter, de la organización American Jewish
Congress, se apresuró a reaccionar: “la pequeña venta de armas” no era nada
comparado con lo que Suráfrica compraba a Francia, Gran Bretaña y otros países.
Negarlo era un ejemplo de “claro cinismo, evidente hipocresía y prejuicios
antisemitas”.
El Ministerio israelí de Defensa no tenía tales prejuicios. Envió en 1976
al coronel Amos Baram a Pretoria para que asesorara directamente al alto mando
militar surafricano. No sólo sobre amenazas exteriores. “Si sabes defenderte
contra el enemigo fuera de tus fronteras, sabrás cómo ocuparte de él dentro de
tus fronteras”, dijo después Baram. La amenaza que sufría el régimen del
apartheid tenía un obvio componente interno (la mayoría negra), y el coronel
israelí tenía ideas que compartir al respecto.
A diferencia de Telem, al que le indignó que los empleados negros de la
embajada israelí cobraran diez veces que los locales que trabajaban para la
legación alemana y que consiguió que el Ministerio acabara con esta discriminación,
a Baram el apartheid no le causaba conflictos morales. Nunca hizo un comentario
en público contra el sistema: “¿Por qué debería haberlo hecho? Yo les estaba
aconsejando precisamente para que pudieran defenderlo”.
Los surafricanos también tenían la oportunidad de aprender de otras
maneras. El jefe del Ejército, Constand Viljoen, visitó los territorios
ocupados palestinos en 1977 y se quedó maravillado por los controles militares
israelíes. Le dejó boquiabierto lo concienzudos que eran: “A los árabes les
cuesta atravesarlos como poco hora y media. Cuando el tráfico es muy alto,
necesitan entre cuatro y cinco horas”.
Observar cómo los israelíes controlaban a los palestinos resultaba muy
instructivo para los surafricanos, que aplicaban estas enseñanzas en su propio
país.
En noviembre de 1977, la ONU aprobó un embargo (de obligado cumplimiento a
diferencia del embargo anterior de carácter voluntario) en la venta de armas al
régimen racista. De más está decir que no afectó en absoluto a la exportación de
armamento israelí. Ya con Begin al frente del Gobierno en Jerusalén, ese apoyo
incluso se acentuó.
Sólo a mediados de los 80, cuando el aislamiento de Suráfrica era
generalizado, los gobernantes israelíes aceptaron tener que abandonar su
relación especial con el régimen de Pretoria. Los altos cargos militares y de
inteligencia lo consideraron un gran error.
Ronnie Kasrils fue uno de los judíos surafricanos que se opuso con decisión
al apartheid, cuando los miembros más destacados de su comunidad homenajeaban
por ejemplo a otro judío, Percy Yutar, el fiscal del juicio que condenó
a Mandela a cadena perpetua. Yutar terminó siendo presidente de la sinagoga
ortodoxa de Johanesburgo.
Kasrils visitó los territorios palestinos en 2004. No se
puede decir que lo que vio le recordara lo que había ocurrido en su país. Había
importantes diferencias: “Esto es mucho peor que el apartheid. Las medidas
israelíes, la brutalidad, hacían que el apartheid pareciera un picnic. Nunca
atacamos con aviones de guerra las ciudades. Nunca tuvimos poblaciones sitiadas
durante meses y meses. Nunca hicimos que los tanques destruyeran casas.
Teníamos vehículos blindados y a la policía que usaba armas ligeras para
disparar a la gente, pero no a esta escala”.
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