La independencia del país más joven del mundo ha
despertado rencillas étnicas dejadas de lado pero jamás olvidadas
“En Sudán del Sur no hay pueblos. Los tukuls, las chozas familiares,
se levantan lo más distanciados posibles entre ellos, a menudo hay más de una
hora a pie entre un vecino y otro”, comenta una funcionaria de la Unión Europea
que trabaja en Yuba. “Durante la última guerra civil, vivir en comunidad
significaba ser atacado una y otra vez por los grupos armados así que la gente
decidió vivir lo más alejada posible para sobrevivir”. La guerra civil que
asoló Sudán del Sur entre 1983 y 2005 —fue la segunda puesto que hubo una
inicial de 1955 a 1972— ha marcado la vida cotidiana del país más joven de la
comunidad internacional. Desde que se desató la
violencia el pasado día 16, un cuarto de millón de personas han
emprendido de nuevo la huída intentando evitar a las diferentes facciones que
luchan entre sí.
Sudán del Sur obtuvo la
independencia de Sudán en junio de 2011 entre la euforia de sus ocho
millones de habitantes agotados tras 22 años de conflicto, dos millones de
muertos y casi un millón de refugiados y desplazados. La nueva nación es rica
en petróleo y tiene alguna de las tierras más fértiles de África pero es tan
subdesarrollada que cuenta apenas con 60 kilómetros de carreteras asfaltadas y
no tiene red eléctrica. Más del 70 % de sus ciudadanos tiene menos de 30 años
lo que significa que solo han conocido la guerra y menos de una cuarta parte de
la población sabe leer y escribir. Un caldo de cultivo peligroso para comenzar
una nueva andadura que en escasamente dos años y medio se ha topado con un
antiguo bache: la falta de visión conjunta de las más de 60 etnias que viven en
su territorio y el recurso a la violencia como primera opción.
La guerra civil de los años ochenta y noventa, a menudo erróneamente
simplificada como una lucha entre norte y sur, fue una carnicería entre los
múltiples grupos étnicos de la región —dinka, nuer, murle, shilluck y las
docenas de tribus de la región ecuatorial— que luchaban por obtener sus cuotas
de poder político y social en el futuro estado. Las luchas internas causaron
más muertos y destrucción que el conflicto contra Jartum en sí. Es más, fue
únicamente la existencia del enemigo común, Sudán, lo que consiguió que
temporalmente aparcaran sus diferencias y acudieran juntos a las negociaciones
de paz que desembocaron en un referéndum de secesión.
Las rencillas entre tribus se barrieron debajo de la alfombra y las
tentativas de reconciliación nacional nunca fructificaron. Los líderes
militares durante la guerra pasaron sin transición a ser las figuras políticas
del nuevo país. Hombres como Salva Kiir, Riek Machar y Lam Akol, que ya en los
noventa fueron responsables de las sangrientas escisiones internas en el
movimiento rebelde contra Sudán, se encontraron de nuevo en el Ejecutivo y el
parlamento administrando un país. Cada decisión, desde el reparto de
ministerios hasta la elección de dónde se construía un hospital rural, se
percibía a través del prisma étnico intensificando sentimientos de agravio y de
marginación. Si un candidato de la etnia murle no obtenía un escaño en unas
elecciones, lo achacaba a una conspiración política contra su tribu y
rápidamente lograba apoyos para iniciar una rebelión. Una disputa por pastos
para el ganado a nivel local se convertía rápidamente en una disputa nacional.
Lo que es un país con estructuras más sólidas se podría resolver por la vía
judicial, en Sudán del Sur se resuelve a través de las armas.
La mayoría de las etnias han visto que los dinka, el grupo mayoritario, ha
ido acaparando poco a poco todo el poder. El presidente Salva Kiir, un dinka,
confirmaba estos temores dando pasos cada vez menos disimulados para eliminar
cualquier futura competencia política, incluso dentro de su propio partido. La
gota que colmó el vaso fue la expulsión del
Gobierno en junio pasado del segundo hombre fuerte del país, el
vicepresidente Riek Machar (de la etnia nuer) que había comunicado públicamente
sus intenciones de ser candidato presidencial en 2015. Kiir, que llevaba meses
saboteando cualquier iniciativa de Machar dentro del Ejecutivo, lo camufló como
una reorganización de su Gabinete que nadie se creyó. Pocos esperaban, dados
los antecedentes de Sudán del Sur, que Machar esperara dos años para
reivindicarse en las urnas. Para Boutros Biel, un abogado local que trabaja en
temas de derechos humanos en Yuba, “en el momento en que el sentimiento de
marginación política de un grupo toque techo y tome las armas, va a provocar un
efecto dominó. Todas las demás etnias se van a volver a reagrupar y preparase
para lo peor", explicaba hace escasamente un mes.
La aparición televisada del presidente acusando a
Machar de promover un golpe de estado fue ese detonante. En cuestión
de pocos días las mismas dinámicas de la guerra civil se activaron de nuevo y
las facciones armadas —no solo los nuer, también los murle de Jonglei y los
shilluk en las riberas del Nilo— volvieron a alinearse de acuerdo con su
identidad étnica, dispuestas a retomar el “todos contra todos” previo a los
acuerdos de paz de 2005. Los muertos superan ya el millar y crecen los rumores
de matanzas étnicas. La voluntad de negociar de Kiir llega tarde y
probablemente no consiga aplacar a sus rivales que ya han visto de primera mano
que en época de paz, el presidente se comporta como durante la guerra: sin
ceder un ápice de poder.
Iliana Mier-Lavin es investigadora sobre conflictos en la Universidad de
Columbia.
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