Artistas e intelectuales franceses alertan de la amnesia
y los nuevos síntomas racistas
La persecución a los romaníes antecedió a las dos guerras
mundiales
Montreuil-Bellay es un pequeño pueblo cercano a Saumur, una de las
capitales de la provincia de Maine y Loira. Aquí habita desde hace siglos la
vieja Francia, la Francia profunda del terruño, la blanca Francia de la flor de
lis que bebe vino embotellado hace medio siglo y come mantequilla y
champiñones. Es la Francia que vota a Marine Le Pen, la Francia avara de
‘Eugenia Grandet’, la novela de Balzac; la belicosa Francia de la Escuela de
Caballería y el Museo de los Tanques de Saumur. La Francia que lleva a sus
hijos a escuelas integristas y que obedece las consignas del ‘châtelain’,
el señor del castillo, que manda más que los alcaldes.
En este feudo medieval del rey René y de los Anjou, plagado de almenas
resplandecientes que parecen sacadas del juego Exín Castillos, sucedió hace 75
años una historia ejemplar o espantosa, según se mire. La historia avergonzó
tanto a la gente del Loira que nadie habló de ella durante cuatro largas
décadas.
El 6 de enero de 1940, el capitán del Ejército republicano español Manuel
G. Sesma, nacido en Fitero (Navarra), llegó a Montreuil-Bellay desde el campo
de Gurs al mando de la Octava Sección de la 184ª Compañía de Trabajadores
Españoles, formada por 250 personas. Sesma había salido de España en febrero de
1939, con los 450.000 refugiados del primer éxodo republicano.
En 1983, el capitán le contó a Jacques Sigot, maestro de escuela e
historiador local, que los españoles levantaron en menos de seis meses 19
kilómetros de vía férrea “moviendo con las manos unas vías que pesaban 0,7
toneladas”. Aquel terreno iba a albergar al personal de un arsenal de pólvora,
pero el avance alemán hizo cambiar de idea a los franceses, que en junio de
1940 ordenaron a los republicanos construir un campo de concentración para
“individuos sin domicilio fijo, nómadas y extranjeros que tengan el tipo
romaní”.
Los españoles solo tuvieron tiempo de levantar la cárcel subterránea, “que
tenía celdas de 1.30 metros x 1”, y algunos barracones, según cuenta Sesma en
el libro de Sigot ‘Montreuil-Bellay,
un camp de concentration pendant la Seconde Guerre Mondiale’.
Los alemanes entraron en Montreuil-Bellay el 21 de junio de 1940, y tras
alambrar el solar, lo usaron para retener a soldados franceses y a civiles
extranjeros. Entre el 8 de noviembre de 1941 y el 16 de enero de 1943, el lugar
se convirtió en el mayor campo de concentración de gitanos de Francia. “El
campo estaba custodiado por la Gendarmería”, escribe Sigot, “y en junio y julio
de 1944 fue bombardeado, antes de ser liberado en septiembre de 1944. Los
gitanos volvieron un mes después y estuvieron hasta el 16 de enero de 1945,
cuando fueron trasladados a Jargeau y a Angulema”.
Muchos gitanos nacieron aquí, y murieron más de 100. Pero su historia
permaneció silenciada hasta que Sigot descubrió las ruinas en los años ochenta
y un puñado de militantes progitanos decidió combatir la amnesia histórica
colocando placas conmemorativas para recordar que en Francia hubo al menos 30
campos de concentración de gitanos parecidos a este.
Las ruinas del campo de Montreuil-Bellay fueron declaradas patrimonio
nacional en 2012. Pero no son nada fáciles de encontrar. Además de la cárcel
subterránea, solo quedan los cimientos y el suelo de uno de los barracones, y
tres tramos de escaleras de piedra. La cárcel tiene forma de cueva –troglodita,
las llaman aquí- y en las rocas hay algunos nombres grabados: Duval, Reinhard…
“Quizá fueran primos de primos del gran guitarrista Django Reinhardt”, explica
Kkris Mirror, un dibujante de cómic y activista progitano nacido en Saumur, que
en 2008 publicó el libro ‘Tsiganes’, que narra en blanco y negro la historia de
Montreuil-Bellay.
Mirror, que ha venido desde su casa de Brézé en su Harley-Davidson, cuenta
que el cmpo “llegó a albergar a 1.018 gitanos en agosto de 1942. Había casi 100
barracones, iglesia y escuela”. El dibujante y guionista tenía sus razones para
interesarse por el asunto. “Desde pequeño viví el trauma de mi padre, que
estuvo internado en un ampo alemán durante la guerra. Se escapó vivo de
milagro, y yo empecé a dibujar su historia a los diez años. Luego supe que al
lado de nuestra casa hubo un campo de concentración, organizado no por alemanes
sino por franceses. Y más tarde me enteré de que mis vecinos –el charcutero, el
carpintero…- habían trabajado en él como guardianes para evitar ser enviados al
ST0 –el Servicio de Trabajo Obligatorio- en Alemania. Entonces decidí hacer el
libro”.
Mirror es uno de los artistas e intelectuales que en 2010, como réplica a
los ataques de Nicolas Sarkozy contra los romaníes, montaron una plataforma
para rescatar la memoria de la persecución. El padrino de la iniciativa fue el
cineasta romaní Toni Gatlif (que ha contado la historia en películas como Liberté
y Latcho Drom), y también colaboraron el autor de cómics Emmanuel
Guibert y el fotógrafo Alain Keler, autores de ‘Un viaje entre gitanos’, que
resume los diez años que Keler pasó con los romaníes europeos.
“En Francia las persecuciones de gitanos comenzaron mucho antes de la
ocupación alemana”, escribió en 2010 la historiadora Marie Christine Hubert.
“Ya en septiembre y octubre de 1939, la circulación de nómadas fue prohibida en
varias provincias. Y en Indra-Loira los gitanos fueron expulsados. La ocupación
nazi agravó aun más las cosas. Los gitanos de Alsacia y Lorena fueron
expulsados en julio de 1940 hacia la zona ‘libre’”.
Esos gitanos compartieron campos con los republicanos españoles en
Argelès-sur-Mer, Barcarès o Rivesaltes antes de ser llevados en noviembre de
1942 al campo de Saliers (Bouches-du-Rhône), “especialmente creado por el
Gobierno de Vichy para los gitanos. En cada provincia, los gitanos fueron
censados, reagrupados y vigilados”, recuerda Hubert.
La infamia no fue exclusiva del Loira, ni de Francia. El fantasma de la
gitanofobia ha recorrido Europa en paralelo al antisemitismo y a la islamofobia
desde que llegaron los primeros gitanos de la India hace diez siglos. El miedo
al que viaja en carromatos, duerme al raso y le canta a la luna es parte de las
raíces –cristianas- de Europa. Y hoy, igual que en la Edad Media, los gitanos
son noticia –o rumor- en Grecia, Francia, Irlanda, Suecia, Rumanía o España por
los mismos bulos y leyendas de hace 500 años: si tienen una
hija rubia es porque roban niños —aunque apenas haya antecedentes
judiciales que sostengan—. Si no, como dijo el
ministro del Interior, Manuel Valls, es que “son culturalmente
distintos y no se quieren integrar”.
“¡Y pensar que yo voté en 2012 por los socialistas!”, exclama Kriss Mirror.
“Da mucha pena ver que el racismo antigitano sigue saliendo gratis y es
rentable políticamente. Es lamentable porque los gitanos suelen ser la primera
señal de alarma de que algo terrible va a pasar. Cuando los republicanos
llegaron a Montreuil-Bellay, Francia no estaba en guerra y todavía no existía
Vichy. Las leyes raciales las aprobó la III República. El decreto es del 6 de
abril de 1940. Pero la primera ley racial del siglo XX se aprobó en 1912, dos
años antes de la I Guerra Mundial. Y todavía sigue vigente”.
¿El racismo antigitano es rentable? La frase tiene una parte de verdad: a
menudo concede enormes réditos de popularidad a quienes lo practican, y rara
vez se oyen noticias de denuncias o detenciones por agresiones verbales o
físicas a gitanos. La impunidad es uno de los sellos de esta fobia barata, que
tan cara puede salir —en imagen y votos— cuando los señalados pertenecen a
minorías más cohesionadas y mejor integradas.
Pero la idea de que el racismo anti-gitano renta es un doble filo para la
democracia y el Estado de Derecho. El 16 de julio de 1912, Francia colocó a la
comunidad gitana, a la que llamó “nómada”, en un estado de excepción que dura
todavía: les negó el carné de identidad normal, y les obligó a portar un
permiso de circulación antropométrico. Un siglo después, el año pasado, el
Consejo Constitucional estableció que ese carnet es discriminatorio e
inconstitucional. Pero la mayoría de gitanos franceses sigue usando esos
papeles.
Según la historiadora Marie Christine Hubert, “el nomadismo de los gitanos
siempre fue combatido por las autoridades francesas, que pensaban que los
gitanos realizaban tareas de espionaje”. La ley de 1912 respondió a esa
paranoia regulando el ejercicio de las profesiones ambulantes y prohibiendo la
circulación de nómadas. Eso permitió identificar y controlar a los gitanos no
sedentarios: fue el paso previo y su exterminio masivo.
Francia y Alemania, enemigos íntimos en tantas guerras, vivieron la misma
obsesión al mismo tiempo. Ian Hancock, profesor de la Universidad de Texas, ha
escrito que la cacería de gitanos en Alemania fue el primer anuncio de lo que
vendría: “Durante la República de Weimar, que instauró la igualdad de los
ciudadanos ante la ley, la policía de Bavaria y, después, la de Prusia,
abrieron oficinas especiales para controlar a los gitanos. Los fotografiaban y
tomaban sus huellas como si fueran delincuentes comunes. En 1920, se les
prohibió entrar en los parques y los baños públicos. En 1925, fueron enviados a
campos de trabajo. En 1935, los nazis rescataron leyes antigitanas de origen medieval
para oprimirlos más”.
El III Reich exigió a los gitanos cumplir un requisito que duplicaba el
exigido a los judíos para clasificarlos como no arios: si solo dos de sus
bisabuelos eran parcialmente gitanos, no podrían salvarse. A día de hoy, las
cifras del Holocausto gitano - Porrajmos, la devoración, en caló- siguen siendo
aproximativas, aunque según escribió Simon Wiesenthal a Elie Wiesel en 1984,
“los gitanos fueron asesinados (en una proporción) similar a la de los judíos;
en torno al 80% (murieron) en el área de países ocupados por los nazis”.
Según algunos revisionistas, las detenciones masivas evitaron que los
gitanos franceses murieran como en Austria y Alemania —donde el 90% fueron desaparecidos—,
o, en menor medida, en Polonia, Hungría, Italia, Yugoslavia y Albania. Vichy
impidió que fueran enviados a las cámaras de gas como ocho millones de judíos y
(cerca de) un millón de romaníes europeos. Para Hubert, se trata de una verdad
a medias: “Si bien los gitanos de Francia escaparon a la ‘Auschwitz Erlass’ del
16 de diciembre de 1942, que ordenó la deportación y el exterminio de todos los
gitanos del Gran Reich, en 1943 hubo hombres deportados desde el campo de
Poitiers –cerca de Saumur- y muchas familias de las provincias del Norte y Paso
de Calais fueron detenidas y exterminadas por los alemanes”.
Los datos de Hubert indican que “al menos 6.500 personas vivieron entre
1940 y 1946 en 30 campos de concentración franceses en razón de su pertenencia
real o supuesta al pueblo gitano. Sus bienes fueron expropiados y sufrieron la
mayor precariedad material y moral”. En Montreuil, los vecinos pagaban entradas
para poder verlos, según cuenta Mirror en su libro. Hubert: “Los niños recibían
una educación católica en los campos. Y en casos extremos, eran separados de
sus padres y entregados al Servicio Social o a instituciones religiosas para
extraerlos definitivamente de un medio que se juzgaba pernicioso”.
La duda es: ¿quién ha robado niños a quién a lo largo de la historia?
Como ha pasado hoy con la llegada de los socialistas al poder, la
Resistencia, la Liberación y la paz no fueron gran ayuda para los ‘tsiganes’.
Los últimos estuvieron encerrados en el campo de Alliers, cerca de Angulema
hasta mayo de 1946, nueve meses después de la Liberación.
Montreuil-Bellay había cerrado mucho antes, recuerda Kkris Morris: “Cuando
trasladaron a los gitanos, el director del campo, un petainista convertido en
resistente, decidió encerrar a las prostitutas de la zona y se puso a regentar
el burdel. La epidemia de sífilis fue tan brutal que las mujeres de los pueblos
exigieron que se cerrara el campo”.
La reparación oficial a los presos del bronce nunca llegó. “Nadie ha sido
indemnizado por haber sido encerrado en los campos franceses, y tampoco hubo
compensación moral porque esa realidad no dejó el menor rastro en la memoria
colectiva”, ha escrito Hubert.
Quizá por eso, la persecución dura todavía. Entre la indiferencia general,
los prejuicios atávicos alentados por los medios, la comprensible renuencia de
un pueblo masacrado a exigir justicia –ya sea de forma individual o colectiva-,
y el consenso infernal que suscitan entre los políticos de las democracias
neoliberales, los gitanos siguen siendo el perfecto chivo expiatorio, la
primera señal de alarma de que algo muy profundo no va bien.
Ningún comentario:
Publicar un comentario