La Sala Canal expone 125 trabajos del húngaro Nicolás
Muller, uno de los pioneros del compromiso fotográfico
“El artista que tiene en su mano una
cámara fotográfica tiene un instrumento único para poder expresar con ella su
pensamiento, sus ideas. Creo que esto significa una cierta obligación”. Nicolás
Muller (Orosháza, Hungría, 1913-Andrín, Asturias, 2000), no olvidó nunca esa
obligación auto impuesta. Con menos de 20 años, realizó en su patria de origen
unas series que documentaban el régimen feudal en el que vivía la inmensa
mayoría del país. Son retratos de hombres, mujeres y niños con el rostro
reventado por el dolor del esfuerzo físico y con brazos y piernas con los
tendones a punto de estallar, con las manos rotas por los callos.
Una de estas imágenes, Trabajador en el drenaje del río Tiszla
(Hungría, 1937), un hombre joven, enjaezado como un caballo de arrastre, define
como ninguna otra obra la forma de entender el compromiso y el talento
artístico de uno de los fotógrafos documentalistas esenciales en la historia de
la fotografía. Esa fotografía le supuso a Muller el comienzo de una vida
viajera que le haría pasear su implacable ojo por Francia, Portugal, Marruecos
y España, donde se vinculó a la Revista de Occidente, se casó y acabó
obteniendo la nacionalidad.
Bajo el sencillo título de Nicolás Muller. Obras Maestras, la sala
Canal Isabel II inaugura hoy una antológica de 125 obras escogidas por el
comisario Chema Conesa entre los 14.000 negativos que componen el archivo
custodiados por su hija Anne Muller, también fotógrafa. Organizada por la
Comunidad de Madrid en colaboración con La Fábrica, la exposición recorre las
cinco etapas esenciales del fotógrafo coincidiendo con el centenario de su
nacimiento.
La muestra arranca con una selección de las fotografías que Muller realizó
en Hungría. “Junto a otros jóvenes como él, montó un grupo que se llamaba Los
descubridores de aldeas”, explica Conesa. De esos primeros años (con solo 11 le
regalaron una cámara de la que no se apartaba), proceden imágenes tan
impactantes como La gitana (1937), en la que se ve a una mujer con la
cara, manos y brazos surcados de arrugas y los ojos perdidos en la tristeza.
Otra imagen sobrecogedora es Afilando la guadaña (1935) en la que el
protagonista está de espaldas. El sudor que empapa su camisa blanca hecha
jirones mientras apoya un brazo en la herramienta, es sobrecogedor. De hambre y
miseria dicen mucho Almuerzo III (1936) o Niño (1936).
Hijo de una familia acomodada de judíos no practicantes, la invasión de
Austria por Hitler le fuerza a trasladarse a París, donde se encuentra con
otros históricos de la fotografía y con los que se deja influir por las teorías
constructivistas de la época y las formas visuales que emanan de la Bauhaus.
Son Robert Capa, Brasaï o Kertész quienes le ayudan a publicar en las revistas
esenciales de aquellos años.
En Francia prosigue con su vocación de retratar a los más desfavorecidos.
Una imagen titulada Puerto de Marsella (1938) en la que un hombre
encorvado pasea de espaldas con la cabeza gacha, ilustra de manera perfecta
aquello tiempos de incertidumbre. Los cargadores en los puertos, los pescadores
o los marineros tatuados forman una desoladora galería de perdedores.
En Portugal, a donde también se ve forzado a huir, su cámara se sigue
fijando en los más desfavorecidos: Mujeres trabando incansables y hombres
sentados al sol, mirando a las nubes o jugando a las cartas. Pero la policía
política sospecha de él y lo retiene en la cárcel de Lisboa. En diciembre de 1939
toma un vuelo a Tánger y allí cae fascinado ante la belleza del antiguo
protectorado español. “Me escocían los ojos y las manos y todo mi ser ante lo
que estaba viendo”. Lo que vio le dejó huella.
A partir de 1947, gracias Fernando Vela, secretario de
Ortega y Gasset, su vida cambia y se traslada a España, donde se convertiría en
el testigo más cualificado de la intelectualidad española de la posguerra.
Además de Ortega, Azorín, Pío Baroja, Pancho Cossío, Vicente Aleixandre,
Menéndez Pidal, Pérez de Ayala, Aranguren, Marañón o Dionisio Ridruejo posaron
para él. Muller pasó a formar parte de las élites intelectuales de aquellos
años y no paró de trabajar hasta que en los ochenta se fue a vivir a Andrín, en
Asturias para dedicarse a contemplar la naturaleza que tanto amaba.
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