Xudeus agardando a seren deportados no norte de Hungría |
Ese trauma, que tuvo un impacto profundo entre las
elites políticas, intelectuales y militares, no quedó ahí. Desarmada, aislada
políticamente, con una economía deshecha, y odiada por sus vecinos, Hungría
vivió una posguerra turbulenta, con una revolución comunista, dirigida por Béla
Kun, que puso en marcha durante unos meses de 1919 una República soviética,
echada abajo por los terratenientes y el ejército rumano, y que dio paso a la
dictadura del almirante Miklós Horthy, la primera de corte derechista que se
estableció en Europa.
El largo período de gobierno autoritario y
ultranacionalista de Horthy, mantenido sin demasiados problemas durante sus
primeros veinte años, dio un cambio radical con su decisión de meter a Hungría
en la Segunda Guerra Mundial al lado de la Alemania nazi en abril de 1941.
Horthy, ferviente anticomunista, llevaba ya un tiempo inclinado ante Hitler,
esperando recuperar algunos territorios perdidos en Trianon y anexionados a
Checoslovaquia y Rumania. Y así fue, aunque la guerra a cambio fue desastrosa.
Si la primera de esas guerras mundiales había resultado traumática para
Hungría, la segunda la superó. Decenas de miles de soldados húngaros murieron
en el frente ruso y los bombardeos aliados causaban estragos en las ciudades.
Tres años después de entrar en ella, el descontento crecía y Horthy inició
conversaciones secretas para rendirse a los aliados. La respuesta de Adolf
Hitler fue la “Operación Margarita”, la invasión de Hungría, para asegurar el
absoluto control del país.
Horthy permaneció en su puesto como regente, con un
gobierno títere presidido por Döme Sztójay, y con el poder real en manos del
plenipotenciario nazi Edmund Veesenmayer. A partir de ese momento, “la
regulación de la cuestión judía” dio un giro radical, con la cooperación activa
de las autoridades húngaras. Horthy, mediante sucesivas “Leyes Judias”, en
1938, 1939 y 1941, había ido recortando los derechos de los súbditos húngaros
de religión judía y hubo matanzas de judíos en el frente ruso protagonizadas
por las SS, asistidas por tropas húngaras. Pero con la invasión nazi, de las
restricciones se pasó a la persecución abierta y se metió a Hungría de lleno en
la solución final.
El 15 de mayo de 1944 iniciaron su marcha los
primeros trenes de deportación. En los dos meses siguientes, cerca de medio
millón de judíos de todo el país (437.402, según las cifras oficiales dadas por
Veesenmayer) fueron trasladados a campos de exterminio. La solución final la
dirigió en Hungría Adolf Eichmann y contó con la entusiasta colaboración del
Ministro de Interior, Andor Jaros y sus secretarios de Estado László Endre y
László Baky. Se decretó que los judíos tenían que llevar una estrella amarilla
pegada en la ropa y el 15 de junio Jaross dispuso la concentración de los
200.000 judíos de Budapest (15% de la población) en unas dos mil casas
dispersas por la capital, señaladas con una gran estrella amarilla.
Horthy, que escribió en sus memorias que no supo
hasta agosto “la horrible verdad de los campos de exterminio”, aunque hay
historiadores que lo ponen en duda, echó el 29 de ese mes del gobierno a
Sztójay y lo sustituyó por un hombre de confianza, Géza Lakatos, quien logró
parar las deportaciones y preparó la firma de un armisticio con la Unión
Soviética.
El 15 de octubre Horthy anunció a la nación por
radio que había solicitado “un armisticio con nuestros anteriores enemigos y el
cese de hostilidades contra ellos”. Hitler mandó al teniente coronel de las
Waffen-SS Otto Skorzeny, en la “Operación Panzerfaust”, quitar a Horthy la
autoridad, ponerlo bajo “custodia protectiva” y favorecer la toma del poder del
partido fascista húngaro la Cruz Flechada, con su líder Ferenç Szálasi a la
cabeza.
Szálasi, de 47 años, que había abandonado el
ejército húngaro en 1935, para hacer carrera política, anunció al país que para
defenderlo, “crear prosperidad y seguridad (…) y obtener un lugar apropiado en
la Europa nacionalsocialista”, había decidido “la movilización total de sus
recursos, la liquidación radical del viejo régimen y el establecimiento del
orden nacionalsocialista húngaro”. Su gobierno, de “unidad nacional”, comenzó
una orgía de sangre antijudía y frente a todos los ciudadanos considerados
peligrosos para el nuevo orden y la continuidad de la guerra.
Pese a las “cartas de protección” de
diplomáticos de Suiza, Suecia, España y Portugal, en asunto en el que
destacaron el sueco Raoul Wallenberg, el italiano Giorgio Perlasca, el
portugués Sampaio Garrido y el español Ángel Sanz-Briz, que lograron salvar a
varias decenas de miles de judíos, el terror reinó en los 163 días en que la
Cruz Flechada estuvo en el poder. Los diplomáticos portugueses instalados en el
hotel Ritz veían el fuego de las ametralladoras de las patrullas fascistas que
asesinaron a miles de hombres en el río Danubio, maniatados de dos en dos,
mientras que las mujeres podían regresar a sus casas tras presenciar la
masacre. Cientos de personas fueron torturadas en los sótanos del número 60 de
la elegante avenida Andrássy, el cuartel general de la Cruz Flechada, un
precioso edificio neo-renacentista construido en 1880, hoy sede del Terror Háza (Museo
del Terror).
En diciembre de 1944, Pest estaba ya bajo sitio de
las fuerzas soviéticas. Los alemanes, con los miembros más radicales de la Cruz
Flechada, se refugiaron en las colinas de Buda y antes de rendirse, el 13 de
febrero de 1945, en la retirada volaron los puentes sobre el Danubio y los
principales edificios públicos. La capital era una ruina. Alrededor de treinta
mil edificios residenciales quedaron destruidos e inhabitables. Budapest, que
tenía más de un millón doscientos mil habitantes en 1944, perdió unos 400.000
hasta el final de la guerra, cien mil de ellos judíos, aunque salvaron la vida
unos 69.000 en el ghetto, 25.000 en las casas protegidas y unos 20.000
volvieron de los destacamentos de trabajo o tras sobrevivir a los campos de
exterminio.
De esos meses de orgía de sangre, de víctimas y
verdugos, del derecho a la verdad y a la justicia y de cómo afectan los pasados
traumáticos de los padres a los hijos trata la película de Costa Gavras Music
box (La caja de música, 1989). Y de lo mismo, y de lo que vino inmediatamente
después, de la “liberación” (así lo sintieron los judíos) por los soviéticos y
sobre todo, de las nuevas formas de violencia que implantaron, dejó un
testimonio íntimo y desgarrador el escritor Sándor Márai en
Föld, föld (¡Tierra, tierra!). A su regreso a Budapest, tras la derrota de los
nazis, encontró su casa reducida a escombros y los miles de volúmenes de su
biblioteca desaparecidos. “Quienes llevaban los uniformes eran iguales porque
hacían lo mismo: ejecutar el terror con eficacia”.
Pero esa es otra historia. Los principales
protagonistas de la que he contado aquí, tras incendiar Hungría con sus
decisiones criminales, encontraron diferentes destinos. Miklós Horthy, de 76
años cuando fue depuesto, a quien venera la derecha húngara actual de Viktor Orbán,
vivió los últimos meses de la guerra encerrado en una mansión de Baviera, hasta
que sus guardianes de las SS huyeron el 29 de abril de 1945 y pasó a manos de
soldados norteamericanos. Las nuevas autoridades comunistas húngaras no
consiguieron su extradición y tras testificar contra Veesenmayer en el último
de los doce juicios de Nuremberg, en marzo de 1948, pudo refugiarse en
Portugal, gracias a los contactos familiares con diplomáticos portugueses y
murió en Estoril en 1957.
Edmund Veesenmayer fue sentenciado a veinte años de
prisión en Nuremberg, pero sólo estuvo diez. Jaross, Endre y Baky, conocidos
como “el trío de la deportación”, fueron entregados a las autoridades húngaras,
juzgados en diciembre de 1945 y ejecutados en marzo y abril del año siguiente.
La misma suerte corrió Sztójay, encontrado culpable de crímenes de guerra y
crímenes contra el pueblo húngaro, fusilado en agosto de 1946. Unos meses
antes, en marzo, habían colgado a Ferenç Szálasi, principal instigador del
paraíso nacionalsocialista, convertido en pesadilla de cientos de miles de
húngaros. Su foto a orillas del Danubio, con el Szénchenyi hundido, cuando la
guerra tocaba su fin, pensativo, elegante y con el sombrero en la mano,
contrasta con la última de su vida, con la soga ya casi en el cuello, rodeado
de policías y con los fotógrafos como testigos. Recuerdos de un pasado de
destrucción de Europa.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la
Universidad de Zaragoza. Su último libro es Europa contra Europa (Crítica).
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