Por: Ángeles Espinosa | 17 de enero
de 2012
¿Qué tiene que ver un gobernante con la ropa interior que una decida
comprarse? En cualquier lugar del mundo, nada, pero en ese pozo de sorpresas (y
petróleo) que es Arabia Saudí, bastante. Resulta que acaba de expirar el plazo
de seis meses que el rey Abdalá dio el pasado junio para que los propietarios
de tiendas de lencería femenina sustituyan a sus dependientes por dependientas.
A primera vista, la medida parecería otro nuevo gesto machista a los que esta
parte del mundo nos tiene acostumbrados. Todo lo contrario. El real decreto es
una lanza a favor de las mujeres, de que puedan trabajar fuera de casa.
Me explico. No se trata sólo de que a una le pueda dar pudor preguntarle
por la copa C a un guapo dependiente libanés (a mí me lo daría), o de que las
manos del no tan joven jordano sobre la blonda negra de un tanga rocen el morbo
de una película X. Sin duda, muchas saudíes (y las numerosas extranjeras que
habitan el reino) van a sentirse más cómodas hablando de tallas, estilos y
formas con una mujer al otro lado del mostrador, como dejó claro la campaña
“Basta de pasar vergüenza”. Pero la clave no está en sus apuros, sino en las
consecuencias del cambio para las mujeres. Con los clérigos hemos topado.
De lo que se quejan los ultraconservadores ulemas saudíes no es de la
anomalía de que las clientas tuvieran que pasar por el trago de explicar sus
necesidades de bragas, sujetadores o fajas a unos perfectos desconocidos, en un
país donde hombres y mujeres crecen segregados por ley y esos asuntos
personales llegan con menor frecuencia que en Occidente a una conversación
coloquial. Lo que no pueden soportar, y así lo han hecho saber, es que la
medida haya dado la posibilidad de trabajar fuera de casa a unas 40.000 mujeres
en 7.300 tiendas distribuidas por todo el país.
El debate no es nuevo. Empezó, como yo contaba en mi libro El reino del
desierto, a raíz de que Abdalá siendo aún príncipe heredero diera
pequeños pasos a favor del empleo femenino y promoviera una excepción a la ley
que prohibía que hubiera dependientas. La propuesta inicial del Ministerio de
Trabajo, que no reflejó ese deseo hasta varios años más tarde, desató una
oleada de protestas del alto clero, que llegó a emitir una fetua prohibiendo
que las mujeres ejercieran esa actividad. El jeque Abdelaziz al Sheij incluso
advirtió a las corseterías de que emplearlas era “delito y lo prohíbe la
Sharía” (ley islámica).
Lo que preocupa a estos hombres de fe es que si se permite a que las
mujeres trabajen en esas tiendas, que en su mayoría están dentro de grandes
centros comerciales, surja la posibilidad de que interactúen con hombres ajenos
a su entorno familiar y eso, para ellos, es el más grave de los pecados. Al
parecer, estos supuestos sabios no se han dado una vuelta por esos mismos
templos del consumo para ver que esa interacción es inevitable cuando las
mujeres acuden a comprar desde un juguete para sus niños hasta un perfume,
pasando por la ropa interior en el centro del debate. O que cada día
interactúan con unos perfectos desconocidos contratados para conducir sus
coches porque tienen prohibido hacerlo.
Tal como ha explicado el siempre agudo comentarista socio político Tariq al
Maeena, el problema de base es que los saudíes y las saudíes están “separados por
barreras antinaturales”. Y eso conduce al absurdo de que hombres y
mujeres de una misma familia se vean confinados a la parte de atrás de
cafeterías y restaurantes, pero en los aviones viajen a escasos centímetros de
extraños del sexo opuesto.
Volviendo al decreto sobre las corseterías, el caso es que poco a poco
algunas tiendas empezaron a contratar a dependientas, sobre todo en las
ciudades más liberales, como Yeddah, en la costa del mar Rojo. Pero las
objeciones de los clérigos frenaron a otros negocios. Así que el rey tomo
cartas en el asunto y promulgó el decreto estableciendo un plazo para cumplir
la norma. No sólo eso. El Ministerio de Trabajo ha anunciado que ha destinado
400 inspectores a comprobar que se respeta. Y de aquí a julio, las tiendas de
cosmética están llamadas a hacer el mismo cambio.
Sin duda, sería preferible que cada uno pudiera elegir su
ocupación sin que las leyes limitaran sus alternativas. Pero a la vista de
ciertas tradiciones, la interferencia real parece un paso en el buen camino.
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