El artista Fernando Sánchez Castillo desguaza el barco de Franco y lo manda
al Matadero, convertido en una escultura abstracta
PEIO H. RIAÑO MADRID 21/01/2012
Es posible
que Fernando Sánchez Castillo (Madrid, 1970) sea el artista que más veces ha
descuartizado a Francisco Franco. En esta ocasión, su obsesión por analizar la
exaltación y el miedo que tiene este país con los mitos de la Guerra Civil y la
dictadura, le ha llevado a comprar el Azor, la embarcación de recreo del
dictador, que hasta el momento se encontraba varado como reclamo turístico del
Mesón El Labrador (km. 223), en el pueblo burgalés de Cogollos. Y la ha
troceado.
Sólo ha
dejado intactos y reconocibles el mástil, los asientos y las letras con el
nombre del barco. Con esta acción ha logrado que uno de los últimos referentes
vivos (aunque abandonado) haya perdido todo su significado al transformarlo en
una gran montaña de acero y aluminio pasada por el desguace, un prisma sin
carga emotiva. Ahora descansa en paz, arrugado, en la nave frigorífica del
Matadero de Madrid, convertido en una escultura mini-malista gigante.
Hasta el
momento, Fernando ha protagonizado las reflexiones más incisivas y molestas
sobre las imágenes legadas del pasado, porque como él mismo dice "tenemos
un problema con nuestra historia". Es difícil olvidar trabajos como la
visita con invidentes a un almacén para tocar una escultura de Franco, retirada
gracias a la Ley de la Memoria Histórica. Pero en realidad, lo que aquel
trabajo demostró, al negarle el acceso a cientos de imágenes salvo el permiso
del Ayuntamiento de Barcelona, fue la incapacidad de este país para tratar con
normalidad ciertos elementos de su historia más reciente. La sombra del
silencio es tan alargada que oprime a la democracia.
Sánchez
Castillo, el destructor de tabúes, ha titulado a su intervención Síndrome de
Guernica. "El barco ha cambiado de estado, ha pasado del campo del
mito y la memoria a la órbita de la estética moderna. Por primera vez Picasso
utilizó en el Guernica un lenguaje formal como el cubismo para meterse
en un asunto real y cruel. Mi proceso fue a la inversa: pase la historia a una
paz formal, como el cubo. Es una forma abstracta que no suelo utilizar porque
soy más figurativo", explica a este periódico el artista.
"Responsabilidad
histórica"
Con sus
palabras quiere aclarar que no tiene "responsabilidad histórica" por
haber desguazado el barco. "Tengo una responsabilidad estética. No soy
polemista, no lo considero una destrucción. Se destruye cuando el barco deja de
ser barco, pero ahora hay una memoria de lo que fue el barco". De hecho,
el destino de la nave era la destrucción por decreto ley, pero la orden no se
llegó a cumplir nunca.
"El
mayor tabú es que yo estoy actuando como el Estado, que oculta las esculturas
de Franco", recuerda el artista en referencia a la falta de normalidad
democrática en la gestión de la memoria histórica de las instituciones. Es más,
la burocracia, las úlceras, las negativas son parte de su proceso democrático
al demostrar que 35 años no han sido suficientes para la Transición.
Reconoce que
con la transformación en chatarra del Azor se enfrenta a varios momentos
de la vida del barco, que coinciden con los de la historia contemporánea
española. "La vida como barco en la dictadura, donde Franco determina el
heredero al trono y prueba a los ministros; la Transición que ordenó su
destrucción, pero que Felipe González usa un verano; y el momento
postcapitalista, cuando se intenta rescatar por la vía comercial y convertirlo
en un hotel flotante en Marbella, lo que choca con la orden del Estado que
quiere ocultarlo y hacerlo desaparecer, pero no lo consigue", resume el
artista.
Sánchez
Castillo retoma las palabras de Picasso al responder a los nazis cuando le
recriminaban el Guernica: "No, no, esto lo han hecho ustedes".
"Pues esto lo hemos hecho entre todos. La autoría no es solamente mía, el
artista es un catalizador, un acelerador de procesos", cuenta en alusión a
la conservación que hace la sociedad de la memoria. "El barco está mejor
preservado que nunca".
Fernando ha
reciclado el paisaje intelectual del país, ha desmenuzado durante una semana el
barco con ayuda de los recuperadores del metal (a quienes pertenecen los
bloques que se amontonan en Matadero). Compró el barco por algo más que al peso,
pagó por la historia. No quiere desvelar por cuánto, pero asegura que cualquier
ciudadano español podría haberlo hecho antes que él, pero "no interesaba a
nadie". "Franco ya no era rentable económicamente", asegura.
El último
viaje
El último
propietario del Azor explica que el arte contemporáneo no es una labor
terapéutica, porque "no hay consuelo, ni es algo positivo". Menos aún
si se está ante uno de sus trabajos, donde el espectador entra en conflicto con
su propio pasado, con su propia definición e identidad. Reconoce que ha sido un
proyecto de alto riesgo, que ha actuado con un secretismo casi militar y que
esta visión multiplica las preguntas, sin responder ninguna. Remata en un
lacónico "los artistas somos gente molesta", sólo superado con un
determinante "si pudiera, me exiliaría".
El último
viaje del Azor fue al desguace. La metáfora del penúltimo signo del
franquismo. "El último es el Valle de los Caídos, pero eso se caerá
solo", afirma, porque, según cuenta, la piedra caliza que se empleó era de
baja calidad y se está resquebrajando sin remedio. El Azor se ha
despedido sin odas ni cantares, parecía indestructible y en su nueva vida es
jugo de un artista. Ya no está, aunque se siente.
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