La figura del mítico marchante Leo Castelli resurge con
un libro y una exposición - Moldeó las carreras de Warhol, Serra, Cy Twombly,
Ellsworth Kelly o Jasper Johns
EDUARDO LAGO - Nueva York - 30/12/2011
A mediados de los setenta estalló en Nueva York el
escándalo que sacó a la luz los manejos del marchante Frank Lloyd con el legado
de Mark Rothko. El caso que enfrentó a los herederos de Rothko con Lloyd se
cerró con una severa sentencia. Apremiado por el juez que instruía el caso,
Lloyd hizo una afirmación que no dejaba lugar a dudas acerca de cuáles eran sus
motivos: "Yo no colecciono arte, yo colecciono dinero". El litigio
desveló los engranajes de un negocio que en esencia consiste en traducir algo
tan intangible como la creación artística pura en algo tan tangible como un
cheque bancario. Leo Castelli (1907-1999), uno de los galeristas más
legendarios del siglo XX, ocupaba entonces un lugar central en el mundo del
arte neoyorquino, pero su caso, altamente emblemático entre los que ejercen su
oficio, representaba justamente lo contrario. Se acaba de traducir al
castellano Leo Castelli y su círculo, extensa biografía firmada por
Annie Cohen-Solal, un libro apasionante que acomete con valentía y rigor la
labor de desentrañar el enigma de un hombre que cambió las leyes del coleccionismo
desde su mítica galería del SoHo. A la ocasión editorial se suma estos días
otra expositiva: la Fundación Juan March dedica en Palma una muestra-homenaje a
Castelli a partir de nueve grabados de artistas de su galería como Roy
Lichtenstein, Ellsworth Kelly o Ed Ruscha.
Leo Krausz nació en Trieste en el seno de una
familia de banqueros judíos de origen húngaro. Su padre, Ernesto, se casó con
una rica heredera, Bianca Castelli, también judía. Por exigencia de las leyes
de Mussolini los Krausz tuvieron que italianizar el apellido en 1935. Leo
disfrutó de una infancia feliz, que incluía vacaciones de lujo contemplando tizianos
en Venecia, y estancias en el Hotel des Bains, en el Lido. Solal-Cohen lleva a
cabo un exhaustivo estudio de las circunstancias histórico-sociales que
rodearon a la familia. El estallido de la primera conflagración mundial llevó a
Ernesto a trasladarse con los suyos a Viena en 1914. En 1918 la familia regresó
a Trieste. Una década después, el ominoso ascenso de un antisemitismo cuya
sombra se proyectaba sobre toda Europa empezó a hacer mella en la vida y la
hacienda de los Krausz-Castelli, que se vieron obligados a una serie de exilios
consecutivos. Tras estancias en Budapest y Bucarest, en 1935 se trasladaron a
París a bordo del Orient Express. Durante los años de Bucarest, Ernesto
obligó a su hijo Leo a trabajar en una compañía de seguros. Conoció a Ileana
Shapira, hija de un millonario judío, con quien se casó, y con quien formaría
un tándem formidable que duró más que su matrimonio.
En París, aunque los designios del Tercer Reich para
con los judíos europeos no dejaban ya lugar a dudas, Leo e Ileana abrieron una
galería en la Place Vendôme, en la que exhibieron obras, entre otros, de Max
Ernst y Dalí, así como muebles y objetos de diseño. El estallido de la II
Guerra Mundial hizo que los Castelli buscaran refugio en Cannes. La caída de
París les obligó a abandonar definitivamente Francia. Tras unas Navidades en
Marraquech, atravesaron España camino de Nueva York. Corría el año 1941. Una de
las primeras cosas que hizo Castelli nada más desembarcar en Ellis Island y
obtener permiso para trasladarse a Manhattan fue visitar el MoMA. Nada volvería
a ser como hasta entonces.
Annie Solal-Cohen describe con la misma minuciosidad
que dedica a los años europeos el lento proceso de fermentación que acabó por
convertir a Leo Castelli en el galerista más importante de su tiempo. El
aprendizaje pasó por fases muy distintas, incluyendo tener que dirigir una fábrica
textil, de la que Castelli se escapaba en cuanto le resultaba posible, para
sumergirse en los ambientes artísticos del Nueva York de la época. Castelli
modeló su oficio siguiendo de cerca la lección de dos importantes figuras de la
escena artística neoyorquina: Alfred Barr, el visionario director del MoMA, y
el crítico de arte Clement Greenberg. De su mano llevó a su práctica un
elemento de rigor ético e intelectual distintivos de su conducta como
galerista.
Los años clave de su lento aprendizaje neoyorquino,
calificados por su biógrafa como la década más extraña de su vida, fueron los
que mediaron entre 1946 y 1956. Leo Castelli necesitó todo aquel tiempo para
incubar su inequívoca vocación. Durante aquella época también sufrió una
radical transformación el ambiente artístico de Nueva York. En 1957, con 50
años cumplidos, Castelli abrió su primera galería, en su propia casa, para
mostrar el trabajo de grandes maestros del modernismo europeo y estadounidense.
Más adelante vendría la legendaria
galería del SoHo, ubicada en el número 420 de West Broadway. Por espacio de
cuatro décadas, desde finales de los cincuenta hasta finales de los noventa,
Castelli presentó al mundo a algunos de los artistas estadounidenses más
importantes de su tiempo. La nómina de purasangres que formaban parte de su
establo con Jasper Johns, Robert Rauschenberg, Frank Stella y Roy Lichtenstein
a la cabeza, incluye a artistas del calibre de Ellsworth Kelly, Richard Serra,
Donald Judd, Dan Flavin, Robert Morris, Ed Ruscha, Bruce Nauman, Cy Twombly,
Andy Warhol, James Rosenquist y Claes Oldenburg. En el centro de la visión de
Castelli hay una ausencia que explica su actitud general hacia el arte. Para él
todo empieza y acaba con Marcel Duchamp. "La figura clave de mi galería es
alguien cuya obra no he expuesto jamás, Marcel Duchamp. Los pintores que no han
sido influidos por él no tienen cabida aquí". La afirmación permite
desvelar al menos parcialmente el misterio. Castelli, como supo ver Jasper
Johns nada más conocerlo, "había nacido para vender, ya fuera una póliza
de seguros a sí mismo o unas latas vacías que había que hacer pasar por
arte". Pero eso, con ser parte esencial, no podía serlo todo. A diferencia
de lo que dijo de sí mismo Frank Lloyd, Castelli no coleccionaba dinero, sino
arte.
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