El Gobierno de Bagdad, que había anunciado el cierre
definitivo de Camp Ashraf el 31 de diciembre, decide posponer la medida hasta
abril
El campo de
refugiados de Ashraf recibe un poco de oxígeno. El Gobierno de Irak,
que había anunciado el cierre definitivo del controvertido asentamiento de
exiliados iraníes el 31 de diciembre, ha decidido posponer la medida hasta
abril, en respuesta a una recomendación de Naciones Unidas, que negocia una
salida “pacífica” a la crisis.
El problema es que los 3.300 ocupantes de esa antigua base militar se
niegan a abandonarla. Aunque nadie contempla enviarlos a Irán, la convicción de
que una vez dispersos perderán su relevancia, les hace dar largas. Ante el
riesgo de que su desalojo vuelva a producir muertos, la ONU busca países de
acogida. “Es una patata caliente”, admiten fuentes diplomáticas europeas. Nadie
quiere saber nada de un colectivo que no sólo Irán sino también EE UU y algunos
países europeos consideran terrorista.
Camp Ashraf, a 60 kilómetros al norte de Bagdad, es el cuartel general de
los Muyahidin-e Jalq,
o Combatientes del Pueblo, el principal grupo de oposición armada al régimen
teocrático de Irán. Para irritación de éste, cuando los norteamericanos
invadieron Irak en 2003 se limitaron a desarmarles y les otorgaron el estatuto
de "personas
protegidas bajo la Convención de Ginebra". Esa medida convenció
a los mandatarios iraníes de que Washington les reservaba un papel en un
eventual ataque contra su país.
Sin embargo, en 2009, EE UU entregó Camp Ashraf al Gobierno iraquí, que
considera a sus residentes una amenaza para la seguridad. Desde entonces, las
presiones de Irán sobre su vecino para que desmantele la base se incrementan
con cada visita oficial. El recinto, que se encuentra a apenas un centenar de
kilómetros de la frontera iraní y tiene una superficie de 32 kilómetros
cuadrados, se ha convertido en una obsesión para Teherán y en un riesgo para
Irak que, sin la protección americana, puede ser objeto de una incursión iraní
en cualquier momento.
Las autoridades iraquíes, que comparten la sensibilidad de Teherán respecto
a los ocupantes de Ashraf, han ido presionándoles en la esperanza de incentivar
que se fueran. Pero su fuerte ideologización ha provocado la reacción
contraria. Sendos intentos de desalojo en 2009 y en abril de este
año dejaron un total 47 muertos y decenas de heridos, despertando el
clamor de las organizaciones de derechos humanos.
“Nadie puede entrar ni salir de Ashraf sin gran riesgo personal”, asegura
Ali Momeiní, de la Asociacion para la Defensa de la Democracia y los Derechos
Humanos en Iran (ADDDHI, próxima a los Muyahidin-e Jalq). Momeiní también
denuncia que “el Gobierno de Nuri al Maliki ha colocado 300 altavoces alrededor
de Ashraf para torturar y obligar a rendirse a los residentes”, así como trabas
en el suministro de medicinas, alimentos y combustible.
Obstáculos para el estatus de refugiados
Amnistía
Internacional ha reconocido que el Gobierno iraquí les está acosando
y advertido del riesgo de que sean devueltos por la fuerza a su país. Apoyados
en esas denuncias, los miembros del brazo político del grupo, el Consejo
Nacional de Resistencia de Irán, han lanzado una intensa campaña mediática y
diplomática en Europa
y EE UU para tratar de frenar su expulsión de Ashraf.
Sin embargo, Bagdad niega que vaya a deportarles y asegura que su objetivo
es trasladarlos a otro lugar hasta que la ONU pueda encontrarles un país de
acogida. El secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, ha pedido
ayuda, entre otros, a la alta representante europea, Catherine Ashton. Pero
aunque casi 900 de sus residentes aseguran tener doble nacionalidad o familiares
en países europeos, el grupo se niega a separarse y a someterse a las
entrevistas individuales necesarias para la obtención del estatuto de
refugiados.
“Saben que la escasa relevancia que les queda depende de que se mantengan
unidos. Una vez dispersos, su causa caerá en el olvido”, explica un diplomático
que ha seguido el asunto. Además, hay pocos países dispuestos a recibirles, ya
que algunos de ellos tienen delitos pendientes no sólo en Irán sino también en
Irak. De hecho, Karim Alaiwi, parlamentario del Bloque Cívico, ha pedido que
salden sus cuentas con la justicia iraquí antes de abandonar el país.
“Participaron en la represión del levantamiento de 1991”, explica en referencia
a la sublevación chií después de que EE UU expulsara al del Ejército iraquí de
Kuwait.
Un grupo subversivo con muchos
puntos oscuros
A. E., BAGDAD
El grupo Muyahidin-e Jalq se formó en 1965 como
fuerza de oposición al sha. Sin embargo, tras la revolución islámica no
encontró acomodo en el nuevo orden y siguió su lucha contra los clérigos que la
habían liderado. Un levantamiento fallido en 1981 acabó con sus cabecillas en
la cárcel y con muchos de sus miembros en el exilio.
Se instalaron en Francia hasta que, en 1986, el
Gobierno de este país empezó un acercamiento hacia Teherán, y la dirección del
grupo, controlada por el matrimonio formado por Masud y Maryam Rayaví, se
trasladó a Irak. En guerra contra Irán desde 1980, el régimen de Sadam les dio
todo tipo de facilidades, incluidas bases y entrenamiento para formar una milicia.
A partir del armisticio de 1988, sus actividades se
redujeron, aunque siguieron contando con Bagdad para infiltrarse en Irán y
atentar contra altos funcionarios o instalaciones oficiales. En vísperas de las
presidenciales de 2001, varios comandos llegados desde Irak trataron de sembrar
el caos e impedir la reelección de Mohamed Jatamí, aunque no llegaron a causar
víctimas.
La desaparición del régimen de
Sadam Husein permitió descubrir el horror escondido tras los muros de bases de
ese grupo convertido
casi en una secta. En su informe Sin salida, Human Rights Watch documentó en 2005
cómo quienes intentaban abandonar la organización eran objeto de largos
encierros en solitario, confesiones forzadas, amenazas de ejecución, golpes y
torturas.
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