La policía de la moral vuelve al ataque contra la famosa
muñeca que hace las delicias de las niñas iraníes
La policía de la moral no quiere que las niñas iraníes jueguen con la
Barbie. Así se lo han recordado sus agentes a los vendedores de muñecas de
Teherán en las últimas semanas. La batalla no es nueva. Desde que los
responsables de la República Islámica llegaron a la conclusión de que estaban
perdiendo su guerra contra Occidente en el frente imaginario de la
influencia cultural y los valores sociales, han intentado crear una alternativa
local a su cine, su música e incluso sus juguetes. Que tengan que imponerla es
solo una constatación de su fracaso.
La voz de alarma la ha dado una noticia de la agencia Reuters. Según varios
propietarios de jugueterías entrevistados, las brigadas de la moral llevan tres
semanas haciendo la ronda para asegurarse de que las icónicas muñecas no están
a la venta. La prohibición se remonta a 1996 cuando alguna eminencia religiosa
las declaró “poco islámicas”. La decisión no tenía tanto que ver con que fueran
fabricadas por una empresa estadounidense, Mattel, como con sus supuestas
“destructivas consecuencias culturales y sociales”. O sea, que las curvas de su
silueta resultaban demasiado provocativas para el gusto de los clérigos.
Nada sorprendente. En la vecina Arabia Saudí, otra teocracia (aunque de
credo suní en vez de chií), hace tiempo que las muñecas, en general, están
prohibidas por el mismo motivo. Y las únicas que se permiten no pueden tener
cara. Pero Irán siempre se ha vanagloriado de ser más sofisticado que sus
vecinos árabes. Así que en los años siguientes, y a la vista de que la venta de
las barbies continuaba ignorando la prohibición, propuso la fabricación
de una alternativa nacional.
La robusta Sara
y sus distintos trajes nacionales, todos respetuosos con la norma islámica que
oculta el cuerpo de la mujer de la cabeza a los pies, nunca han sido
competencia al sex-appeal de la extranjera. Las niñas iraníes han
seguido prefiriendo la Barbie y los comerciantes han seguido vendiéndola más o
menos abiertamente según los vientos políticos que soplaran. En 2006, tras la
llegada de Mahmud Ahmadineyad a la presidencia, la campaña de moralidad les
obligó a cubrir su silueta en la caja con adhesivos negros.
Dos años más tarde, el entonces fiscal general de Irán, el hoyatoleslam
Ghorbam Ali Dorri-Nayafabadí, escribió al vicepresidente Parviz Davudí
pidiéndole que el Gobierno tomara medidas para proteger a los niños y jóvenes
iraníes de la “nefasta”
influencia de Barbie, Spiderman, Batman e incluso Harry Potter. En
su opinión, los juguetes extranjeros presentaban “un peligro para la salud de
los niños” y afectaban "a la supervivencia de las fábricas nacionales”.
Como en anteriores ocasiones, la noticia causó más revuelo fuera que dentro
de Irán. Acostumbrados a las extemporáneas decisiones de sus gobernantes, los
iraníes han aprendido a sortear las prohibiciones. A pesar de la imagen
antioccidental que proyecta el régimen, la mayoría disfruta sin complejos de
cualquier aportación exterior que le gusta y acomoda.
Así que los jugueteros guardarán las peligrosas Barbie a buen recaudo y
seguirán vendiéndolas bajo cuerda. Tal vez incluso aprovechen para cobrarlas
más caras, lo que será el principal desincentivo en la actual situación de
crisis económica. En cuanto a los vigilantes de la moral, dentro de unas
semanas empezarán la campaña de primavera contra las mujeres mal veladas y se
olvidarán de la muñeca.
La lucha de los sectores más reaccionarios contra la “intoxicación de
valores occidentales” empezó apenas conquistado el poder tras la revolución de
1979. Las quemas de libros, el cierre de universidades para limpiarlas de
ideología capitalista, el asalto a la embajada de EE UU o la imposición del hiyab
(cobertura islámica) fueron signos de la búsqueda de una identidad
diferenciada. Pero ni ese radicalismo encaja con la rica historia de Irán, ni
en un mundo cada vez más interconectado ha sido posible mantener el
aislamiento.
El cine occidental, como la literatura y la prensa, está prohibido en Irán
desde la revolución de 1979. Solo algunas películas especialmente críticas con
Occidente o EE UU, como las de Michael Moore, llegan a exhibirse en salas
comerciales. Sin embargo, en los top manta de la avenida Vali-Asr, a
plena luz del día, esta corresponsal ha comprado DVD pirata con éxitos de
Hollywood que aún no se habían estrenado en Europa.
Como en el caso de los juguetes, las alternativas locales
no son precisamente apasionantes. El cine iraní que premian los festivales
internacionales no es el mismo que se ve dentro de la República Islámica. Salvo
contadas excepciones, la mayoría de las películas que se exhiben son productos
comerciales o mera propaganda a mayor gloria del régimen. Esto resulta aún más
obvio en las series televisivas. Cualquier producción extranjera pasa antes por
las tijeras del censor que corta escenas de besos, transforma el vino en
coca-cola y las declaraciones de amor en propuestas de matrimonio.
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