Los secuestradores aprovechan las paradas para subir al
tren conocido como La Bestia
Matronas dándolle comida aos emigrantes |
El tren se queda casi parado. La Bestia calla y suena una especie de
disparo. Como un latigazo de aire. Nos ponemos en alerta por si los Zetas o las
Maras están asaltando el tren. Alguien grita que estemos tranquilos, que es el
maquinista que ha desenganchado un par de vagones. ¡Fissshh..! Otra vez. La
Bestia parece que suspira. Eso es malo, me digo, cada suspiro es como un sorbo
de vida del que uno se deshace. Lo había releído hace unos días en Pedro
Páramo. Al menos ya es casi de día. Ahora, por fin, todos los ilegales que
estamos en ese tren nos podemos ver las caras. La del salvadoreño Edgar, con su
sudadera azul, y que es mucho más joven de lo que aparentaba en la penumbra de
las vías. La de Marvin, el hondureño, que desde el principio me pareció un
halcón de los narcos, el que nos iba a señalar y a vender, pero que ha empezado
a caerme bien. La de Miguel. Supongo que el hecho de que todavía no nos haya
pasado nada, el cansancio o las ganas de llegar, nos hacen a todos bajar la
guardia.
Entre mis compañeros de vagón hay algún veterano que ya ha hecho este viaje
un par de veces. Nos cuenta que esas paradas técnicas son los momentos más
peligrosos porque son los que aprovechan los secuestradores para subir al tren.
Por si acaso, garrote en mano, nos subimos al techo para comprobar si alguien
accede al convoy. "Si ven que somos muchos y que vamos armados, pueden
decidir asaltar a los del otro vagón. Aunque si llevan cuernos de chivo (kalashnikovs)
estamos jodidos..", me dice Marvin. Algunos de estos hombres han cabalgado
a La Bestia hasta en tres ocasiones. Unos han sido detenidos y
deportados a sus países. Otros simplemente han regresado para pasar las
Navidades con sus familias, pero siempre vuelven.
"Una vez subieron tres 'mareros' armados con pistolas y todos corrimos
y saltamos hacia los vagones de atrás. Huyendo. Cuando llegamos al último vagón
y vimos que se acercaban no nos quedó otro remedio que saltar del tren. Preferí
rifarme la vida que esperar a que me robaran lo poco que tenía o me
mataran". Cada uno de estos hombres y mujeres tienen historias similares.
El patrón es casi siempre el mismo. Muchos de ellos acaban en algún albergue,
hambrientos, harapientos, despojados de su dinero y su dignidad. Allí, hace
tiempo hasta que algún familiar les envía algo de dinero con el que seguir
adelante. La fiscalía mexicana calcula que las ganancias de estos secuestros y
extorsiones pueden ascender a 50 millones de euros anuales. Todo un negocio.
Afortunadamente, y después de mirar mucho, no vemos que se haya subido nadie
imprevisto.
El tren vuelve a arrancar. De improviso. Sin avisar. Ni un pitido de la
locomotora. Nos tambaleamos y a punto estoy de resbalar del techo del vagón. Me
agarro a la manivela de una especie de chimenea redonda. Mi cámara, Mario
Lastra, me sujeta y consigo levantarme. El tren coge velocidad y es mejor
bajarse de ahí. El amanecer al menos nos permite ver las ramas de los árboles
que peinan al tren a lo largo de la vía. Hay que agacharse constantemente.
Tirarse literalmente al techo del vagón. El tren avanza cada vez más rápido
hacia ese sol que apenas empieza a salir allí a lo lejos, en el horizonte, como
queriendo alcanzarlo. Tenemos la sensación de estar surfeando sobre las copas
de los árboles. De estar en una especie de videojuego en el que hay que saltar
o agacharse constantemente, sin perder el equilibrio y sin caerte por los
costados del vagón. Alguno de los migrantes veteranos me dice que tengamos
cuidado, que esa sensación de euforia, de descarga de adrenalina, de que no te
puede pasar nada, de libertad, en definitiva, le ha costado la vida a muchos.
Cuando bajamos la escalerilla Miguel, el guatemalteco, nos avisa de que no
pongamos los pies en los enganches del tren. Ellos le llaman
"muelas". Son los mecanismos hidráulicos que engarzan vagón con vagón
pero que, con los acelerones y los frenazos, se convierten en auténticos cepos
si te has situado encima de ellos. Los pies de decenas de ilegales han sido
machacados por esas muelas. "La Bestia no tiene piedad -dice-. En este
viaje no existe la piedad. Solo algunos curas buenos que nos dejan dormir en
sus albergues y las señoras patronas que regalan comida".
Conocí a esas patronas. El nombre les viene de la pequeña pedanía en la que
viven, junto a la ciudad de Córdoba, y que se llama La Patrona. Sus casas están
junto a la vía del tren, literalmente pegadas, y su vida se rige por los
horarios de esa Bestia, que les despierta con sus silbidos o les corta el paso
a nivel con su presencia mastodóntica e imparable. Desde hace unos años un
grupo de vecinas cocina a primera hora de la mañana 50 raciones de comida que
introducen en bolsas, y que atan entre sí en pequeños hatillos. Cuando suena el
pitido de La Bestia corren como posesas y se sitúan junto a la vía. Esperando.
Entonces se produce algo impresionante por su peligro y por su altruismo.
Decenas de migrantes se asoman de maneras imposibles por los huecos de los
vagones. Se sujetan con la pierna a las escalerillas o se atan con cinturones a
un pestillo del tren, todo con tal de escorzar al máximo sus cuerpos y alcanzar
la comida que les dan Las Patronas.
Es una especie de avituallamiento en velocidad, de bondad real. Mucha de la
comida queda desparramada por el suelo porque los migrantes no consiguen
asirla. "Da igual, lo que importa es el detalle, que ellos sientan que no
están solos, que hay gente buena en México", me dijo Norma Romero. Ella
empezó con esto hace 15 años. Convenció a sus hermanas. Después a sus vecinas.
Algunas decidieron retirarse de esta especie de ONG de base, agobiadas por las
amenazas del crimen organizado, de los secuestradores. Otras lo hicieron porque
durante un tiempo fueron acusadas de polleras, de traficantes de
personas. "¡Hasta que la Corte Suprema cambio la ley, cualquiera que
ayudara o cobijara a migrantes, aunque no obtuviera beneficio económico, podía
ser acusada de tráfico de personas, por eso algunas abandonaron", cuenta
Norma.
"¡Qué buenas las señoras!", me recuerda Miguel. Ya se ha hecho completamente
de día y estamos llegando a Medias Aguas, Estado de Veracruz, zona controlada,
según todos, por los Zetas. Territorio narco donde nada se mueve sin su
conocimiento o consentimiento. Nos aconsejan dejar el tren para no atraer más
su atención y perjudicar al resto: "Es que si los halcones les dicen que
hay extranjeros con plata van a querer subir y de paso robarnos a
nosotros", me suplican. El tren discurre ahora más lento por veredas donde
pastan vacas y praderas gigantes de un intenso verde. Son las nueve de la
mañana. Nos desperezamos como podemos. El cansancio se dibuja en nuestras
caras. Las fuerzas fallan. El tren se detiene en la estación. Llegan los garroteros,
los guardias de seguridad de la Compañía de Ferrocaril Chiapas-Mayab. Gritos de
que nos bajemos. Pitidos con el silbato y amenazas con sus porras. Algunos
salen corriendo. Rodearán la estación para volver a cogerlo cuando salga el
tren por el otro lado. Necesito un café y una ducha. Yo puedo permitírmelo,
pero mis colegas de viaje, mis amigos ilegales, no... Ellos se esconderán en el
bosque, se lavarán en un río y buscarán alguna iglesia para que les de algo de
comer.
Me despido de ellos. Todos estamos sucios y avejentados.
Viajar en La Bestia desgasta. Les digo que tengan cuidado y que no se fíen de
nadie. Yo seguiré mi viaje en avión. Subiré a la complicada Ciudad Juárez, en
Chihuahua, y a San Fernando, en Tamaulipas. Ellos tardarán tres semanas en
llegar allí si antes no les cogen y los deportan. "¿Por qué a San
Fernando, guey?", me pregunta Marvin. "Porque allí los Zetas
fusilaron a 72 migrantes como vosotros a los que intentaron captar para el
narco, y porque se han encontrado varias fosas comunes con casi 300 cuerpos de
ilegales que nunca llegaron a su destino en Estados Unidos", le respondo.
Y vuelve a mirarme con estupor, como pensando en silencio "¿Y para qué me
lo cuentas, cabrón...?". Y yo vuelvo a decirle que tenga cuidado. Y que
coja la ruta del oeste, la de Tijuana, que está ahora mas fácil que la de
Tamaulipas, en el Caribe. Y le abrazo. Y le veo alejarse con su mochila
pequeña, con su gorra de béisbol, con su dignidad, con sus esperanzas, con su
proyecto de futuro como carpintero en Las Vegas. Y levanto los brazos y cruzo
los dedos cuando se da la vuelta para decir adiós, intentando enviarle buenas
vibraciones, porque justo antes me ha dicho que si no me manda un email en
menos de un mes, desde Las Vegas, que le dé por desaparecido o por muerto...
Ningún comentario:
Publicar un comentario