Miles de personas, sobre todo mujeres, son acusadas de
brujería en Nepal
Es una maldición que puede acabar con sus vidas.
ZIGOR ALDAMA
Janakpur 8 NOV 2012 - 23:36 CET
A Ranwati Chowduri la llaman bruja.
Porque, cuando una de sus familiares enfermó, un chamán aseguró que la dolencia
estaba provocada por un maleficio que ella le había lanzado. Para descubrir la
procedencia de la magia negra que mantenía postrada en la cama a la mujer, el
curandero utilizó una curiosa técnica: cuando la fiebre hacía delirar a la
enferma, él le zurraba. “Con cada golpe solo decía una palabra: mi nombre”,
recuerda Ranwati con un escalofrío. Para los habitantes del poblado en el que
reside esta mujer de 38 años, situado en una remota zona del extremo oriental
de Nepal, la relación causa-efecto resultó muy clara. “Me acusaron de haber
provocado su dolencia”.
A partir de entonces, la vida de Ranwati se convirtió en un infierno.
“Incluso mi marido me gritaba, y quiso echarme de casa”. Pero se armó de valor
y decidió dar la cara. La única solución en un poblado en el que la mayoría es
analfabeta y jamás ha pisado una escuela era someterse a la prueba que propuso
el chamán para salir de dudas: propinaría otra paliza a la mujer convaleciente;
si las magulladuras aparecían en el cuerpo de Ranwati, se demostraría que esta
era la culpable de su padecimiento. Ambas accedieron. A la enferma estuvo a
punto de enviarla directamente a la tumba, pero el cuerpo de Ranwati continuaba
inmaculado. Así que el santón la declaró inocente.
Pero ahí no acabó su odisea. El pueblo comenzó a sospechar, y finalmente
decidió que Ranwati había sobornado al chamán. “Todos creyeron a una mujer que
dijo que me había visto con dinero ese día”. Así que el jefe del poblado,
generalmente la persona más adinerada o influyente, decidió recurrir a la
justicia popular, que consiste en una asamblea presidida por él y que conforma
el órgano en el que se dirimen las disputas en primera instancia. “Se formaron
tres grupos: uno que me apoyaba, otro que estaba en mi contra y un tercero de
indecisos que quería repetir la prueba”. Ganó el último, y una vez más la
enferma tuvo que pasar por un calvario.
En esta segunda ocasión, al exorcista no se le ocurrió otra cosa que quemar
con cigarrillos a la víctima del supuesto conjuro. Una vez más, para
culpabilizar a Ranwati era imprescindible que las quemaduras apareciesen en su
cuerpo. Lógicamente, eso no sucedió, y su inocencia quedó nuevamente
certificada. O así debería haber sido, porque, aunque nadie se atreve ya a
acusarla directamente, lo cierto es que la mujer ha sido segregada de la
comunidad. “Tienen un pacto secreto para volver a culparme en cuanto suceda
algo negativo en el pueblo, y me han dicho que me darán de comer heces y me
harán beber orina. Yo estoy tranquila, porque sé que no soy una bruja, y ya les
he dicho que si consiguen probar lo contrario, comeré lo que tenga que comer”.
Y si los vecinos se sobrepasan, acudirá a la policía.
El caso de Ranwati roza el surrealismo, pero es frecuente en los países del
subcontinente indio, donde diferentes factores se alían para crear situaciones
propias de la Edad Media. “La superstición y la falta de formación son el caldo
de cultivo perfecto para que la envidia o el odio se canalicen de esta forma
contra quienes generalmente son los eslabones más débiles de la sociedad:
mujeres solas, en muchos casos viudas, pertenecientes a los grupos de
intocables Dom y Mester”, explica Ram Kumari Das, presidenta de la Asociación
de Mujeres de Siaraha Lahan, la comunidad en la que reside Ranwati, que recibe
apoyo de Action Aid Nepal y de su
organización hermana Ayuda en Acción
España. “La población cree en la magia blanca de los chamanes para
la curación de todo tipo de enfermedades, y eso lleva a que la mayoría también
crea en el mal uso que se puede dar a esos poderes”. Las acusaciones se pueden
lanzar sin prueba alguna y, en ocasiones, las consecuencias resultan fatales.
Es el caso de Dengani Mahato, una mujer de 40 años cuya muerte en febrero
provocó gran consternación en el país del
Himalaya. Había sido acusada de brujería tras la muerte de un niño
que residía cerca de su choza, y fue ajusticiada por una decena de hombres que
la apalearon antes de rociarla con queroseno y prenderle fuego delante de su
hija de nueve años. La quemaron viva, y ni siquiera querían permitir que la
policía recuperase el cuerpo para realizar la autopsia. El primer ministro
nepalés, Baburam Bhattari, anunció una compensación de un millón de rupias (en
torno a 10.000 euros) para los dos hijos de Dengani, y pidió a la población que
no confíe en los chamanes. Sin éxito.
“Los casos van en aumento”,
sentencia Ram. “En nuestro distrito tenemos documentados casi 40 en los últimos
tres años, pero solo uno ha llegado a los tribunales y nadie ha sido castigado.
Generalmente, la policía no quiere involucrarse, y deja la justicia en manos de
los comités locales, quienes, aunque el código penal recoge castigos de hasta
dos años de cárcel para las personas que acusen a alguien de brujería, no
siempre fallan en favor de la víctima”. La ley en este país de cohesión
imposible es poco más que papel mojado y, por eso, la Asociación de Ram se
reúne cada mes para ofrecer consejo a las víctimas.
Panu Chowdury es una de las últimas. “A un niño de mi pueblo le picó un
escorpión. El chamán dijo que el veneno era raro, que tenía mucha más fuerza de
la habitual y que no podía pertenecer al animal. Que había sido enviado por
alguien que quería hacerle daño. La madre me acusó de brujería”, cuenta. Fue
suficiente para que una masa enfurecida atacase su vivienda, destrozase el
altar que tenía dedicado a Shiva y le diese una paliza a su marido.
La Asociación de Ram intercedió antes de que fuese demasiado tarde, y
ofreció pagar 100.000 rupias (algo más de mil euros) si se conseguía probar que
Panu era una bruja. Pero si no, los atacantes tendrían que abonar una
compensación de dos millones (20.000 euros). “Consiguieron que depusieran su
actitud”, recuerda Panu. “Pero no han dejado de hostigarme. Incluso mi nuera me
acusa de guardar un espíritu maligno que terminará matando a su hermano”. La
nuera y ella mantienen una disputa económica, y la primera ha considerado que
la acusación de brujería es la mejor forma de hacer presión para salir
victoriosa. “Me consta que ha pagado a un chamán para que la ayude”, denuncia.
Mangal Paswen personifica la otra cara de estas historias. Es un exorcista.
Y cree sinceramente en la existencia de las brujas. En el porche de su casa
duerme el nieto que nació hace dos meses y su cuerpo está lleno de amuletos y
hierbas medicinales destinados a protegerlo de espíritus maléficos y de la
magia negra. “Mis dos nietos anteriores fallecieron, y temo que éste, que
también está enfermo, corra la misma suerte”, reconoce este hombre de 68 años,
que recibió los poderes sobrenaturales de un viejo santón cuando era niño,
durante los nueve días que dura el festival de Nourata, “el único momento en el
que uno puede convertirse en chamán”.
A Mangal le va bien el negocio. Ofrece todo tipo de rituales, la mayoría
para curar dolencias físicas y psicológicas que debería tratar personal médico
cualificado. Pero en Nepal este escasea, y su ayuda es la única que muchos
vecinos pueden costear. Lo metafísico se impone. “Es casi imposible saber quién
es una bruja, pero el refranero dice que ‘cuando hay un leopardo, la cabra
desaparece’. Así que si una mujer llega a un lugar y sucede alguna tragedia, es
evidencia suficiente”, asegura. Él desentraña la verdad mediante ritos que le
permiten entrar en contacto con los espíritus y determinar qué deidad está
irritada o quién ha lanzado un maleficio, pero afirma que nunca fomenta la violencia.
“Cuando descubro a una bruja trato de convencerla de que deje de practicar
magia negra”. Eso sí, si no consigue su objetivo o la acusada no reconoce los
hechos, el chamán aboga por medidas extremas. “A las brujas hay que cortarles
la nariz y el pelo, y embadurnarles la cara de negro para quitarles sus
poderes”.
Afortunadamente, Mangal asegura que, gracias a curanderos como él mismo,
muy pocas veces hay que llegar al límite, y que cada vez hay menos juicios de
brujería. Sin embargo, solo durante la noche que este periodista pasa con él
lleva a cabo dos rituales. En el primero, el objetivo es hacer huir al fantasma
de una bruja que está volviendo loco a Ramashish Paswan, un adolescente que
sufre brotes psicóticos. “Cuando viene el chamán me encuentro mejor”, asegura
él. La escenografía es muy sencilla. Ramashish se sienta en un pequeño taburete
a la entrada de la chabola en la que está recluido, y Mangal masculla una
retahíla de palabras ininteligibles mientras agarra su cabeza y lo rocía con
polvos vegetales. El clímax llega con unas brutales convulsiones que el chamán
sufre “en la lucha contra el fantasma”, que escapa a campo través perseguido
por Mangal. Con un grito al borde de un arrozal concluye el espectáculo, que el
pueblo ha seguido en silencio sepulcral.
La noche acaba con otra escenificación teatral destinada a impedir que el
embrujo que sufre una madre enferma pase a la niña que sujeta en brazos. “Es un
tratamiento que llevará semanas”, le avisa el curandero frente a una multitud
expectante.
Aunque Mangal rehúsa hablar de sus honorarios, las dos familias que han
contratado sus servicios aseguran haber pagado “todo lo que ha pedido”. Desde
animales hasta tierras. “Son gente muy poderosa en su comunidad. Muchas veces
no cobran dinero, pero se resarcen con propiedades e incluso con favores
sexuales”, afirma Ram Kumari Das, cuya asociación se las ve y se las desea para
convencer, incluso a quienes han sido acusadas de hechiceras, de que las brujas
no existen.
De hecho, a Maya Chowdury le ha costado convencerse de que no es una bruja.
Porque su madre ya era considerada eso antes de que ella naciera, y ha vivido
toda su vida bajo una sospecha que se convirtió en certeza después de que una
niña enfermase tras vestir ropa que ella había confeccionado. Tenía 23 años
cuando incluso su familia vio en ella al fantasma de su madre. Su marido,
militar, la abandonó, y la familia política la obligó a marcharse con sus dos
hijas. Hace diez años que vive en dependencias de la Asociación de Mujeres,
donde ha descubierto que la ley está de su parte.
Y ahora prepara el contraataque. “He denunciado a mi
marido, que se ha vuelto a casar. El juez me ha otorgado una pensión para las
niñas de 3.000 rupias al mes (30 euros), y exige a mi marido que me dé parte de
la tierra que teníamos”. Sin embargo, desde que este se fue al extranjero en
una misión de paz, Maya no ha visto ni una rupia, y peligra la escolarización
de sus dos descendientes, de 8 y 12 años. “Cuando regrese volveré a demandarlo.
Porque no somos brujas”.
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