El Papa quería modernizar su Iglesia superando el
Concilio Vaticano I
J. G. B. Madrid 20 OCT 2012 - 21:26 CET
No ha habido muchos concilios universales (ecuménicos) en la historia de la
Iglesia, ahora llamada Romana. Apenas veintiuno. En palabras de Francisco de
Vitoria, “desde que los papas comenzaron a temer a los concilios, la Iglesia
están sin concilios, y así seguirá para desgracia y ruina de la religión”. El
dominico español escribió esto en 1530. Desde entonces, ha habido tres
concilios, dos para oponerse a la modernidad (Trento, en 1545; el Vaticano I en
1869); un tercero en 1962, para el aggiornamiento’(para poner al día al
cristianismo romano).
No es cierto que la convocatoria del Vaticano II fuese una sorpresa.
Un concilio estuvo en la cabeza de Pío XII, que desistió agobiado por problemas
más acuciantes. También fueron conscientes de su necesidad Pío XI y Benedicto
XV. Era muy evidente que la Iglesia romana estaba fuera del mundo desde el
Vaticano I, celebrado casi un siglo antes bajo la batuta de un pontífice
desbocado, Pío IX. Así que Juan XXIII, un Papa fieramente humano, quería nada
menos que poner al día (aggiornamiento) a su Iglesia. Quería borrar la
huella del Vaticano I, donde Pío IX, un psicópata, se había proclamado
infalible y engordaba cada día el Syllabus errorum modernorum, en guerra
total contra la modernidad entera. Su Índice de libros prohibidos, un
apagón cultural más allá de toda imaginación, incluía a los fundadores de la
ciencia moderna e incluso a la Crítica de la razón pura de Kant, y desde
luego a Copérnico y Galileo, a Descartes y Pascal, a Spinoza, Mill, Comte,
Condorcet y Ranke, por supuesto a Rousseau y Voltaire, a la Enciclopedia de
Diderot y hasta al Diccionario Larouse, y también a los más grandes de la
literatura de todos los tiempos.
Si después de Auschwitz y dos guerras mundiales era difícil escribir
poesía (como supuso Adorno), peor lo tenía la Iglesia romana, fuera del mundo
desde que Pío IX acordó aquel catálogo de los errores que incluía a todo lo que
se moviera más allá (y más acá) de Trento. Con Pío IX, Roma se echó encima a
media humanidad. La gota que colmó el vaso fue su decisión de proclamarse a sí
mismo ¡infalible! decidiendo, además, que tal cosa era dogma de fe. Grandes
prelados del Vaticano I, sobre todo los centroeuropeos, salieron despavoridos
del concilio tras fracasar en su intento de impedir semejante extravagancia.
Juan XXIII quiso cerrar el error Vaticano I con un nuevo concilio,
para colocar a su iglesia en la modernidad, haciéndola humana, sensible,
cercana. Sus propuestas iban en esa dirección, no había otra posible. Y quiso
hacerlo desde la verdad, desde la humildad. Lo dijo con palabras que aún parecen
provocativas porque obispos españoles siguen predicando lo contrario. Afirmó:
“La libertad religiosa debe su origen, no a las iglesias, ni a los teólogos, y
ni siquiera al derecho natural cristiano, sino al Estado moderno, a los
juristas y al derecho racional mundano, en una palabra, al mundo laico”.
Suele creerse que la elección de Juan XXIII sorprendió a todo el
mundo. No es cierto. El cardenal Roncalli era un papable seguro desde que fue
encargado por Pío XII para resolverle la terrible crisis del episcopado francés
que había colaborado con el régimen filonazi del mariscal Petain. El diplomático
Roncalli, entonces arzobispo, viajó a París como nuncio apostólico y en apenas
tres meses logró convencer al general De Gaulle de que la República renunciase
a enviar al exilio (e, incluso, a procesar) a los mitrados colaboracionistas
(una veintena), limitándose a castigar a tres de ellos con un ostracismo
bendecido por el Vaticano. Fue la de Roncalli una gestión impresionante,
universalmente aclamada (salvo en la España nazi-católica, obligada al
silencio).
En España, había una razón para recelar de la convocatoria del concilio. El
papa Roncalli era detestado por el Régimen. Poco antes de ser elegido Papa, en
pleno cónclave (28 de octubre de 1958), el embajador de España ante la Santa
Sede dirigió un telegrama al ministro de Asuntos Exteriores cuyo texto decía:
‘Alejado el peligro Roncalli’. Horas después, Roncalli era elegido papa. Siendo
ya cardenal, había viajado por España durante semanas sin rendir pleitesía al
llamado Caudillo, ni a otras autoridades eclesiásticas, como era costumbre,
haciendo a veces ironías sobre la extravagante situación política española.
Había otras razones. Era conocido que al papa
Roncalli le disgustaba que a la guerra civil desatada por Franco con el apoyo
de los jerarcas eclesiásticos se le llamase Cruzada (tenía prohibido
usar esta palabra en su presencia). Y también que había ordenado paralizar
todos los procesos de beatificación de los llamados mártires de esa criminal
contienda. Franco supo también que Roncalli había protegido a los nacionalistas
vascos en el exilio, entonces democristianos, sobre todo desde la Nunciatura
del Vaticano en París. Lo cierto es que Juan XXIII –al que se atribuían orígenes
familiares en el valle navarro del Roncal-, conocía muy bien la realidad de los
obispos españoles, muchos de los cuales, en el momento de empezar el concilio,
estaban celebrando con grandes palabras, con obscenos sermones, los llamados
Veinticinco Años de Paz en España.
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