El
clásico, protagonizado por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, nació más como un
filme de propaganda política que como la historia de un amor inmortal
MATEO SANCHO
CARDIEL Madrid 26/11/2012
"Tócala otra vez,
Sam", "Siempre nos quedará París" o "El mundo se desmorona
y nosotros nos enamoramos". No hace falta decir más. Han pasado 70 años
desde "el principio de una gran amistad" entre el público de
cualquier generación y la historia de amor más famosa del cine, Casablanca.
El guión se iba
escribiendo sobre la marcha, la Segunda Guerra Mundial había dejado a Hollywood
sin galanes y Humphrey Bogart había entrado en la nómina de la película
a última hora, sustituyendo nada menos que Ronald Reagan. En vez de
Ingrid Bergman se había pensado en Hedy Lamarr y ni siquiera iba a estar
ambientada en Marruecos, sino en Lisboa. Casablanca había nacido más
como un filme de propaganda política que como la historia de un amor inmortal,
cuyo exotismo sería reconstruido enteramente en los estudios e incluso algunos
decorados, como la estación de París, fueron reciclados de otras películas de
la Warner, en este caso La extraña pasajera.
El título que se barajó
al principio fue el de la obra de teatro en la que se basaba, Everybody
Comes to Rick's (todo el mundo viene a Rick's), aunque se decidió el título
final para repetir el éxito de Argel, rodada tres años antes. Así, a
trompicones, se forjaba una de las películas con más momentos inolvidables y
rememorados, ganadora de tres Óscar, llena de diálogos inolvidables,
interpretaciones antológicas de Bogart e Ingrid Bergman (así como Claude
Rains y Peter Lorre en papeles secundarios) y una música de Max Steiner para la
eternidad.
Michael Curtiz, forjado en las
aventuras coloristas de Robin Hood o La carga de la brigada ligera,
fue el inesperado artífice del milagro, ya que tampoco llegó como primera
opción, que era el maestro del melodrama William Wyler. Pero todo ese
equipo de suplentes desplegó tal sinergia que impuso su amor hasta
eclipsar a esa Marsellesa, que sonaba ya en los créditos, a ese mensaje de
oposición a los nazis en un proyecto que se empezó a gestar un día después del
ataque japonés contra Pearl Harbor.
Rick e Ilsa, los amantes a los que
el tiempo y la Historia querrá separar continuamente, daban al melodrama
clásico de Hollywood un plus de amargura, rematado con ese final realista tan
poco acostumbrado en la época. Un amor a destiempo, cuya potencia no podrá
vencer ya no tanto a la adversidad, sino a la mera conveniencia. Un mazazo a
las segundas oportunidades y una victoria para la derrota.
Dado que Paul Henreid
y Claude Rains llegaron tarde al rodaje porque se había dilatado su
película anterior, la primera escena que rodaron Bogart y Bergman fue su
encuentro en el piano, pero ya entonces la química quedó patente. Bogart
quedaba en los anales con la gabardina y el cigarro empapados, o en la barra de
su propio bar con un whisky doble vestido de esmoquin blanco. Bergman lo hacía
con pamela y con la mirada desbordada por las lágrimas.
Una pareja perfecta
filtrada por la magia del cine, pues él tuvo que colocarse cajas y cojines para
contrarrestar los cinco centímetros que le sacaba la actriz sueca. Y aunque la
canción que les remontaba a su pasado se llamaba As Time Goes By, se
quedaron congelados en la retina de la audiencia. Tan congelada que se ha
intentado repetir en varias ocasiones. Ya en los cuarenta, se habló de hacer
una secuela llamada Brazzaville cambiando a Ingrid Bergman por Geraldine
Fitzgerald, pero el proyecto se canceló. Woody Allen la homenajeó por todo
lo alto en Sueños de un seductor, Steven Soderbergh casi la
plagió en The Good German y Trueba le hizo un guiño en La niña de tus
ojos.
Pero ninguna fue capaz
de repetir la magia de la original, que se estrenaba un 26 de noviembre de 1942
sin grandes aspavientos pero se convirtió en clásico. Quizá porque nunca
pretendió ser una gran historia de amor y el amor llega cuando menos se lo espera.
Ningún comentario:
Publicar un comentario